Colaboración: La segunda vida del Senador MacGato
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal *
Nadie me había avisado. De pronto lo vi, como se ve la niebla en una mañana de verano y me prendó. Cuando aquello acabó, acabaron, acabarán, quién lo sabe, me sentí mal, con ganas irrefrenables de jugar al parchís. Entonces llamé a mi psiquiatra de cabecera: “Simple empacho. No se puede abusar, mon ami”. El tipo tenía razón. Me había metido entre pecho y espalda aquella película malévola, “Alerta: Tiburones” (James A. Contner, 2008, inolvidable año) y ya no veía más que tiburones por todas partes. Millones de tiburones. Millones de bañistas tragados por los tiburones. Hannuchka Laurre, mi ama de llaves islandesa de origen armenio, la había visto conmigo y estaba con un ataque de histeria alcoholizada. El miedo a los bichitos del mar ella lo combate con unas reiteradas copas de ginebra templada acompañada de un zumo de limón previamente macerado.
Sabes que los malos han ganado y que ya no te queda otra que rendirte. Entonces, a la chita callando, te sientas frente a un tipo con fama de psiquiatra enterado aunque no tiene pinta de ser argentino. Le dices que los malos te han vapuleado hasta la muerte y le suplicas que te ayude. El inefable, con cara de portero de discoteca vicioso, de los que dan patadas en el hígado sin dejar de sonreír, te mira sin pestañear porque no tiene pestañas. Su rostro no tiene más que una ceja enorme. Dudas. Tal vez no sea el psiquiatra que tú amaste cuando eras joven y creías en la justicia divina y pensabas que los loqueros eran hombres de dios, bienaventurados tontos del pueblo con el poder de convencerte de que la vida es un sueño, un sueño en el que no puede pasar nada peor que lo malo. El tipo abre la boca, que no ves, pero la ceja te dice que está enseñando su dentadura llena de picaduras de piojos camperos en medio de un diente de oro y pregunta solemnemente, como si fuese a dar testimonio ante el senador McGato, que impuso en los años 1950, cundía la guerra fría en el mundo, el macgatismo, con el que quería sacar de sus madrigueras a todos los comunistas que pudiesen infectar el cine norteamericano.
Pregunta con la solemnidad de la biblia de tu habitación de hotel donde la mucama no ha querido hacerte la cama porque dice que de todas formas volverás a deshacerla cuando vuelvas a acostarte. “¿Es usted alérgico a alguna bebida, incluyendo el Martini y el cóctel de gambas remojado en petróleo doméstico?” Piensas, porque dicen que cuando piensas existes y tú lo que no quieres es morirte delante de esa ceja que te recuerda a Josefina Baker cuando te sonreía con una hilera de dientes comprados en Harlem después de la Prohibición. Pero finalmente no piensas nada porque está probado que es un ejercicio energético que no sirve estrictamente para nada. De todos modos tratas de dar la respuesta que nunca le dio ninguno de aquellos genios del cine norteamericano al adorable McGato, que en la época de Hitler habría podido ser un excelente fuhrercillo. Y eso que McGato, senador por la gracia de los Estados Unidos de América, Protector de la Humanidad y Matasanos de Broadway, los había tratado de putos rojos, maricones comunistas de mierda.
Antes de que me proponga delatar a mis amigos, amigos que no tengo, le contesto: “Confieso que en realidad soy alérgico al bicarbonato sódico. Pero le aseguro, Mein Fuhrer, que nunca más, por mi madrecita del alma querida se lo juro, nunca más volveré a tomarlo con esas muchachas que su Señoría asegura que son perras comunistas”.
Los dedos del tipo sin cara corrían sin alegría por el teclado hasta que volvió a enseñarme el repelente diente de oro y volvió a preguntarme: “¿Ha tomado alguna vez substancias prohibidas como la Coca Cola? ¿Tomaba media botella o una botella entera? ¿Con qué frecuencia? ¿Se dedicaba a ritos matriarcales mientras lo hacía?”.
Entonces comprendí que era demasiado fuerte para mí y decidí confesar mi trisexualidad, y hasta mi falta de erección cognitiva. Se lo diría todo: “Juro por Dios y sus borreguito que no he venido a verle con el propósito de asesinarle con este Parabellum que llevo en el bolsillo. Y juro también, ya que estamos, que nunca más tomaré bicarbonato y menos con Coca Cola junto a esos comunistas que tan justamente el macgatismo quiere apartar del Santo y Sagrado Cine de Hollywood que Dios guarde a usted muchos años, miles de años”.
Cuando me mordió el índice de la mano derecha con su diente de oro comprendí que lo que quería era que acusase al poeta Mohamed al-Ajami, que en su natal Qatar, paraíso del petróleo y de la justicia divina con rebaneo de manos y apedreamientos rituales a las malas mujeres, ha tenido la locura de denunciar las dictadura árabes.
