Colaboración: Y Clint Eastwood leyó “Mystic river”
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Por Sergio Berrocal
Aquella gaviota volaba siempre muy bajito porque la pobrecita, soltera y sin compromiso, tenía vértigo, el mismo que le hacía decir a Superman: “Yo no bebo cuando vuelo”. Llega un momento en que Snoopy ya no puede ayudarte a arrastrar tus penas. Un tiempo en que hasta Carlitos Brown no tiene suficientes mantas para protegerte de lo que te caía encima. Es cuando, desesperado, abandonas las siniestras gracias de Woody Allen por el grito gutural de Yukio Mishima poniéndole punto final a todo.
El escritor japonés tal vez habría dado alguna importancia a este escrito que alguien vio un día de agosto en una casa del Lago Sur de Brasilia, Brasil: “Quiero advertir si es que ya no lo he hecho, que estas notas no las escribe el enfermo, que debe de sufrir pero creo que tiene la remisión cuando cae al otro lado del espejo. Yo no soy más que un testigo, con mi subjetividad, mis miedos y mis protagonismos. Y mis angustias de una vida lejos de los influjos del maldito hígado. No sé cómo mitigar los sufrimientos de la víctima de esta infame vendetta del amoníaco pero espero que estas notas sirvan para que las otras víctimas, las que están en contacto con el enfermo las veinticuatro horas del día sepan lo que les espera. Ya tengo una convicción: no hay que permitir que el enfermo se hunda más de la cuenta en un mundo al que nadie puede asomarse. Hay que intentar que esté ocupado, que desarrolle la imaginación, con las socorridas sopas de letras, una lectura fácil o cualquier otra cosa. No hay que dejarlo en la paz del cementerio de los sentidos adonde siempre quiere llevarlo el cínico amoníaco. Hay que luchar contra la tendencia natural a apoltronarse, a abandonarse. Hay que obligarlo a hablar, hacerles repetir mil veces una idea que quiere expresar y no pueden. En el fondo, a ellos todos esos esfuerzos les molestan, les incordian y saben muy bien engañar al cuidador para escabullirse de las obligaciones que se les imponen. Otra cosa primordial: insistir siempre para que no olviden hacer de cuerpo, cuantas más veces mejor. Cuando no puedan, echen mano a la lavativa milagrosa que rompe toda la resistencia.
Y al cuidador-testigo le advierto: te va a invadir la zozobra diez veces al día, porque nunca sabrás qué va a pasar en los minutos que siguen. Vives como Santa Teresa y llegas a pensar que la esperanza es como fue en tiempos la virginidad, lo último que habría que perder y lo primero que se pierde.
El amoníaco quiere tener adeptos, como cualquier secta. Para conseguirlos trata de que tú también conozcas las delicias de su compañía e intenta que pierdas los estribos de la razón hasta postrarte en el infierno de la sinrazón. No creas que será fácil escabullirte. Caerás más de una vez en la locura sin necesidad de que tu hígado engulla amoníaco. Tu locura, contrariamente a la del enfermo, será sana, razonable y visible por ti mismo. El otro, el que tú cuidas, se olvida de todo y no piensa en nada cuando el brote le pega de lleno. Tú no tendrás esa suerte. Vas a sufrir la crisis totalmente consciente. Y no me cuentes que sabrás mantener la calma ante tanta ignominia. Porque el ser que tú quieres, con el que habías trazado una pista a través de la vida de todos los días, no puede defenderse ni responder a tu espera”.
Esta noche necesito un poco de cariño.
Había llovido tristeza toda la tarde y cuando escampó, Kathy, la Catalina de tantos sueños inacabados, era encontrada asesinada en “Mystic river” y la vida para ella sólo tenía diecinueve años cumplidos o a punto de cumplirlos. Momentos gloriosos y prometedores repletos ya de decepciones y un poquito de amargura.
Movía la cámara Clint Eastwood (Oscar, 2003) y Sean Penn hacía de padre. Esto en las pantallas de cines que siempre huelen a alegría veraniega. Pero métete, cuatrero, en las 573 páginas del libro de Dennis Lehane y te pudrirás viendo línea tras línea cómo amistades que parecían eternas, amores que nunca deberían de haber terminado, pensamientos perdidos que nunca tuvieron que salir del cerebro, se marchitan y acaban corriendo hacia el choque, la destrucción.
Es la muerte de una chiquilla, libre y nada miedosa de las cosas de la vida. Pero es también la muerte de un hombre que no sabe cómo vivir sin ella, pero tampoco se acuerda de cómo morir con ella.
