Colaboración: La zafra de la mentira
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Mentiras que cuenta el cine. Mentiras que durante toda la vida repetimos como un credo. Desde que empezó en 1895 con unas inocentes obreras que salían de la fábrica que los hermanos Lumière, empresarios de material fotográfico, un primer paso para la engañifa, el cine ha moldeado generaciones enteras de cinéfilos dispuestos a aceptar todas las falsedades. Todas las falsedades en nombre de nuestro dios Cine. Los norteamericanos ganaron sus guerras dos veces, en el terreno y en las pantallas. Sobre la II Guerra Mundial (1939-1945) contaron todas las mentiras que quisieron a un público europeo especialmente sensible a la no verdad.
Nos gusta que nos engañen, que nos tomen por inocentes que no fueron más que van a la escuela de las salas oscuras donde los maestros eran los amos del celuloide que desfilaba contando lo que querían, hasta la saciedad.
"Casablanca", el film más propagandístico del mundo y el más falso.
A los alemanes les hubiese encantado hacer igual, pero no les dio tiempo de ilustrar a los caballeros de Hollywood porque sus generales tuvieron la mala idea de perder la guerra.
Miente, miente, que siempre queda algo, repetía con delectación Joseph Goebbels, el amo de la propaganda cuando Adolfo Hitler encandilaba a las muchedumbres en una Alemania a media luz donde nació uno de los raros gritos contra la estupidez, "M. el maldito", del camarada Fritz Lang.
Los muertos han sido celebrados en los cementerios, este año con el calor de un verano que no acaba.
Les da igual a los muertos.
Muere la verdad, la patean.
En La Habana hay un cementerio espectacular, de ópera, que me recuerda mucho al de Montparnasse en París.
Monumentos a la muerte de los que siempre he huido.
De una de las tumbas se escapa la voz recia y sarcástica de un gran personaje del siglo XX en el mundo del periodismo cubano, ese mundo aparte, oscuro y difícil de penetrar, donde la mentira es cinematográfica, la de Alfredo Muñoz Unsain, Chango:
"Entre 1959 y 1963 dirigí la oficina de Prensa Latina (agencia de prensa oficial cubana) en Montevideo… Al llegar a La Habana en 1963 me echaron de Prensa Latina (de la que fue uno de los fundadores) y me depositaron en la emisora estatal de onda corta, Radio Habana Cuba. Otra patada en el trasero me posó en el Noticiero Nacional de Televisión, donde recibí una tercera: me declararon excedente y me mandaron a hacer cola en la bolsa laboral del Ministerio del Trabajo. Allí la oferta fue pasar un curso de obrero montador industrial en la provincia de Cienfuegos, al centro de la isla".
Chango murió hace cosa de cuatro años en La Habana que tanto amó toda su vida y pese a su argentinidad. Murió solo, pobre y pateado por algunos íntimos.
Contó cosas muy sabrosas en un libro titulado "Cuba, sociedad anónima", de donde salen las anteriores líneas y que editamos entre amigos. Una obra que pocos cubanos habrán leído.
Pero sin quererlo, con las mejores intenciones que llevan al infierno contribuimos al silencio de la verdad. La mentira cinematográfica seguía triunfando.
Manuel Juan Somoza es otro periodista cubano de 69 años, decepcionado pero que se empeña en defender la verdad, aunque sea a bocados.
Supongo que no han oído hablar tampoco de su libro, "Crónica desde las entrañas", publicado en La Habana en 2012.
En los años ochenta, pisé por primera vez Cuba, a la que llegué anticomunista y de la que salí casi castrista, por lo menos fidelista. La sinrazón no tiene remedio.
En el avión que tomé en París viajaba un nutrido grupo de "voluntarios" que con sus guitarras, sus cantos y sus sonrisas querían ayudar a la Revolución Cubana.
Cuando el Iliuchin llegó a Gander (Canadá), etapa obligada para repostar antes de tomar tierra en la capital cubana, nos rodearon todos los coches patrullas que podía haber en aquella ciudad.
Era una verbena. Una fiesta, una vez más de la mentira.
Porque los "voluntarios" no se daban cuenta de que aquel despliegue policíaco estaba destinado a evitar, sobre todo en el trayecto La Habana-París, que algún que otro cubano corriera hacia la terminal, atravesara una puerta marcada "Privé" y entrara en la libertad.
Imagino la cara que hubiesen puesto mis compañeros y ricas compañeras de viaje si hubiesen podido leer "Crónicas desde las entrañas", ellos que pensaban ayudar cortando caña de azúcar.
Como hicieron los pioneros de esa revolución fallida a los que mis compañeros y compañeras de vuelo querían emular sin saber que las cosas no habían sido tan exquisitas.
