Colaboración: Ojos de mujer

por © NOTICINE.com
Jennifer Connelly
Por Sergio Berrocal  

De noche, todas las calles de todas las ciudades, las modernas y las antiguas, bellas y estrambóticas, las conocidas y las que ni siquiera tiene guía. Cuando cierra la noche, cuando se va el sol, todas las calles son el fin de la vida, el comienzo de la nada. Entonces te refugias en un bar y buscas los ojos de la primera mujer que te encuentras. Solo escapas a la maldición del vacío si eres capaz de captar la mirada de una mujer, por indiferente que pueda ser.

Son miradas que paralizan y querríamos estar paralizados toda la vida. Ojos que aunque sean diminutos siempre aparecen inmersos en infinitos tonos que a veces parecen verdes aunque casi nunca lo sean.

Hablan esos ojos pausadamente para que se entienda el mensaje de posesión ineludible. A veces, caen partículas de destino y lo cambia todo.

El escritor Emile Zola, burgués parisiense y padre del naturalismo más realista, ya en el siglo XIX se tropezó con una auténtica mujer fatal cuando escribía "Au bonheur des dames", obra dedicada a hurgar en la próspera alta sociedad parisiense dentro de unos grandes almacenes que su creador, Monsieur Mouret, quería convertir en un templo a la mujer, para poder dominarla mejor, explotando sus caprichos y sus deseos.

Quería apoderarse del alma de la mujer, la mujer de la alta burguesía, la mujer a priori inaccesible.

Mouret no tenía más que esa pasión, vencer a las mujeres. Quería que fuesen reinas de sus casas y él les había erigido un templo (el impresionante almacén Au bonheur des dames) para tenerlas en sus manos. Era una pasión de dominación total, soñaba con hacerlas que dependiesen de los mil caprichos que él les ofrecía como en una feria de engañifas. Todo más lujoso y barato que en ningún sitio.

Las mujeres terminarían por comer en su mano.

Mouret, multimillonario llegado a lo más alto desde una sencilla tienda del barrio que él ahora arruinaba con su templo y donde mal que bien había aprendido el oficio de dependiente.

Zola fue el gran confesor de la Francia del siglo XIX a la que retrató en libros que provocaron más de un escándalo. "Au bonheur des dames" fue uno de ellos, que también ha sonado en las televisiones del siglo XXI en una adaptación inglesa descafeinada.Y en otras películas. Pero qué más da.

Zola pasó su vida de escritor levantando faldas de seda roja y retirando chales de cachemira de la más exquisita hechura para llegar al fondo de la condición femenina, en un frufrú de bragas de Oriente

Escandalizó como podría hacerlo un forense que dijese verdades.

Mouret es el prototipo del hombre enamorado del amor y que se topa con una mujer fatal escondida en el severo uniforme de vendedora de su enorme trampa para mujeres. Lo que él ignoraba es que una mujer fatal no tiene por qué jugar de caderas, ni siquiera de pechos insolentes escapados de una blusa. Y la mujer que le va a dominar definitivamente, con la rendición suprema del matrimonio como condición sine qua non, castigo a que le condena Zola, es una humilde vendedora, Denise, que no tiene más fortuna que su larga cabellera dorada.

Madame Bovary no habría podido caer en la trampa de "Au bonheur des dames". Seguía viviendo en un apartado rincón del mundo de Francia, en una Normandía que chorreaba aburrimiento infinito y embriagador para una mujer con pretensiones de dama parisiense y que amanecía todos los días al lado de un medicucho (un "officier de santé") que no le daba más que eyaculaciones mediocres en medio de gente todavía menos interesante. Porque ella, Madame Bovary, se creía esencia de mujer hasta que un día clavó sus ojos chuchurridos de aburrimiento en un noble de medio pelo que andaba tan aburrido como ella y entonces decidió ser su amante. Todavía no sabía que sería la mujer fatal del hombre que menos la gozaba, el pobre Dr. Bovary, que ve con el terror de todo se acabó cómo Emma, su esposa, su queridísima esposa, su Madame Bovary, se envenena con cianuro en medio de espantosa agonía para escapar a sus acreedores y quizá también al amante con título.

Katy, la otra mujer de nuestro cuento-crónica, no piensa en el arsénico. Probablemente no piensa aunque está tan perdida como la Bovary. Y aunque la encarna Jennifer Connelly, la mujer que todo hombre querría poseer aunque fuese de boquita para fuera, aunque no te mirase siquiera a los ojos, aunque te despreciara, es una muchacha tan perdida como la otra.

Habla, se mueve en la película "Casa de arena y niebla". Es quizá una mujer demasiado joven para haber vivido. No tiene más que un amigo drogadicto, que se le va de la noche a la mañana, y, sobre todo, una pequeña casa de madera plantada entre niebla y arenas. En esas cuatro paredes se siente protegida. Hasta que un burócrata comete un error, la desahucia y vende la casa a un antiguo coronel del Irán del Sha, establecido con su esposa e hijo en Estados Unidos. No sabe qué hacer hasta que se tropieza con un policía como a menudo lo describen las novelas de la serie negra norteamericanas. Un tipo con pistola y uniforme pero sin vocación, incapaz de aceptar seguir adelante con una esposa que le deja insatisfecho y unos hijos que ni siquiera saben por qué los trajeron al mundo. Katy le deslumbra. Probablemente es la mujer-niña que ha esperado toda su vida y decide ayudarla.

Ella se deja amar sin demasiado gozo, justo el que necesita el poli truhán por pasión, y sin entregarse totalmente. El deslumbramiento después de esa noche es todavía más intenso. Y en medio de tinieblas sin vida se encadenan hechos que al cabo de muy poco van a constituir una tragedia espantosa.

Katy atraviesa los horrores que se van acumulando como una sonámbula. Sigue siendo la niña-mujer pero lo que todavía no ha descubierto es que será la mujer fatal absoluta.

Y, sin embargo, bastaría con que la magia del cine hubiese traído a nuestra época a Monsieur Mouret, dueño y señor de "Au bonheur des dames", para que Katy hubiese escapado a su terrible destino. Porque Mouret se hubiese enamorado de ella y la habría cubierto de dólares no devaluados. Con lo cual, el cuento habría terminado con perdices para dos en Tiffany, y a lo mejor hasta con algunos diamantes con dos o tres croisants au beurre.

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