Colaboración: Paul Newman, el apache y el escritor
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Por Sergio Berrocal
En el muelle olía a yodo fuerte y a madera noble. Del yate de vieja leyenda de gente mala y damas a punto de olvidar sus miriñaques ante el asalto del guapo de turno de la Metro del león o de la discreta Fox. Desde el fondo del barco anclado entre lanchas rápidas de contrabandista que lo fueron y que ahora yacían agujereadas por las aduanas, salía una música que había acompañado a Marcello Mastroianni en una playa llena de turistas griegos.
Con la sonrisa de vendedor ambulante consciente de que la gente compra cuando se sabe insistir, el cubano Pérez Prado había soltado una vez más a Patricia, que olía a mambo y a sábanas mojadas.
La música llegaba apagada hasta cubierta en una escena en la que Mastroianni de gafas negras y rostro amargado por su papel se paseaba por una vita dolce en una Roma de blanco y negro.
Patricia, la Patricia, sí, hombre, ya sabes, la actriz, Patricia Wymore, que estaba sentada al otro lado de una mesa de espléndido cedro mojado por la humedad, ya no bailaba el mambo.
Llevaba el drama en los ojos. Atenta únicamente a las incoherencias que yo le decía, como si soltara profecías ineludibles.
Patricia, aquella Patricia, me miraba como si, de pronto, hubiese decidido contarme algún secreto inconfesable.
Su esposo, el propietario de aquel yate de ensueño, descansaba en un hospital de la ciudad, ah, olvidaba decirles que este cuento se contaba en Tánger, ciudad internacional con espías y pelagatos de todo tipo, color y raza. Era Errol Flynn.
Pero yo quería ver a Paul Newman, que no estaba allí aquella noche. Seguro que andaba con la portorriqueña graciosa (Kathleen Beller) que le había acompañado en "Fort Apache, The Bronx", película de 1981 filmada por Daniel Petrie.
No sé, porque se llega un momento en que uno no sabe nada de nada y cuanto más quiere empeñarse en saber más se borra la memoria. Y yo ya sé poco de cine. Lo que era bueno hoy es malo y los genios borrachos de dólares baratos ganados en la bolsa de la imbecilidad de Hollywood se reirían de mis querencias en cine.
Adoré a esa pareja en aquella película tan inusual. Nunca olvidaré la escena en la que Newman descubre que la enfermera portorriqueña por la que bebe los vientos, se droga, que es una cliente de la heroína, ese horror que tanto ha matado y que tanto matará en los próximos quinientos años. En segundos, por sus ojos pasa toda la caridad, toda la impotencia.
Con el vicio de la escritura tienes más posibilidades que con la heroína. La escritura te abandona, poquito a poco, cuando menos te lo imaginas, cuanto más piensas que los nórdicos se equivocaron a no darte el Nobel de Literatura.
Se te van cayendo las escamas que hay que tener en los ojos para no darse cuenta que escribir es una siniestra estupidez.
Aunque un día le hayas contestado a una bestia parda con tarjeta del Corte Inglés que si escribes es porque "trato de ser menos bestia que tú".
Pero no es así, amigo escritor, cuentista, periodista, cronista o como quiera que te apellides.
Escribes porque no sabes hacer otra cosa. Y porque sabes que el día que no escribas te encontrarás tan mal como ese analfabeto de metro sesenta y uno de estatura de suficiencia analfabética.
No sabrás hacer nada más. Estarás acabado y entonces te preguntarás que por qué has dejado de escribir.
"Ando con un proyecto de guión que me han encargado, chico, es que…"
Contestarás como escribías, mintiendo de vez en cuando.
Allá en el cementerio donde todavía respetarán a Paul Newman por los grandes momentos que nos dio con sus interpretaciones pulidas a mano, nadie te reconocerá.
Porque no has dado nada. Toda esa escritura tuya que casi nadie leyó aunque figure en muchas bibliotecas no te sirve de tarjeta de visita.
Newman emocionaba, la portorriqueña te daban ganas de ser bueno y de amarla aunque fuese desde la butaca.
¿Cuánta gente ha vibrado con tus palabras? Pocas, poquitas. Y no era totalmente culpa tuya. La gente apenas lee y cuando lo hace, en la mayoría de los casos lo hace en diagonal, es decir saltándose páginas o mirando el final.
Has emocionado a poca gente y ya te ha olvidado.
El cine es otra cosa. Todo el mundo reconoce hasta al peor actor porque los ve, los oye e incluso podría tocarlos sino les diesen repelos.
Pero lo que a ti te pasa, dijo Patricia desde el muelle que seguía oliendo a puñetero yodo marino, de la mar, de los mares, de la Iliada, de Penélope, no hombre, no sea bestia, no le hablo de la actriz, sino de aquella bendita esposa de Ulises que tejía y tejía en ausencia de su esposo para no tener que encamarse con uno de sus poderosos enemigos. O amigos, que todos son iguales.
Mira, tío, ni siquiera has escrito la Iliada, y es posible que ni la hayas leído.
Sigue maravillándote con Newman en ese Fort Apache de vidas rotas y de vidas que no tardarán en romperse.
Sueña que la muchachita enfermera, sí, ya sabes, la portorriqueña, que sí, eso, Kathleen Beller, te ha hecho un guiño desde la pantalla y que le ha dado al acomodador del cine una nota en la que promete esperarte a la salida.