Fue en ese preciso momento, la ceja estuvo a punto de salirse de ira del inexistente rostro, cuando lo entendí. No era un psiquiatra. Era McGato que había vuelto de su infierno en Salem, donde su cadáver había sido quemado, aunque mal quemado después de la guerra, para perseguir de nuevo a los malditos herejes que hablaban de democracia como si cualquiera pudiese acceder a ella. Quería castigar al poeta catarí para ejemplo de las masas.
Al ver que no le decía nada, volvió a tratarme de piojoso comunista decadente, de bolchevique desviacionista y entonces me espetó con la fuerza de todo el odio que había acumulado durante sus años de muerto: “Usted, aquí se sabe todo, fue de los que en 1993 celebró ruidosamente en La Habana (Cuba) el triunfo de la película “Fresa y chocolate”, un panfleto bolchevique en defensa de la homosexualidad bajo todas sus formas. Nada más que por eso debería de estar en Guantánamo limpiando letrinas con hilo dental”.
Se le torció el diente de oro y la ceja bailó de nuevo. MacGato estaba nervioso. El extracto de amapola, polvo de oro lo llamaba él, ya no le hacía tanto efecto. Abrió un cajón de su escritorio tejido de cordoban y un minúsculo tiburón hambriento le comió el cuello hasta el cogote. El descabezador de Hollywood había sido descabezado para siempre jamás. Amén.
Salí como quien no quiere la cosa y ayudado por mi fiel Hannuchka Laurre, que ya había tomado su dosis de las 12.40 pudimos franquear las trincheras donde secretarias pintarrajeadas como en “Cabaret” intentaban alcanzarnos con sus ametralladoras Smith &Wesson. En la calle nos esperaba para escoltarnos un pelotón de cosacos del Don Perignon que se excusaron por no haber podido traer los caballos. Cosas de la crisis.
Dos días después, el entierro del senador McGato atravesó el pueblo vestido de carnaval indonesio. Seis drag queens recién llegadas con Priscilla, la reina del desierto, animaban el cotarro con una banda de sesenta músicos coreanos que daban esplendor a las bellas piernas engalanadas que provocaban mareos entre los turistas ingleses.
Lo que quedaba del cuerpo del insigne senador fue arrojado desde el espigón, a cuyo pie aguardaban algunos insomnes tiburones escapados de la película maldita entre todas.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"
Nadie me había avisado. De pronto lo vi, como se ve la niebla en una mañana de verano y me prendó. Cuando aquello acabó, acabaron, acabarán, quién lo sabe, me sentí mal, con ganas irrefrenables de jugar al parchís. Entonces llamé a mi psiquiatra de cabecera: “Simple empacho. No se puede abusar, mon ami”. El tipo tenía razón. Me había metido entre pecho y espalda aquella película malévola, “Alerta: Tiburones” (James A. Contner, 2008, inolvidable año) y ya no veía más que tiburones por todas partes. Millones de tiburones. Millones de bañistas tragados por los tiburones. Hannuchka Laurre, mi ama de llaves islandesa de origen armenio, la había visto conmigo y estaba con un ataque de histeria alcoholizada. El miedo a los bichitos del mar ella lo combate con unas reiteradas copas de ginebra templada acompañada de un zumo de limón previamente macerado.
Sabes que los malos han ganado y que ya no te queda otra que rendirte. Entonces, a la chita callando, te sientas frente a un tipo con fama de psiquiatra enterado aunque no tiene pinta de ser argentino. Le dices que los malos te han vapuleado hasta la muerte y le suplicas que te ayude. El inefable, con cara de portero de discoteca vicioso, de los que dan patadas en el hígado sin dejar de sonreír, te mira sin pestañear porque no tiene pestañas. Su rostro no tiene más que una ceja enorme. Dudas. Tal vez no sea el psiquiatra que tú amaste cuando eras joven y creías en la justicia divina y pensabas que los loqueros eran hombres de dios, bienaventurados tontos del pueblo con el poder de convencerte de que la vida es un sueño, un sueño en el que no puede pasar nada peor que lo malo. El tipo abre la boca, que no ves, pero la ceja te dice que está enseñando su dentadura llena de picaduras de piojos camperos en medio de un diente de oro y pregunta solemnemente, como si fuese a dar testimonio ante el senador McGato, que impuso en los años 1950, cundía la guerra fría en el mundo, el macgatismo, con el que quería sacar de sus madrigueras a todos los comunistas que pudiesen infectar el cine norteamericano.