“…La echaba tanto de menos…y el dolor que le provocaba no verla, y saber que no la volvería a ver nunca más, hacía que los dientes le dolieran de tal modo que pensó que tenía que hacer algo, aunque sólo fuera para dejar de sentirse de esa manera un segundo de su desgraciada nueva vida”.
Lloraba así un hombre que la quiso hasta la locura de dejarla perder. Pero cuando se trata de la muerte de una muchacha, de una niña, de una promesa, de una esperanza, todos los llantos se parecen. A miles de kilómetros de Mystic River, cerca de París, otro hombre lloraba casi al mismo tiempo otra niña, la niña de su vida.
“Un montón de gente vestida de fiesta, con el calor saliendo por el nudo de la corbata o por el busto se empeñaba en darle el pésame con esas estúpidas frases. A él aquello casi le traía sin cuidado. Una amiga le miraba de reojo y murmuraba algo a su marido. Todo el mundo estaba muy extrañado de no verle llorar. De que no se lanzara sobre el féretro como aquella loca tía suya tan adicta a los espectáculos callejeros. Si no soltaba una lágrima era porque él sabía que su hija nunca se hubiese marchado así por las buenas, sin decirle nada. Lo sabía y lo bastaba. Todo aquello era una farsa que le regocijaba profundamente. A una amiga de su hija que se pasaba un poquitín en lo del pésame ese, Luis le tiraba los tejos. Azorada, encantada --porque una mujer es humana, pese a todo-- la muchacha de los ojos verdes ocultos detrás de suntuosas gafas brumosas reprimía la sorpresa escandalizada de una virgen desnuda en el refectorio de un seminario”..
Hace la eternidad que se olvida porque los recuerdos a ratos son pesados y cansinos, un vidente sueco que vendía pipas de girasol en la puerta del cine Rex de Tánger me advirtió un día que si seguía leyendo como él creía que lo hacía me quedaría ciego del pernil y ni las brujas que amaron a Ulises podrían devolverme mi tímida virilidad. El sueco, maldito sueco, que decía haberse doctorado en ciencias ocultísimas en Oklahoma con siete novias para siete hermanos, me auguró lo peor si, además de leer, seguía viendo películas de Fu Manchú.
Con todo y con más, leí y ví “Mystic river”. Y no me quedé ciego más que de dolor y de lágrimas. Como antes había llorado con otro libro titulado “Ojos verdes”.
Aquella gaviota volaba siempre muy bajito porque la pobrecita, soltera y sin compromiso, tenía vértigo, el mismo que le hacía decir a Superman: “Yo no bebo cuando vuelo”. Llega un momento en que Snoopy ya no puede ayudarte a arrastrar tus penas. Un tiempo en que hasta Carlitos Brown no tiene suficientes mantas para protegerte de lo que te caía encima. Es cuando, desesperado, abandonas las siniestras gracias de Woody Allen por el grito gutural de Yukio Mishima poniéndole punto final a todo.
El escritor japonés tal vez habría dado alguna importancia a este escrito que alguien vio un día de agosto en una casa del Lago Sur de Brasilia, Brasil: “Quiero advertir si es que ya no lo he hecho, que estas notas no las escribe el enfermo, que debe de sufrir pero creo que tiene la remisión cuando cae al otro lado del espejo. Yo no soy más que un testigo, con mi subjetividad, mis miedos y mis protagonismos. Y mis angustias de una vida lejos de los influjos del maldito hígado. No sé cómo mitigar los sufrimientos de la víctima de esta infame vendetta del amoníaco pero espero que estas notas sirvan para que las otras víctimas, las que están en contacto con el enfermo las veinticuatro horas del día sepan lo que les espera. Ya tengo una convicción: no hay que permitir que el enfermo se hunda más de la cuenta en un mundo al que nadie puede asomarse. Hay que intentar que esté ocupado, que desarrolle la imaginación, con las socorridas sopas de letras, una lectura fácil o cualquier otra cosa. No hay que dejarlo en la paz del cementerio de los sentidos adonde siempre quiere llevarlo el cínico amoníaco. Hay que luchar contra la tendencia natural a apoltronarse, a abandonarse. Hay que obligarlo a hablar, hacerles repetir mil veces una idea que quiere expresar y no pueden. En el fondo, a ellos todos esos esfuerzos les molestan, les incordian y saben muy bien engañar al cuidador para escabullirse de las obligaciones que se les imponen. Otra cosa primordial: insistir siempre para que no olviden hacer de cuerpo, cuantas más veces mejor. Cuando no puedan, echen mano a la lavativa milagrosa que rompe toda la resistencia.