Unos párrafos del libro cuentan:
"Eran la viva estampa de lo que hace la caña de azúcar con los hombres que se empeñan en segarla. Reflejaban agotamiento en el rostro, en la espalda, en los pies, en los codos y hasta en cada cabello de las barbas puestas de moda desde 1959. Los que cortaban desde el pitazo de arrancada caminaban envueltos en una especie de túnicas despedazadas, llenas de sudor y sangre, que al comienzo de la zafra fueron camisa y pantalón. Los sombreros magullados, las caras cortadas por las hojas filosas, las manos convertidas en garrotes y las botas desfondadas…"
Otro periodista cubano, Carlos Batista, comenta:
"No es un libro para los cubanos del mañana. Es la historia de nuestra generación, esa que llega ahora a los 60 con el alma llena de cicatrices indelebles, sentimientos mezclados, un sabor agridulce en el paladar.
Somos los de la mano levantada para aprobar, aunque nunca nos preguntaron; los de fracturas familiares por la emigración y la discordia; los de muchas campañas e improvisaciones; los que cortamos mucha caña y colocamos muchos ladrillos para construir un país mejor para nuestros hijos.
No logramos ser oídos. Recibimos cocotazos y castigos por los Beatles, escribir a un primo emigrado, o tener opinión propia en los quinquenios grises. Ni siquiera llegamos al poder; nos echaron de la cima con argumentos difíciles de entender"
Los voluntarios del Iliuchin aterrizaron en La Habana en una nube de alcohol y borrachera.
Ninguno de sus nombres ha quedado en la relación de héroes de la zafra.
Manuel Juan Somoza, un tipo valiente, de los que no salen en las películas de las mentiras, ha terminado con mis últimas fantasías.
En aquel vuelo París-Gander-La Habana yo no viajaba para cortar caña pero volví entusiasmado por una Revolución que había descuartizado la desesperanza de mucha gente de mi generación que vimos en los barbudos el fin de las justicias sociales y políticas.
Don Quijote y sus Sancho Panza habían entrado en La Habana.
Yo no ví entonces más que el triunfo de mis sueños de europeo malcriado. Y durante años seguí creyendo que un día…
Manolo Juan Somoza me ha bajado de una vez por todas de las atracciones de feria de Disneylandia.
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Mentiras que cuenta el cine. Mentiras que durante toda la vida repetimos como un credo. Desde que empezó en 1895 con unas inocentes obreras que salían de la fábrica que los hermanos Lumière, empresarios de material fotográfico, un primer paso para la engañifa, el cine ha moldeado generaciones enteras de cinéfilos dispuestos a aceptar todas las falsedades. Todas las falsedades en nombre de nuestro dios Cine. Los norteamericanos ganaron sus guerras dos veces, en el terreno y en las pantallas. Sobre la II Guerra Mundial (1939-1945) contaron todas las mentiras que quisieron a un público europeo especialmente sensible a la no verdad.
Nos gusta que nos engañen, que nos tomen por inocentes que no fueron más que van a la escuela de las salas oscuras donde los maestros eran los amos del celuloide que desfilaba contando lo que querían, hasta la saciedad.
"Casablanca", el film más propagandístico del mundo y el más falso.
A los alemanes les hubiese encantado hacer igual, pero no les dio tiempo de ilustrar a los caballeros de Hollywood porque sus generales tuvieron la mala idea de perder la guerra.
Miente, miente, que siempre queda algo, repetía con delectación Joseph Goebbels, el amo de la propaganda cuando Adolfo Hitler encandilaba a las muchedumbres en una Alemania a media luz donde nació uno de los raros gritos contra la estupidez, "M. el maldito", del camarada Fritz Lang.
Los muertos han sido celebrados en los cementerios, este año con el calor de un verano que no acaba.
Les da igual a los muertos.
Muere la verdad, la patean.
En La Habana hay un cementerio espectacular, de ópera, que me recuerda mucho al de Montparnasse en París.
Monumentos a la muerte de los que siempre he huido.
De una de las tumbas se escapa la voz recia y sarcástica de un gran personaje del siglo XX en el mundo del periodismo cubano, ese mundo aparte, oscuro y difícil de penetrar, donde la mentira es cinematográfica, la de Alfredo Muñoz Unsain, Chango:
"Entre 1959 y 1963 dirigí la oficina de Prensa Latina (agencia de prensa oficial cubana) en Montevideo… Al llegar a La Habana en 1963 me echaron de Prensa Latina (de la que fue uno de los fundadores) y me depositaron en la emisora estatal de onda corta, Radio Habana Cuba. Otra patada en el trasero me posó en el Noticiero Nacional de Televisión, donde recibí una tercera: me declararon excedente y me mandaron a hacer cola en la bolsa laboral del Ministerio del Trabajo. Allí la oferta fue pasar un curso de obrero montador industrial en la provincia de Cienfuegos, al centro de la isla".
