Colaboración: Frank Sinatra, como de costumbre…
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Por Sergio Berrocal
Nunca fue el primero de su clase y probablemente tampoco fue el mejor hombre del mundo. Estaba plagado de defectos, de ansias, ambiciones y algunos inconfesables deseos. Era un hombre normalito por mucho que se le consagren una y otra biografía y todo un anaquel de estupideces escritas. Porque eso de las biografías, de la realidad de la vida de la gente es la mayor parte de las veces, y la otra también, puto engaño codicioso y comercial. Se endiosa o se disfraza de diablo a la gente según lo que convenga. Porque esa es la ley de la jungla en la que vivió Frank Sinatra, en la que triunfó Frank Sinatra, en la que murió Frank Sinatra que ahora, por lo visto, podía cumplir cien años, como cualquier mamá de Carlos Saura. Pero no los cumplió porque se murió. Y cuando uno se muere me dicen que ya no hay marcha atrás.
Tampoco es que el hombre tuviera madera de santo como para que vayamos a buscarlo a una de esas iglesias de Salvador de Bahía con angelitos negros.
Con su compatriota Ernesto Hemingway, en cuyo camino una bala de rifle malo se interpuso para que nunca fuese centenario, comparte el panteón de las leyendas de Estados Unidos.
Pero los ídolos tienen que morir para ser más grandes.
Y Frank Sinatra, nacido en Hobooken un 12 de diciembre de hace un siglo, y granujilla desde la cuna, tuvo siempre madera de ídolo, arcilla de la que se hacen los grandes hombres. Y Estados Unidos es un país donde les gusta adorar a los vivos.
Francis Albert Sinatra era cantante, eso presumo que ya lo saben. Pero no un cantante cualquiera. No tuvo una educación musical clásica, como tampoco tuvo un recorrido académico de esos que les gustan a los norteamericanos y que siempre termina en alguna universidad por desconocida y anónima que sea.
Sinatra debió de saber inmediatamente, cinco o seis días tendría cuando su voz enamoró a su mamá y a un primo de Kentucky, que lo suyo era cantar. Pero no como los otros cantantes que sonaban en la radio que todas las noches escuchaba su santa madre en espera que el papá, tabernero, regresarse de entre los barriles.
La infancia del muchacho no fue precisamente ejemplar. Cuentan que la adorada mamá redondeaba los fines de mes dedicándose a hacer algún abortillo que le salía –hay que ayudar, Francis Albert—mientras el padre Dios sabe la vida que llevaba.
Uno se muere de risa cuando te cuentan que el marco en el que un niño crece y se desarrolla es importantísimo de la muerte para su futuro.
Serás lo que veas, y un jamón con chorreras.
Es un cuento judeo-cristiano que todos conocemos.
Ernesto Hemingway vivió una vida pasablemente jodida puesto que su papá, al que quizá adoraba o tal vez despreciaba, se pegó un tiro en la cabeza cuando él ya empezaba a meterse por el rollo de aprendiz periodista.
Sinatra veía a su papá rodeado de botellas de burbon y de esas fulanas que siempre acuden a las barras de los bares norteamericanos –a menos eso nos han contado en las películas—y a su madre que hacía unas cosillas que las vecinas le afeaban.
Injusticias de la vida. Hoy habríamos dicho que la mujer mataba fetos indeseados por ayudar a las mujeres ya que en aquellos tiempos el aborto no era de lo más bonito que contemplaba un país que ya se preparaba para ser el amo del mundo.
Francis Albert Sinatra se dio cuenta una mañana que con sus ojos de siciliano de segunda generación, enamoradizo y obsceno, miraba a una muchacha de su clase. Se dio cuenta que lo suyo era enamorar cantando.
Con el tiempo, las canciones que fue acumulando en su voz aquel muchacho delgaducho, y siempre delgado fue, rompieron moldes.
Estados Unidos y el mundo despertaron una mañana de abril lleno de jacarandas con una Voz, la Voz le llamaron, que atravesaba océanos y montañas para llevar a todos los rincones del mundo, en inglés de Hobooken, el amor, la paz y la tranquilidad.
Nadie ha habido como él. Como el flacucho que también supo rodearse con Count Basie, Nelson Ridler, Cole Porter y todo lo mejorcito que existía en el horizonte musical popular norteamericano.
No, lo siento, no les puedo decir en qué se diferenciaba la voz de Sinatra de las otras voces que los disqueros trataban de imponernos igualmente. Bing Crosby, Dean Martin y una enredadera de gente preparada y con ganas.
Frank Sinatra tenía la gracia, que probablemente ni siquiera fuese el talento adquirido con el trabajo, con el esfuerzo, de ser único. Su voz es esa voz que usted distingue entre mil.
Con motivo de esos cien años sin cumplir, abundan los libros que pretenden contar su vida, la vida del genio, la vida del Rafael de la música popular.
