Colaboración: Mujeres sin diamantes

por © NOTICINE.com
Audrey Hepburn canta ''Moon river''
Por Sergio Berrocal  

Entonces todavía había un cine realmente romántico, amoroso con su poquito de realismo social, que no socialista, no confundamos. Entras en "Sobreviviré" (Alfonso Albacete, David Merkes. 1999) y sales con una sonrisa. ¿De felicidad o de resignación ?  Ese es otro cuento que ni Sherazade podría silbar. Pero encuentras a Emma Suárez entre idas y venidas de amor aunque no dice claramente si cree que el enamoramiento pueda ser para toda la vida, hasta que la muerte nos separe. Quizá para un rato, parece proclamar cuando le dice a un tipo que para pasar a corriente trifásica falta la música.

Su música, casi mágica, es la de "Desayuno con diamantes", que enciende los ojos, desatranca el corazón y deja que aparezca el milagro.

Lo malo es que esa puñetera canción, "Moon River", no se echa a andar cuando hace falta. Sobre todo si el pollo presente tiene la particularidad de ser bisexual, rara avis, piensas.

"Sobreviviré" es apta y está recomendada para todos los que alguna vez, aunque haya sido una sola y por casualidad, se han encontrado en ese auténtico triángulo de las Bermudas que supone amar.

No sé, pero sin duda habría valido la pena probarlo con Patricia, tal vez hubiese funcionado. Es cierto que ella adoraba la música romántica y cuando alguien sacaba a relucir a Audrey Hepburn y a su desayuno con diamantes…

Hacía meses que todos nos reuníamos en el piso del Boulevard Voltaire, al ladido de la Place de la République, donde los parisienses lloran o celebran todo lo que vale la pena.

Una noche temprana, con aquellas flores reventando en árboles irreales, como si fueran decorado de alguna extraña celebración, Patricia dijo que se marchaba.

Ingenuamente le pregunté si quería que le acompañase. Sus ojos negros de mora berber me miraron fijamente por debajo de la maraña de rizos que daban más profundidad a ojos negros como los de una Aicha que usted no conoce ni sabrá nunca. Aicha también se marchó.

-- No vale la pena. Claude me está esperando abajo y no sé cuándo volveré.

Entonces, lo juro, no sonó para nada ninguna nota de "Moon River" ni siquiera aquella estrofa que tan bien cantaba Andy Williams : " Los dos buscamos el mismo arco iris".

Los guateques siguieron en el piso de Voltaire pero Patricia nunca volvió.

Meses, muchos meses, pasaron antes de que un compañero de Nueva York me llamase para decirme que la había visto y que la muchacha triunfaba en las más elegantes galería de arte neoyorquinas.

Una media tarde de mayo, nos vimos en nuestro bar de la Rue Mouffetard, donde la leyenda decía que en los años veinte Hemingway pasaba horas afilando sus lápices antes de ponerse a escribir.

-- Quería verte para que no te preocupases. Soy muy feliz. Vivo en la costa este, cerca de Nueva York. Allí regreso esta misma noche.

Estaba claro que el cuento se había acabado.

Anna tenía la gracia de la felicidad. Acurrucada a la incierta sombra del parasol sólo dejaba de hablar para tomar con dedos largos y finos una sardina recién salida del espeto. Por encima de la mesa, y a pocos metros, las olas siempre cansadas del Mediterráneo se arrastraban por la arena. Terminó vorazmente la última sardina de su plato, bebió larga y ansiosamente sangría fresca y suspiro saciada. La amiga que la acompañaba todas las mañanas al rito playero apoyó la barbilla sobre sus puños y esperó que siguiera contando.

Anna se recreó en una sonrisa escapada de algún recuerdo y pasándose teatralmente la servilleta por sus labios pulposos cruzó las piernas a la oriental, una vieja manía de la infancia. Los ojos verdes que le comían una cara de casi virgen renacentista chisporrotearon cuando decidió continuar su relato.

— Cuando mi papá murió (eso de fallecido es muy cursi) yo tenía seis años. Ya puedes imaginarte en qué estado se encontraba mi madre, que además no sabía cómo hacerme comprender que no volvería a ver más al único amor que tenía desde que nací. Pasaron los días y yo trataba de entender cómo mi papá, que tanto me quería, se atrevía (sí, creo que fue exactamente eso lo que pensé), a condenarme a la soledad. Una tarde en que mis lágrimas caían silenciosamente en el chocolate de la merienda, mi madre me explicó de pronto que mi papá estaba en el cielo, un lugar del que alguna vez yo oí hablar pero sin tener ninguna idea clara de lo que podía ser.

— ¿Y eso está muy lejos ?