Chango murió hace cosa de cuatro años en La Habana que tanto amó toda su vida y pese a su argentinidad. Murió solo, pobre y pateado por algunos íntimos.
Contó cosas muy sabrosas en un libro titulado "Cuba, sociedad anónima", de donde salen las anteriores líneas y que editamos entre amigos. Una obra que pocos cubanos habrán leído.
Pero sin quererlo, con las mejores intenciones que llevan al infierno contribuimos al silencio de la verdad. La mentira cinematográfica seguía triunfando.
Manuel Juan Somoza es otro periodista cubano de 69 años, decepcionado pero que se empeña en defender la verdad, aunque sea a bocados.
Supongo que no han oído hablar tampoco de su libro, "Crónica desde las entrañas", publicado en La Habana en 2012.
En los años ochenta, pisé por primera vez Cuba, a la que llegué anticomunista y de la que salí casi castrista, por lo menos fidelista. La sinrazón no tiene remedio.
En el avión que tomé en París viajaba un nutrido grupo de "voluntarios" que con sus guitarras, sus cantos y sus sonrisas querían ayudar a la Revolución Cubana.
Cuando el Iliuchin llegó a Gander (Canadá), etapa obligada para repostar antes de tomar tierra en la capital cubana, nos rodearon todos los coches patrullas que podía haber en aquella ciudad.
Era una verbena. Una fiesta, una vez más de la mentira.
Porque los "voluntarios" no se daban cuenta de que aquel despliegue policíaco estaba destinado a evitar, sobre todo en el trayecto La Habana-París, que algún que otro cubano corriera hacia la terminal, atravesara una puerta marcada "Privé" y entrara en la libertad.
Imagino la cara que hubiesen puesto mis compañeros y ricas compañeras de viaje si hubiesen podido leer "Crónicas desde las entrañas", ellos que pensaban ayudar cortando caña de azúcar.
Como hicieron los pioneros de esa revolución fallida a los que mis compañeros y compañeras de vuelo querían emular sin saber que las cosas no habían sido tan exquisitas.
Unos párrafos del libro cuentan:
"Eran la viva estampa de lo que hace la caña de azúcar con los hombres que se empeñan en segarla. Reflejaban agotamiento en el rostro, en la espalda, en los pies, en los codos y hasta en cada cabello de las barbas puestas de moda desde 1959. Los que cortaban desde el pitazo de arrancada caminaban envueltos en una especie de túnicas despedazadas, llenas de sudor y sangre, que al comienzo de la zafra fueron camisa y pantalón. Los sombreros magullados, las caras cortadas por las hojas filosas, las manos convertidas en garrotes y las botas desfondadas…"
Otro periodista cubano, Carlos Batista, comenta:
"No es un libro para los cubanos del mañana. Es la historia de nuestra generación, esa que llega ahora a los 60 con el alma llena de cicatrices indelebles, sentimientos mezclados, un sabor agridulce en el paladar.
Somos los de la mano levantada para aprobar, aunque nunca nos preguntaron; los de fracturas familiares por la emigración y la discordia; los de muchas campañas e improvisaciones; los que cortamos mucha caña y colocamos muchos ladrillos para construir un país mejor para nuestros hijos.
No logramos ser oídos. Recibimos cocotazos y castigos por los Beatles, escribir a un primo emigrado, o tener opinión propia en los quinquenios grises. Ni siquiera llegamos al poder; nos echaron de la cima con argumentos difíciles de entender"
Los voluntarios del Iliuchin aterrizaron en La Habana en una nube de alcohol y borrachera.
Ninguno de sus nombres ha quedado en la relación de héroes de la zafra.
Manuel Juan Somoza, un tipo valiente, de los que no salen en las películas de las mentiras, ha terminado con mis últimas fantasías.
En aquel vuelo París-Gander-La Habana yo no viajaba para cortar caña pero volví entusiasmado por una Revolución que había descuartizado la desesperanza de mucha gente de mi generación que vimos en los barbudos el fin de las justicias sociales y políticas.
Don Quijote y sus Sancho Panza habían entrado en La Habana.
Yo no ví entonces más que el triunfo de mis sueños de europeo malcriado. Y durante años seguí creyendo que un día…
Manolo Juan Somoza me ha bajado de una vez por todas de las atracciones de feria de Disneylandia.
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