Y esos malditos libros, en su mayoría escritos por periodistas de la vagina inciden en que Frank Sinatra tuvo a las más bellas y deseables mujeres del mundo, desde la experimentada Ava Gardner, flor de canela, hasta Mia Farrow, a la que encontró casi en la cuna y quizá moralmente virgen, porque en los tiempos modernos, que no son los del esaborío de Chaplin, legiones de mujeres consideran que la virginidad es casi un sin sentido.
Creo, leo, que también estuvo liado con Marilyn Monroe, la mismísima que fue medio esclava sexual, cuentan, del presidente John Fitzgerald Kennedy, otra buena pieza de la leyenda americana.
Pero, ustedes perdonen, vaginales gacetilleros, ¿a mí que diablos me importan todos esos dimes y diretes? ¿A quién se le ocurre enterarse de las queridas o queridos que tuvo Rafael durante su vida de genio?
Si te extasías con los frescos de la Capilla Sixtina no se te ocurre preguntar cuántos muchachitos se llevaba al huerto Miguel Angel entre brochazo y brochazo.
Pasé mi juventud escuchando a Frank Sinatra. Llegué a la edad de razón escuchando a Frank Sinatra y ahora, ya en el último tramo, el puñetero italo-norteamericano me sigue poniendo la carne de gallina y puedo hasta llorar.
Cuando yo era un mozalbete en el París de los años sesenta (1960), un aprendiz de periodista voraz y ambicioso, Sinatra era nuestro amigo. Porque cuando nos sacaba a bailar las muchachas se rendían sin combate.
Muchos años después, ya casado, con hijos y una carrera bastante apañada, los primeros sones de cualquier música de Sinatra hacían que las mujeres sonrieran, quizá por primera vez en la noche, y te llevaran a la pista de baile con opción a la eternidad.
“De aquí a la eternidad” fue aquella película por la que dicen que Sinatra tuvo que pagar para que le dejasen entrar en el reparto y que fue su consagración como actor extraordinario, fuera de serie.
Frank Sinatra fue intuición pura, sentimientos a flor de piel, te llegaba al alma y allí se quedaba.
Una de sus últimas canciones que todavía me estremecen es “My Way”. Y me pone de parto pese a que sé que Sinatra la tomó de un cantante francés mucho menos conocido pero muy amado por todos nosotros, gente de su generación, Claude François, que la compuso, la editó, la cantó y también subió a los cielos con el título de “Comme d’habitude”.
Y como de costumbre, Sinatra cantó y cantó, con las pellas de kilos de más mucho, con el peluquín y con la chaqueta bien ajustadita para disimular.
Y a nosotros, la gente que él ayudó a criar sentimentalmente y hasta humanamente, no nos queda más que levantar los ojos al cielo y decir: “Gracias, Maestro, gracias”.
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Nunca fue el primero de su clase y probablemente tampoco fue el mejor hombre del mundo. Estaba plagado de defectos, de ansias, ambiciones y algunos inconfesables deseos. Era un hombre normalito por mucho que se le consagren una y otra biografía y todo un anaquel de estupideces escritas. Porque eso de las biografías, de la realidad de la vida de la gente es la mayor parte de las veces, y la otra también, puto engaño codicioso y comercial. Se endiosa o se disfraza de diablo a la gente según lo que convenga. Porque esa es la ley de la jungla en la que vivió Frank Sinatra, en la que triunfó Frank Sinatra, en la que murió Frank Sinatra que ahora, por lo visto, podía cumplir cien años, como cualquier mamá de Carlos Saura. Pero no los cumplió porque se murió. Y cuando uno se muere me dicen que ya no hay marcha atrás.
Tampoco es que el hombre tuviera madera de santo como para que vayamos a buscarlo a una de esas iglesias de Salvador de Bahía con angelitos negros.
Con su compatriota Ernesto Hemingway, en cuyo camino una bala de rifle malo se interpuso para que nunca fuese centenario, comparte el panteón de las leyendas de Estados Unidos.
Pero los ídolos tienen que morir para ser más grandes.
Y Frank Sinatra, nacido en Hobooken un 12 de diciembre de hace un siglo, y granujilla desde la cuna, tuvo siempre madera de ídolo, arcilla de la que se hacen los grandes hombres. Y Estados Unidos es un país donde les gusta adorar a los vivos.
Francis Albert Sinatra era cantante, eso presumo que ya lo saben. Pero no un cantante cualquiera. No tuvo una educación musical clásica, como tampoco tuvo un recorrido académico de esos que les gustan a los norteamericanos y que siempre termina en alguna universidad por desconocida y anónima que sea.
Sinatra debió de saber inmediatamente, cinco o seis días tendría cuando su voz enamoró a su mamá y a un primo de Kentucky, que lo suyo era cantar. Pero no como los otros cantantes que sonaban en la radio que todas las noches escuchaba su santa madre en espera que el papá, tabernero, regresarse de entre los barriles.
La infancia del muchacho no fue precisamente ejemplar. Cuentan que la adorada mamá redondeaba los fines de mes dedicándose a hacer algún abortillo que le salía –hay que ayudar, Francis Albert—mientras el padre Dios sabe la vida que llevaba.
Uno se muere de risa cuando te cuentan que el marco en el que un niño crece y se desarrolla es importantísimo de la muerte para su futuro.