Y al cuidador-testigo le advierto: te va a invadir la zozobra diez veces al día, porque nunca sabrás qué va a pasar en los minutos que siguen. Vives como Santa Teresa y llegas a pensar que la esperanza es como fue en tiempos la virginidad, lo último que habría que perder y lo primero que se pierde.
El amoníaco quiere tener adeptos, como cualquier secta. Para conseguirlos trata de que tú también conozcas las delicias de su compañía e intenta que pierdas los estribos de la razón hasta postrarte en el infierno de la sinrazón. No creas que será fácil escabullirte. Caerás más de una vez en la locura sin necesidad de que tu hígado engulla amoníaco. Tu locura, contrariamente a la del enfermo, será sana, razonable y visible por ti mismo. El otro, el que tú cuidas, se olvida de todo y no piensa en nada cuando el brote le pega de lleno. Tú no tendrás esa suerte. Vas a sufrir la crisis totalmente consciente. Y no me cuentes que sabrás mantener la calma ante tanta ignominia. Porque el ser que tú quieres, con el que habías trazado una pista a través de la vida de todos los días, no puede defenderse ni responder a tu espera”.
Esta noche necesito un poco de cariño.
Había llovido tristeza toda la tarde y cuando escampó, Kathy, la Catalina de tantos sueños inacabados, era encontrada asesinada en “Mystic river” y la vida para ella sólo tenía diecinueve años cumplidos o a punto de cumplirlos. Momentos gloriosos y prometedores repletos ya de decepciones y un poquito de amargura.
Movía la cámara Clint Eastwood (Oscar, 2003) y Sean Penn hacía de padre. Esto en las pantallas de cines que siempre huelen a alegría veraniega. Pero métete, cuatrero, en las 573 páginas del libro de Dennis Lehane y te pudrirás viendo línea tras línea cómo amistades que parecían eternas, amores que nunca deberían de haber terminado, pensamientos perdidos que nunca tuvieron que salir del cerebro, se marchitan y acaban corriendo hacia el choque, la destrucción.
Es la muerte de una chiquilla, libre y nada miedosa de las cosas de la vida. Pero es también la muerte de un hombre que no sabe cómo vivir sin ella, pero tampoco se acuerda de cómo morir con ella.
“…La echaba tanto de menos…y el dolor que le provocaba no verla, y saber que no la volvería a ver nunca más, hacía que los dientes le dolieran de tal modo que pensó que tenía que hacer algo, aunque sólo fuera para dejar de sentirse de esa manera un segundo de su desgraciada nueva vida”.
Lloraba así un hombre que la quiso hasta la locura de dejarla perder. Pero cuando se trata de la muerte de una muchacha, de una niña, de una promesa, de una esperanza, todos los llantos se parecen. A miles de kilómetros de Mystic River, cerca de París, otro hombre lloraba casi al mismo tiempo otra niña, la niña de su vida.
“Un montón de gente vestida de fiesta, con el calor saliendo por el nudo de la corbata o por el busto se empeñaba en darle el pésame con esas estúpidas frases. A él aquello casi le traía sin cuidado. Una amiga le miraba de reojo y murmuraba algo a su marido. Todo el mundo estaba muy extrañado de no verle llorar. De que no se lanzara sobre el féretro como aquella loca tía suya tan adicta a los espectáculos callejeros. Si no soltaba una lágrima era porque él sabía que su hija nunca se hubiese marchado así por las buenas, sin decirle nada. Lo sabía y lo bastaba. Todo aquello era una farsa que le regocijaba profundamente. A una amiga de su hija que se pasaba un poquitín en lo del pésame ese, Luis le tiraba los tejos. Azorada, encantada --porque una mujer es humana, pese a todo-- la muchacha de los ojos verdes ocultos detrás de suntuosas gafas brumosas reprimía la sorpresa escandalizada de una virgen desnuda en el refectorio de un seminario”..
Hace la eternidad que se olvida porque los recuerdos a ratos son pesados y cansinos, un vidente sueco que vendía pipas de girasol en la puerta del cine Rex de Tánger me advirtió un día que si seguía leyendo como él creía que lo hacía me quedaría ciego del pernil y ni las brujas que amaron a Ulises podrían devolverme mi tímida virilidad. El sueco, maldito sueco, que decía haberse doctorado en ciencias ocultísimas en Oklahoma con siete novias para siete hermanos, me auguró lo peor si, además de leer, seguía viendo películas de Fu Manchú.
Con todo y con más, leí y ví “Mystic river”. Y no me quedé ciego más que de dolor y de lágrimas. Como antes había llorado con otro libro titulado “Ojos verdes”.