Eso es soñar, no lo que tú escribes, payaso.
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En el muelle olía a yodo fuerte y a madera noble. Del yate de vieja leyenda de gente mala y damas a punto de olvidar sus miriñaques ante el asalto del guapo de turno de la Metro del león o de la discreta Fox. Desde el fondo del barco anclado entre lanchas rápidas de contrabandista que lo fueron y que ahora yacían agujereadas por las aduanas, salía una música que había acompañado a Marcello Mastroianni en una playa llena de turistas griegos.
Con la sonrisa de vendedor ambulante consciente de que la gente compra cuando se sabe insistir, el cubano Pérez Prado había soltado una vez más a Patricia, que olía a mambo y a sábanas mojadas.
La música llegaba apagada hasta cubierta en una escena en la que Mastroianni de gafas negras y rostro amargado por su papel se paseaba por una vita dolce en una Roma de blanco y negro.
Patricia, la Patricia, sí, hombre, ya sabes, la actriz, Patricia Wymore, que estaba sentada al otro lado de una mesa de espléndido cedro mojado por la humedad, ya no bailaba el mambo.
Llevaba el drama en los ojos. Atenta únicamente a las incoherencias que yo le decía, como si soltara profecías ineludibles.
Patricia, aquella Patricia, me miraba como si, de pronto, hubiese decidido contarme algún secreto inconfesable.
Su esposo, el propietario de aquel yate de ensueño, descansaba en un hospital de la ciudad, ah, olvidaba decirles que este cuento se contaba en Tánger, ciudad internacional con espías y pelagatos de todo tipo, color y raza. Era Errol Flynn.
Pero yo quería ver a Paul Newman, que no estaba allí aquella noche. Seguro que andaba con la portorriqueña graciosa (Kathleen Beller) que le había acompañado en "Fort Apache, The Bronx", película de 1981 filmada por Daniel Petrie.
No sé, porque se llega un momento en que uno no sabe nada de nada y cuanto más quiere empeñarse en saber más se borra la memoria. Y yo ya sé poco de cine. Lo que era bueno hoy es malo y los genios borrachos de dólares baratos ganados en la bolsa de la imbecilidad de Hollywood se reirían de mis querencias en cine.
Adoré a esa pareja en aquella película tan inusual. Nunca olvidaré la escena en la que Newman descubre que la enfermera portorriqueña por la que bebe los vientos, se droga, que es una cliente de la heroína, ese horror que tanto ha matado y que tanto matará en los próximos quinientos años. En segundos, por sus ojos pasa toda la caridad, toda la impotencia.
Con el vicio de la escritura tienes más posibilidades que con la heroína. La escritura te abandona, poquito a poco, cuando menos te lo imaginas, cuanto más piensas que los nórdicos se equivocaron a no darte el Nobel de Literatura.
Se te van cayendo las escamas que hay que tener en los ojos para no darse cuenta que escribir es una siniestra estupidez.
Aunque un día le hayas contestado a una bestia parda con tarjeta del Corte Inglés que si escribes es porque "trato de ser menos bestia que tú".
Pero no es así, amigo escritor, cuentista, periodista, cronista o como quiera que te apellides.
Escribes porque no sabes hacer otra cosa. Y porque sabes que el día que no escribas te encontrarás tan mal como ese analfabeto de metro sesenta y uno de estatura de suficiencia analfabética.
No sabrás hacer nada más. Estarás acabado y entonces te preguntarás que por qué has dejado de escribir.
"Ando con un proyecto de guión que me han encargado, chico, es que…"
Contestarás como escribías, mintiendo de vez en cuando.
Allá en el cementerio donde todavía respetarán a Paul Newman por los grandes momentos que nos dio con sus interpretaciones pulidas a mano, nadie te reconocerá.
Porque no has dado nada. Toda esa escritura tuya que casi nadie leyó aunque figure en muchas bibliotecas no te sirve de tarjeta de visita.
Newman emocionaba, la portorriqueña te daban ganas de ser bueno y de amarla aunque fuese desde la butaca.
¿Cuánta gente ha vibrado con tus palabras? Pocas, poquitas. Y no era totalmente culpa tuya. La gente apenas lee y cuando lo hace, en la mayoría de los casos lo hace en diagonal, es decir saltándose páginas o mirando el final.
Has emocionado a poca gente y ya te ha olvidado.
El cine es otra cosa. Todo el mundo reconoce hasta al peor actor porque los ve, los oye e incluso podría tocarlos sino les diesen repelos.
Pero lo que a ti te pasa, dijo Patricia desde el muelle que seguía oliendo a puñetero yodo marino, de la mar, de los mares, de la Iliada, de Penélope, no hombre, no sea bestia, no le hablo de la actriz, sino de aquella bendita esposa de Ulises que tejía y tejía en ausencia de su esposo para no tener que encamarse con uno de sus poderosos enemigos. O amigos, que todos son iguales.
Mira, tío, ni siquiera has escrito la Iliada, y es posible que ni la hayas leído.
Sigue maravillándote con Newman en ese Fort Apache de vidas rotas y de vidas que no tardarán en romperse.
Sueña que la muchachita enfermera, sí, ya sabes, la portorriqueña, que sí, eso, Kathleen Beller, te ha hecho un guiño desde la pantalla y que le ha dado al acomodador del cine una nota en la que promete esperarte a la salida.
Eso es soñar, no lo que tú escribes, payaso.
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