Serás lo que veas, y un jamón con chorreras.
Es un cuento judeo-cristiano que todos conocemos.
Ernesto Hemingway vivió una vida pasablemente jodida puesto que su papá, al que quizá adoraba o tal vez despreciaba, se pegó un tiro en la cabeza cuando él ya empezaba a meterse por el rollo de aprendiz periodista.
Sinatra veía a su papá rodeado de botellas de burbon y de esas fulanas que siempre acuden a las barras de los bares norteamericanos –a menos eso nos han contado en las películas—y a su madre que hacía unas cosillas que las vecinas le afeaban.
Injusticias de la vida. Hoy habríamos dicho que la mujer mataba fetos indeseados por ayudar a las mujeres ya que en aquellos tiempos el aborto no era de lo más bonito que contemplaba un país que ya se preparaba para ser el amo del mundo.
Francis Albert Sinatra se dio cuenta una mañana que con sus ojos de siciliano de segunda generación, enamoradizo y obsceno, miraba a una muchacha de su clase. Se dio cuenta que lo suyo era enamorar cantando.
Con el tiempo, las canciones que fue acumulando en su voz aquel muchacho delgaducho, y siempre delgado fue, rompieron moldes.
Estados Unidos y el mundo despertaron una mañana de abril lleno de jacarandas con una Voz, la Voz le llamaron, que atravesaba océanos y montañas para llevar a todos los rincones del mundo, en inglés de Hobooken, el amor, la paz y la tranquilidad.
Nadie ha habido como él. Como el flacucho que también supo rodearse con Count Basie, Nelson Ridler, Cole Porter y todo lo mejorcito que existía en el horizonte musical popular norteamericano.
No, lo siento, no les puedo decir en qué se diferenciaba la voz de Sinatra de las otras voces que los disqueros trataban de imponernos igualmente. Bing Crosby, Dean Martin y una enredadera de gente preparada y con ganas.
Frank Sinatra tenía la gracia, que probablemente ni siquiera fuese el talento adquirido con el trabajo, con el esfuerzo, de ser único. Su voz es esa voz que usted distingue entre mil.
Con motivo de esos cien años sin cumplir, abundan los libros que pretenden contar su vida, la vida del genio, la vida del Rafael de la música popular.
Y esos malditos libros, en su mayoría escritos por periodistas de la vagina inciden en que Frank Sinatra tuvo a las más bellas y deseables mujeres del mundo, desde la experimentada Ava Gardner, flor de canela, hasta Mia Farrow, a la que encontró casi en la cuna y quizá moralmente virgen, porque en los tiempos modernos, que no son los del esaborío de Chaplin, legiones de mujeres consideran que la virginidad es casi un sin sentido.
Creo, leo, que también estuvo liado con Marilyn Monroe, la mismísima que fue medio esclava sexual, cuentan, del presidente John Fitzgerald Kennedy, otra buena pieza de la leyenda americana.
Pero, ustedes perdonen, vaginales gacetilleros, ¿a mí que diablos me importan todos esos dimes y diretes? ¿A quién se le ocurre enterarse de las queridas o queridos que tuvo Rafael durante su vida de genio?
Si te extasías con los frescos de la Capilla Sixtina no se te ocurre preguntar cuántos muchachitos se llevaba al huerto Miguel Angel entre brochazo y brochazo.
Pasé mi juventud escuchando a Frank Sinatra. Llegué a la edad de razón escuchando a Frank Sinatra y ahora, ya en el último tramo, el puñetero italo-norteamericano me sigue poniendo la carne de gallina y puedo hasta llorar.
Cuando yo era un mozalbete en el París de los años sesenta (1960), un aprendiz de periodista voraz y ambicioso, Sinatra era nuestro amigo. Porque cuando nos sacaba a bailar las muchachas se rendían sin combate.
Muchos años después, ya casado, con hijos y una carrera bastante apañada, los primeros sones de cualquier música de Sinatra hacían que las mujeres sonrieran, quizá por primera vez en la noche, y te llevaran a la pista de baile con opción a la eternidad.
“De aquí a la eternidad” fue aquella película por la que dicen que Sinatra tuvo que pagar para que le dejasen entrar en el reparto y que fue su consagración como actor extraordinario, fuera de serie.
Frank Sinatra fue intuición pura, sentimientos a flor de piel, te llegaba al alma y allí se quedaba.
Una de sus últimas canciones que todavía me estremecen es “My Way”. Y me pone de parto pese a que sé que Sinatra la tomó de un cantante francés mucho menos conocido pero muy amado por todos nosotros, gente de su generación, Claude François, que la compuso, la editó, la cantó y también subió a los cielos con el título de “Comme d’habitude”.
Y como de costumbre, Sinatra cantó y cantó, con las pellas de kilos de más mucho, con el peluquín y con la chaqueta bien ajustadita para disimular.
Y a nosotros, la gente que él ayudó a criar sentimentalmente y hasta humanamente, no nos queda más que levantar los ojos al cielo y decir: “Gracias, Maestro, gracias”.
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