Colaboración: Ensoñaciones de Hemingway y Eva Marie Saint
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Por Sergio Berrocal *
Empecé a aprender que los sueños podían ser algo más que la irrupción de lo maravilloso en la vida de todos los días hacia 1957, cuando compartí calle con Ernest Hemingway en París. El tenía por aquel entonces 58 años de edad y ya había cumplido todas las ilusiones que podía haber tenido cuando hacia los 19 años empezó a escribir en Oak Park, Illinois. Por mi parte, acababa de desembarcar en la capital francesa con casi los mismos 19 años de Oak Park y con un hambre feroz de reconocimiento y de buenas viandas.
Cuando un fotógrafo con el que me había tropezado en una estación nada más llegar me llevó hasta la Rue Mouffetard, donde me había encontrado el hotel más barato de todo París, me enseñó unos inmuebles más arriba una carnicería y me dijo con el orgullo de D’Artagnan presentándose por primera vez en el palacio de los Mosqueteros que allí había vivido Hemingway con su esposa.
Aquello de haber corregido maravillas como "Fiesta" en un coqueto piso, que nunca me dejaron ver, por encima de una carnicería, me pareció de lo más glamuroso.
Menos original, y muchísimo más pobre, yo me afinqué en un hotel que encarnaba la modestia llevada al nivel de los personaje más conocidos de Victor Hugo, que por cinco francos, una cantidad más que importante para un joven inmigrante sin recursos, tenía derecho a compartir cama con alegres chinches y otros animalitos afines que tenían la mala costumbre de irse de juerga por mis sábanas y mantas (¡cuánto frío pasé el primer invierno!) a partir del momento en que yo pretendía acostarme para ensillar la noche y cabalgar sobre las maravillas que me esperaban en París.
Cada vez que le daba al patrón del hotel los cinco francos, de otra forma no tenía acceso al paraíso de mi habitación, me aseguraba el deseo a dormir y, sobre todo, a entrar en los infinitos sueños que por mar y tren me habían acompañado desde Tánger, al otro lado del Mar Mediterráneo.
Cerca de mi hotel estaba, y está, la bonita Place de la Contrescarpe, donde uno de los cientos de miles de españoles que llegaron a París en 1939 huyendo de los horrores de la Guerra Civil española, había tenido la feliz idea de montar un restaurante, cuyas comidas eran tan bellas como flojos y asequibles los precios. Otros cinco francos, mientras duraron, y aprendí a comer huevos duros (effs durrrrss!, me enseñó el refugiado-cocinero). Aquello era vida. Los sueños ya volaban.
Vuelvo a encontrarme de nuevo a orillas del Mediterráneo dos o tres veinte años después que habría gritado D’Artagnan, muy lejos de la Rue Mouffetard, convertida en una de las arterias más elegantes y turísticas.
Los años, esos lapsos de tiempo que la tradición idiota adorna de toda la sabiduría del mundo, cuando no son más que manifestaciones de las goteras del tiempo que pasó y que se reflejan en loa análisis de sangre, te enseñan que los sueños sueños son, decía Calderón de la Barca, pero yo acabo de encontrar la manera de escapar a esta maldición.
Por cinco euros (ay, aquellos cinco francos de Mouffetard…) me he comprado esta mañana el derecho a cabalgar de nuevo a lomos de la imaginación y de la esperanza, con la libertad de un tuareg que haya encontrado la lámpara de Aladino. Es como despertarse una noche –cuanto echo de menos aquellas rollizas chinches de la Rue Mouffetard… Y eso que creo que nunca me despedí de ellas, probablemente porque falló la moneda de cinco francos y mi última noche no pude estar con ellas. Sueño, luego vivo encontrarme en un coche cama que va a no se sabe dónde, pero lejos, casi sin parada hasta el final de nadie sabe cuándo ni dónde, con Eva Marie Saint cosecha del 59, aunque para ello tengas que llevar la muerte pegada a los talones, pero de ningún modo ponerse los espantosos calcetines grises de Cary Grant. Lo malo es que con la estúpida prohibición del tabaco en esta Europa moribunda, sería difícil empezar la charla ofreciéndole un pitillo.
Hemingway, mi virtual vecino de Mouffetard, no hubiera necesitado ni el truco del cigarrillo. Le imagino en el pasillo del coche cama Pero mi libro imaginario de sueños no es capaz de contarme si le hubiese gustado compartir una botella de Chardonnay con Eva Marie Saint, quizá demasiado sofisticada para él. Cuentan, dicen y afirman que en agosto de 1944, cuando se adelantó a las tropas aliadas, y especialmente francesas, "liberó" París instalándose en el Hotel Ritz de la Place Vendöme. Por supuesto, entró en París sin pegar un tiro y sin que le molestasen los alemanes que todavía se resistían a abandonar la ciudad, hasta que las tropas de la llamada División Leclerc, compuesta en parte por republicanos españoles, acabaron con la ocupación.