Pregunta con la solemnidad de la biblia de tu habitación de hotel donde la mucama no ha querido hacerte la cama porque dice que de todas formas volverás a deshacerla cuando vuelvas a acostarte. “¿Es usted alérgico a alguna bebida, incluyendo el Martini y el cóctel de gambas remojado en petróleo doméstico?” Piensas, porque dicen que cuando piensas existes y tú lo que no quieres es morirte delante de esa ceja que te recuerda a Josefina Baker cuando te sonreía con una hilera de dientes comprados en Harlem después de la Prohibición. Pero finalmente no piensas nada porque está probado que es un ejercicio energético que no sirve estrictamente para nada. De todos modos tratas de dar la respuesta que nunca le dio ninguno de aquellos genios del cine norteamericano al adorable McGato, que en la época de Hitler habría podido ser un excelente fuhrercillo. Y eso que McGato, senador por la gracia de los Estados Unidos de América, Protector de la Humanidad y Matasanos de Broadway, los había tratado de putos rojos, maricones comunistas de mierda.
Antes de que me proponga delatar a mis amigos, amigos que no tengo, le contesto: “Confieso que en realidad soy alérgico al bicarbonato sódico. Pero le aseguro, Mein Fuhrer, que nunca más, por mi madrecita del alma querida se lo juro, nunca más volveré a tomarlo con esas muchachas que su Señoría asegura que son perras comunistas”.
Los dedos del tipo sin cara corrían sin alegría por el teclado hasta que volvió a enseñarme el repelente diente de oro y volvió a preguntarme: “¿Ha tomado alguna vez substancias prohibidas como la Coca Cola? ¿Tomaba media botella o una botella entera? ¿Con qué frecuencia? ¿Se dedicaba a ritos matriarcales mientras lo hacía?”.
Entonces comprendí que era demasiado fuerte para mí y decidí confesar mi trisexualidad, y hasta mi falta de erección cognitiva. Se lo diría todo: “Juro por Dios y sus borreguito que no he venido a verle con el propósito de asesinarle con este Parabellum que llevo en el bolsillo. Y juro también, ya que estamos, que nunca más tomaré bicarbonato y menos con Coca Cola junto a esos comunistas que tan justamente el macgatismo quiere apartar del Santo y Sagrado Cine de Hollywood que Dios guarde a usted muchos años, miles de años”.
Cuando me mordió el índice de la mano derecha con su diente de oro comprendí que lo que quería era que acusase al poeta Mohamed al-Ajami, que en su natal Qatar, paraíso del petróleo y de la justicia divina con rebaneo de manos y apedreamientos rituales a las malas mujeres, ha tenido la locura de denunciar las dictadura árabes.
Fue en ese preciso momento, la ceja estuvo a punto de salirse de ira del inexistente rostro, cuando lo entendí. No era un psiquiatra. Era McGato que había vuelto de su infierno en Salem, donde su cadáver había sido quemado, aunque mal quemado después de la guerra, para perseguir de nuevo a los malditos herejes que hablaban de democracia como si cualquiera pudiese acceder a ella. Quería castigar al poeta catarí para ejemplo de las masas.
Al ver que no le decía nada, volvió a tratarme de piojoso comunista decadente, de bolchevique desviacionista y entonces me espetó con la fuerza de todo el odio que había acumulado durante sus años de muerto: “Usted, aquí se sabe todo, fue de los que en 1993 celebró ruidosamente en La Habana (Cuba) el triunfo de la película “Fresa y chocolate”, un panfleto bolchevique en defensa de la homosexualidad bajo todas sus formas. Nada más que por eso debería de estar en Guantánamo limpiando letrinas con hilo dental”.
Se le torció el diente de oro y la ceja bailó de nuevo. MacGato estaba nervioso. El extracto de amapola, polvo de oro lo llamaba él, ya no le hacía tanto efecto. Abrió un cajón de su escritorio tejido de cordoban y un minúsculo tiburón hambriento le comió el cuello hasta el cogote. El descabezador de Hollywood había sido descabezado para siempre jamás. Amén.
Salí como quien no quiere la cosa y ayudado por mi fiel Hannuchka Laurre, que ya había tomado su dosis de las 12.40 pudimos franquear las trincheras donde secretarias pintarrajeadas como en “Cabaret” intentaban alcanzarnos con sus ametralladoras Smith &Wesson. En la calle nos esperaba para escoltarnos un pelotón de cosacos del Don Perignon que se excusaron por no haber podido traer los caballos. Cosas de la crisis.
Dos días después, el entierro del senador McGato atravesó el pueblo vestido de carnaval indonesio. Seis drag queens recién llegadas con Priscilla, la reina del desierto, animaban el cotarro con una banda de sesenta músicos coreanos que daban esplendor a las bellas piernas engalanadas que provocaban mareos entre los turistas ingleses.
Lo que quedaba del cuerpo del insigne senador fue arrojado desde el espigón, a cuyo pie aguardaban algunos insomnes tiburones escapados de la película maldita entre todas.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"