Colaboración: Descascarillado cine

por © NOTICINE.com
Ilustración de la portada de 'La conjura de los necios'
Por Sergio Berrocal *

Te quedas sin adjetivos, palabrotas, enfados, rayos y enanitos enamorados de la princesa, ante tanta falacia que chorrea desde las pantallas de la televisión y desde las sábanas blancas de los cines que todavía sobreviven. La saliva de la desgana se atranca porque de niño me enseñaron que todo el mundo era bueno y generoso. Gracias a las monjas, que me lo recordaban todos los días, sabía que todo el mundo es malo hasta que un juez de instrucción pruebe lo contrario. Mi maravilloso cine se cae a cachos, como la cal agrietada y seca de cualquier pueblo andaluz que tan lejos está de la Andalucía que conocí hace infinitos años por la gracia de Dios y de San Pancracio, el fundador de las misiones afganas cristianas en el extrarradio.

Me fastidia, me aburre y me ensombrece todo y cada uno de los dioses que adoré. Hasta en la literatura, que siempre es menos indecente.

Milan Kundera me decepciona veinte años después. ¿Qué me importa a mí que uno de sus personajes, un tal Alain “medite sobre el ombligo”?

John Kennedy Toole nada tuvo que ver con el otro Kennedy, el de la Jacqueline, que engañó mi vida haciéndome creer que era un guapo inteligente, un héroe de la humanidad.

Ese otro Kennedy del que hablo, sabía leer y escribir de corrido, inventó un maravilloso personaje, Ignatius J. Reilly, que describe con una eterna gorra de cazador verde que “apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso”.

El libro, se lo imaginan los más listos, es “La conjura de los necios”, publicado de un tiro en 1969.

Desesperado porque ningún editor quería ni siquiera leer su manuscrito, Kennedy se voló la cabeza sin más ceremonia ni llanto. Era un hombre de decisiones rápidas.

Pero tenía una madre corajuda, de esas a las que no echan patrás ni el olor de la pólvora recién untada en la cabeza de su hijo. Su perseverancia persiguiendo editores como si fueran patos del Mississipi, hizo que la novela fuese publicada, aunque bastante después del entierro.

Y probablemente por el tiro, por el remordimiento de conciencia, que es una manera barata de pagar la monstruosidad de un homicidio por imprudencia, de un suicidio por negligencia, “La conjura de los necios” se alzó con el máximo galardón literario de Estados Unidos, el Pulitzer.

Desde que lo leí, hace años de aquellos cuando yo creía en las hadas madrina y en los enanitos del bosque, releo el libro cada vez que me tropiezo con él. Y con Snoopy, Ignacio, el ridículo gordinflón, se ha convertido en mi otro héroe virtual.

Pero ya verán lo desesperado que estoy que les hablo de libros, como si yo no supiese que la mayoría de ustedes no leen más que los best-seller y en verano con arena artificial de cualquier mugrienta playa.

Y si por casualidad divina, los ángeles hacen milagros, créanlos, adoradores del ombligo con mermelada, han leído “La conjura de los necios”, vuelvan a acurrucarse en sus sábanas como si fuesen a encontrar entre ellas al hombre o a la mujer de sus vidas.

Hubo o ha habido un proyecto para evitarles la lectura. Un tal James Bobin iba a hacer una adaptación cinematográfica con un cómico extremadamente popular en Estados Unidos, Zach Gilipianakis (o Galifianakis). Pero no estoy seguro de que llegue a existir. Así que léanse ese libro que probablemente nunca se habrán divertido tanto.

El gordo y destartalado Ignacio es además de todo un tío muy culto que se pasea por Nueva Orleans –yo creía que en ese museo viviente del jazz no hacían críos—tratando de arreglar el mundo, como un Quijote perdido en otra dimensión.

Es catastrófico como somos todos los que pensamos que el mundo es bueno. Genial en sus meteduras de pata que no son más que agujeros que Stephen Hawking hubiera podido hacer en cualquier lugar de ese universo que sólo él conoce.

Lo más agradable es que gana al final de un insensato correr por un mundo que ni se pueden imaginar. Antes de que cierre usted el libro, suponiendo que lo haya abierto, Ignacio el gordo se escapara de la vida que no le conviene en un Renault decadente chupando la cola de caballo de Myrna, el amor de su vida, aunque él no lo sepa en ese momento.

Cuanta falta haría este maldito gordo en el mundo que me rodea.

Ese cine de mis entretelas al que ya no veo más que por televisión porque las nuevas películas me producen arcadas de embarazada, se sigue desmoronando.

Todo el mundo dice que es una maravilla. Los norteamericanos principalmente que siguen engañando a los espectadores vendiéndoles propaganda patriótica como si fueran películas de acción.

Cuando alguien levanta la voz y acusa a algunos guapos de hacer patrioterismo barato pero muy bien pagado, los acusados, se ríen y cuentan los millones que los amables espectadores meten en sus cuentas bancarias vía las taquillas.

Y el cine, este cine que ya no respeta ningún principio de quienes lo inventaron, se refleja en los bandidos que corren en Ferrari por la vasta pantalla del mundo despojando a los pobres para darles más euros, más dólares, a los malos malísimos de la muerte. Y todos tan contentos.

Cine de rebajas. Diez grandes premios para una película, como si alguien fuese capaz de reunir tanto talento. Otros tantos o casi para otra. Inflación de talentos.

“Es que son muy taquilleras”, justifica el tonto útil del periódico. Mentira. La publicidad gigantesca que radios, periódicos y televisiones lanzan sobre producciones en las que están interesados provoca el fenómeno borreguil. Hay que verla, porque lo ha dicho la tele.

Y el film bate records de taquilla. Lamentable.

¡¡Ignacio, porfa, toma un avión en tu Nueva Orleans castiza y ven a echarnos una mano!!

(*): Sergio Berrocal sigue siendo crítico de cine desde los años sesenta).

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