Cuentan, dicen, ya saben como es la gente, que el Mariscal Philippe Leclerc de Hauteclocque, mandó llamar al escritor norteamericano y delante de sus tropas le pegó una bronca fenomenal. El noble no tenía suficiente aprecio por los libros de Hemingway como para dejar pasar tamaña barrabasada.
También cuentan, pero ya saben ustedes lo mala que son algunas lenguas, que Don Ernesto no se inmutó y siguió vaciando las bodegas del Ritz. Los más atrevidos apostillan que allí, en una noche de juerga guerrera, Hemingway bailó muy atrevidamente con Marlène Dietrich. Agregan los informantes de la historia que la actriz lucía en la pista un suntuoso abrigo de visón bajo el que estaba totalmente desnuda. Y aseguran que Hemingway ni se ruborizó.
Con esto de la prohibición de fumar en Europa, que ya no recuerdan aquella consigna de Mayo del 68 que decía "Se prohíbe prohibir" no tengo más remedio que imaginarme a un personaje como André Malraux, escritor, ministro de Cultura del general Charles de Gaulle, y uno de los intelectuales más enormes y extravagantes de Francia, teniendo que renunciar a los tres paquetes de tabaco negro que se fumaba todos los días, probablemente para ejercitar aquella voz de ultratumba que también hizo soñar a toda una Francia que no quería nazis en sus calles. ¿Imaginan a esos bárbaros hitlerianos afincados en mi rue Mouffetard, con mis chinches y piojos?
Pero con el tratado de ensoñaciones que he adquirido por cinco euros no necesito ni el tabaco, ni siquiera aquel absintio, un licor a base de plantas sublimes y de alcohol de quemar que probablemente ayudó a genios como Van Gogh a caminar hacia la locura, con una pistola de mala muerte con la que quiso volarse la tapa de los sesos y ni siquiera la oreja rn la que se había dado un tajo de amor por una prostituta que no le hacía caso.
Vincent Van Gogh fue uno de los grandes soñadores de todos los tiempos, con el que hasta la demencia podía parecer bella, como la arruga de la ropa vista por el modisto español Adolfo Domínguez.
El libro que he comprado por cinco euros no tiene título ni forma de libro. Ni existe. Es una sucesión de palabras casi hasta el infinito. Miles de palabras, tal vez ciento de miles, no las he contado, sin sentido aparente. Su autor, que tampoco da su nombre, afirma que para entrar en el mundo de los encantos de la imaginación basta con combinar esas palabras a gusto de cada cual y encontrarás lo que anhelas, aunque no sepas exactamente qué estás buscando.
Esta noche, cuando me vuelvan las sombras de la Rue Mouffetard, lo abriré de nuevo y trataré de dar un sentido al revoltijo de palabras.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"
Empecé a aprender que los sueños podían ser algo más que la irrupción de lo maravilloso en la vida de todos los días hacia 1957, cuando compartí calle con Ernest Hemingway en París. El tenía por aquel entonces 58 años de edad y ya había cumplido todas las ilusiones que podía haber tenido cuando hacia los 19 años empezó a escribir en Oak Park, Illinois. Por mi parte, acababa de desembarcar en la capital francesa con casi los mismos 19 años de Oak Park y con un hambre feroz de reconocimiento y de buenas viandas.
Cuando un fotógrafo con el que me había tropezado en una estación nada más llegar me llevó hasta la Rue Mouffetard, donde me había encontrado el hotel más barato de todo París, me enseñó unos inmuebles más arriba una carnicería y me dijo con el orgullo de D’Artagnan presentándose por primera vez en el palacio de los Mosqueteros que allí había vivido Hemingway con su esposa.
Aquello de haber corregido maravillas como "Fiesta" en un coqueto piso, que nunca me dejaron ver, por encima de una carnicería, me pareció de lo más glamuroso.
Menos original, y muchísimo más pobre, yo me afinqué en un hotel que encarnaba la modestia llevada al nivel de los personaje más conocidos de Victor Hugo, que por cinco francos, una cantidad más que importante para un joven inmigrante sin recursos, tenía derecho a compartir cama con alegres chinches y otros animalitos afines que tenían la mala costumbre de irse de juerga por mis sábanas y mantas (¡cuánto frío pasé el primer invierno!) a partir del momento en que yo pretendía acostarme para ensillar la noche y cabalgar sobre las maravillas que me esperaban en París.
Cada vez que le daba al patrón del hotel los cinco francos, de otra forma no tenía acceso al paraíso de mi habitación, me aseguraba el deseo a dormir y, sobre todo, a entrar en los infinitos sueños que por mar y tren me habían acompañado desde Tánger, al otro lado del Mar Mediterráneo.
Cerca de mi hotel estaba, y está, la bonita Place de la Contrescarpe, donde uno de los cientos de miles de españoles que llegaron a París en 1939 huyendo de los horrores de la Guerra Civil española, había tenido la feliz idea de montar un restaurante, cuyas comidas eran tan bellas como flojos y asequibles los precios. Otros cinco francos, mientras duraron, y aprendí a comer huevos duros (effs durrrrss!, me enseñó el refugiado-cocinero). Aquello era vida. Los sueños ya volaban.