— Verás, Anna, el cielo está allí arriba, bueno, muy lejos, en medio de esas estrellas que tanto te gusta mirar… Como era muy bueno, a tu papá Dios se lo llevó con él. A ese lugar también le llaman el paraíso. El nos ve y desde allí nos protege.

— Entonces, ¿podemos ir a visitarlo ? ¿Cuándo vamos ? ¿Por qué no me lo dijiste antes ?

— El caso es que es muy difícil, bueno imposible, llegar allí.

— ¿No puedo llamarle por teléfono ? ¿Tienes su número ?

— …Verás, no sé, bueno para de llorar, cariño, voy a tratar de encontrarlo…

Unos minutos después, mi madre volvió al comedor con una sonrisa triunfante :

— Mira, aquí lo tengo, te lo he apuntado, pero como el cielo está tan lejos no puedes llamarle hasta esta noche…

Anna dejó vagar los ojos por las mesas que otros turistas ocupaban a su alrededor. Los fijó fugazmente en un tipo de pelo corto y rostro muy moreno. A través de las gafas de miope vio unos ojos que le dijeron algo. No tuvo tiempo de proseguir su investigación porque su amiga reclamaba nuevamente su atención.

— Aquella noche, hacia las nueve, esperé a que mi madre saliese del salón y marqué el número de teléfono que llevaba en el trozo de papel. El teléfono al que llamaba se descolgó casi en el mismo momento en que yo marcaba el número : Oiga, ¿es ahí el cielo ? Y rápidamente agregué :

Mire usted, señor, mi papá ha muerto hace poco y hoy mi mamá me ha dicho que está en el cielo. Querría hablar con él porque le echo mucho de menos. Mi mamá también está muy triste y a veces la veo llorar.

Creo que nunca olvidaré la voz que consoló mi desasosiego. Era templada y firme, daba confianza :

— Mira, hija, tu papá no puede ponerse en este momento pero sé que estará encantado de que le hayas llamado.

— ¿Cómo está mi papá ?

— Muy bien, hace un rato estuvimos charlando y me habló de su hija, que debes de ser tú, ¿no ? Tú no le digas nada porque podría pensar que soy un cotilla, pero me contó que te quiere mucho y que te añora un montón. Estoy seguro de que cualquier día de estos va a visitarte. Aunque ten en cuenta que aquí en el cielo son muy estrictos y no nos dejan salir así como así.

— ¿Pero sabe usted si piensa en mi ?

— … Claro que piensa en ti. Me dijo que eras muy guapa aunque un poquillo travesilla…

— Bueno, sí, a veces no hago caso de lo que me dicen y además me paso mucho rato viendo la tele.

— Pese a todo eso, él te quiere mucho…

La conversación terminó cuando aquella voz que para mí venía del cielo prometió que papá me llamaría…

La amiga estaba encantada con aquella historia tan enternecedora.

— ¿Nunca supiste quién te contestó en el cielo ?

Anna soltó una sonrisa con algo de nostalgia.

— Nunca. Cuando pude haber averiguado algo ya era mayor, el número de teléfono se me había olvidado y el tiempo me había calmado las ganas de desesperarme.

La amiga se ensimismó en la contemplación de las olas.

El hombre de las gafas se había acercado a la mesa en compañía de un mozalbete mucho más joven, quien se dirigió a ellas con una sonrisa de triunfador de playas :

— Perdonen, queríamos tomar una sangría pero no conocemos este chiringuito y como vemos que ustedes la tienen en la mesa, se nos ocurrió preguntarles…

— Está suntuosamente rica – se apresuró a decir la amiga mientras con un gesto de sus brazos les invitaba a sentarse.

Gestos y camarero hicieron que en pocos segundos aparecieran dos enormes jarras de espeso color rojo.

Al cabo de un rato, el gafitas dijo algo. Anna, que se había mantenido en una zona neutra delimitada por las sardinas y la sangría, se mordió unos dientes blancos y afilados e imperceptiblemente hizo un gesto a su amiga.

Un montón de años después, acababa de reconocer la voz del cielo, pero ahora ya era mayorcita para saber que la esperanza no puede dejarse escapar.

Para ser un adjunto del cielo, el tipo no estaba nada mal pese a sus añitos. Anna se encajó las gafas del sol – gesto que en ella anunciaba una decisión irrevocable-y se prometió que estaba vez no se dejaría embaucar con promesas y que nunca más le colgarían el teléfono de la ilusión.

Nunca supo que la voz que acababa de reconocer como la del cielo pertenecía al señor que veinte años atrás, bailaba con su madre " Moon River" en guateques que todas las semanas se celebraban cerca de la Place de la République, en París.

Luego, ella, Patricia, se marchó a Nueva York.


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