Vuelvo a encontrarme de nuevo a orillas del Mediterráneo dos o tres veinte años después que habría gritado D’Artagnan, muy lejos de la Rue Mouffetard, convertida en una de las arterias más elegantes y turísticas.
Los años, esos lapsos de tiempo que la tradición idiota adorna de toda la sabiduría del mundo, cuando no son más que manifestaciones de las goteras del tiempo que pasó y que se reflejan en loa análisis de sangre, te enseñan que los sueños sueños son, decía Calderón de la Barca, pero yo acabo de encontrar la manera de escapar a esta maldición.
Por cinco euros (ay, aquellos cinco francos de Mouffetard…) me he comprado esta mañana el derecho a cabalgar de nuevo a lomos de la imaginación y de la esperanza, con la libertad de un tuareg que haya encontrado la lámpara de Aladino. Es como despertarse una noche –cuanto echo de menos aquellas rollizas chinches de la Rue Mouffetard… Y eso que creo que nunca me despedí de ellas, probablemente porque falló la moneda de cinco francos y mi última noche no pude estar con ellas. Sueño, luego vivo encontrarme en un coche cama que va a no se sabe dónde, pero lejos, casi sin parada hasta el final de nadie sabe cuándo ni dónde, con Eva Marie Saint cosecha del 59, aunque para ello tengas que llevar la muerte pegada a los talones, pero de ningún modo ponerse los espantosos calcetines grises de Cary Grant. Lo malo es que con la estúpida prohibición del tabaco en esta Europa moribunda, sería difícil empezar la charla ofreciéndole un pitillo.
Hemingway, mi virtual vecino de Mouffetard, no hubiera necesitado ni el truco del cigarrillo. Le imagino en el pasillo del coche cama Pero mi libro imaginario de sueños no es capaz de contarme si le hubiese gustado compartir una botella de Chardonnay con Eva Marie Saint, quizá demasiado sofisticada para él. Cuentan, dicen y afirman que en agosto de 1944, cuando se adelantó a las tropas aliadas, y especialmente francesas, "liberó" París instalándose en el Hotel Ritz de la Place Vendöme. Por supuesto, entró en París sin pegar un tiro y sin que le molestasen los alemanes que todavía se resistían a abandonar la ciudad, hasta que las tropas de la llamada División Leclerc, compuesta en parte por republicanos españoles, acabaron con la ocupación.
Cuentan, dicen, ya saben como es la gente, que el Mariscal Philippe Leclerc de Hauteclocque, mandó llamar al escritor norteamericano y delante de sus tropas le pegó una bronca fenomenal. El noble no tenía suficiente aprecio por los libros de Hemingway como para dejar pasar tamaña barrabasada.
También cuentan, pero ya saben ustedes lo mala que son algunas lenguas, que Don Ernesto no se inmutó y siguió vaciando las bodegas del Ritz. Los más atrevidos apostillan que allí, en una noche de juerga guerrera, Hemingway bailó muy atrevidamente con Marlène Dietrich. Agregan los informantes de la historia que la actriz lucía en la pista un suntuoso abrigo de visón bajo el que estaba totalmente desnuda. Y aseguran que Hemingway ni se ruborizó.
Con esto de la prohibición de fumar en Europa, que ya no recuerdan aquella consigna de Mayo del 68 que decía "Se prohíbe prohibir" no tengo más remedio que imaginarme a un personaje como André Malraux, escritor, ministro de Cultura del general Charles de Gaulle, y uno de los intelectuales más enormes y extravagantes de Francia, teniendo que renunciar a los tres paquetes de tabaco negro que se fumaba todos los días, probablemente para ejercitar aquella voz de ultratumba que también hizo soñar a toda una Francia que no quería nazis en sus calles. ¿Imaginan a esos bárbaros hitlerianos afincados en mi rue Mouffetard, con mis chinches y piojos?
Pero con el tratado de ensoñaciones que he adquirido por cinco euros no necesito ni el tabaco, ni siquiera aquel absintio, un licor a base de plantas sublimes y de alcohol de quemar que probablemente ayudó a genios como Van Gogh a caminar hacia la locura, con una pistola de mala muerte con la que quiso volarse la tapa de los sesos y ni siquiera la oreja rn la que se había dado un tajo de amor por una prostituta que no le hacía caso.
Vincent Van Gogh fue uno de los grandes soñadores de todos los tiempos, con el que hasta la demencia podía parecer bella, como la arruga de la ropa vista por el modisto español Adolfo Domínguez.
El libro que he comprado por cinco euros no tiene título ni forma de libro. Ni existe. Es una sucesión de palabras casi hasta el infinito. Miles de palabras, tal vez ciento de miles, no las he contado, sin sentido aparente. Su autor, que tampoco da su nombre, afirma que para entrar en el mundo de los encantos de la imaginación basta con combinar esas palabras a gusto de cada cual y encontrarás lo que anhelas, aunque no sepas exactamente qué estás buscando.
Esta noche, cuando me vuelvan las sombras de la Rue Mouffetard, lo abriré de nuevo y trataré de dar un sentido al revoltijo de palabras.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"