Colaboración: De "Casablanca" al patrioterismo del cine norteamericano

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Exaltación del amor a la patria
Por Sergio Berrocal *

Es la historia del cine que nos gobierna. La historia de una parte del cine norteamericano que desde que terminó la II Guerra Mundial (1945) y las producciones norteamericanas tuvieron paso libre en Europa, punto importantísima en su política de penetración, se ha empeñado siempre en propagar sus ideas, por malas que fueran, y sus ideales, por partidarios que resultaran. Esa guerra, en la que Estados Unidos tardó dos años en llegar, hasta que los japoneses abrieron las hostilidades humillando a la Marina de Estados Unidos en Pearl Harbour, tuvo desde el primer momento una retaguardia propagandística cuyo cuartel general fue Hollywood. Cada paso en "pos de la paz" que los ejércitos estadounidenses daban fuera de la patria eran acompañados por apabullantes bodrios cinematográficos que vendían de la forma más descarada la cruzada de Estados Unidos para satisfacer las necesidades en democracia de los demás.

Aunque siempre hubo directores de cine que vendieron por su cuenta otras versiones, especialmente con la guerra de Vietnam, el Pentágono procuró en todo momento que sus supuestas hazañas militares fueran plasmadas en las pantallas del mundo entero a su manera bastante maniquea. A veces echando mano de guionistas que eran enormes escritores, maestros en el arte de la intriga, los films de Hollywood fueron en todo momento la "explicación" magnificada que Washington difundía por cada capital, cada pueblo del mundo. Europa aprendió a mascar chicle cuando por fin, tras la entrada en guerra de Japón, comprendieron que había que dar también el callo en Europa para vencer al Eje, del que formaban parte los nipones.

Desde la guerra de Corea a Vietnam, pasando sobre todo por la II Guerra Mundial, los técnicos de Hollywood constituyeron el cuerpo propagandístico más eficaz y mejor dotado para  que el espectador viese en las acciones bélicas de Estados Unidos un preponderante deseo de paz y de pacificación. Se destruían países, se quemaban bosques enteros con NAPALM en nombre de la concordia que, desgraciadamente parecían decir los mensajes cinematográficos, tenían que pasar por la represión para que fuesen conocidos (la letra con sangre entra) para que resultasen eficaces.

En esa vorágine de producciones guerreras surgieron algunas joyitas, como la tan cacareada "Casablanca", película de difícil producción que a la postre consiguió su objetivo, hacer que la guerra pareciese bella. En una ciudad de Marruecos, país que por entonces andaba entre el neutralismo y el amor por Francia, se situó la acción de esta película que debería de haberse titulado "Tánger" ya que los guionistas querían una ciudad donde fuese fácil la intriga. En los años cuarenta, Tánger, ciudad internacional por la voluntad de una serie de países que probablemente consideraron una buena operación disponer de un punto del globo donde pudiese pasar todo y donde no pudiese ocurrir nada. El contrabando, primero el tabaco y luego la droga, el espionaje, la lucha entre refugiados de otros países y de otras situaciones políticas corrían por las calles y se refugiaban en los grandes hoteles, mientras que los bancos se mostraban extremadamente discretos con los grandes o pequeños capitales que pudiesen aterrizar en sus cajas. En uno hoteles tenían su sede los espías alemanes, en otro los españoles, más allá los ingleses, los norteamericanos, quizá también los soviéticos. Tánger era la ciudad aventurera que deseaban los productores para plasmar una viril y romántica aventura metida en la guerra que sacudía al mundo. Los ingredientes fueron acertados: Humphrey Bogart en su papel de héroe centroeuropeo metido hasta los codos en una lucha a muerte para salvar a la humanidad frente a los terribles nazis que pululaban  por Tánger a la caza y captura de enemigos del III Reich. A Ingrid Bergman la convirtieron en particular monja de la paz y de la guerra. La receta estaba complementada con un negro pianista –ojo al odio de los nazis por la gente que no fuera escrupulosamente aria—y una serie de perdedores de distintas naciones , para mayor júbilo de los cazadores nazis.

Yo estaba convencido, aunque a veces alguna película de los novena y dos mil me diera repelucos, que el cine propagandístico norteamericano era ya una broma del pasado. Pero medio siglo después, Emiliano Basile, en una crítica reproducida por NOTICINE.com, me ha destrozado mis pacíficas y adorables ilusiones, señalando que por lo menos una película reciente, de cuño yanqui, desde luego, "Objetivo: la Casa Blanca / Ataque a la Casa Blanca / Olimpo bajo fuego" rompe la tregua de la memez y el patriotismo barato que durante años Estados Unidos justificó como un complemento necesario para que sus guerras maravillosas que ponían y quitaban regímenes a ritmo de cañonazo, y hasta con bombas atómicas (Hiroshima, Nagasaki, dos ciudades mártires) se convencía a Japón de que la guerra que no hiciera Estados Unidos era una infamia con la que había que acabar, aunque fuese dejando secuelas en cientos de miles de personas para toda una vida de agonía y de hospitales.

También es verdad que los japoneses se lo habían buscado. ¿Cómo se les ocurrió desafiar a la Potencia Máxima atacando su querida base de Pearl Harbour? La primera bomba atómica, jamás utilizada hasta entonces, llevaba el bonito nombre de Little Boy y la dejaron caer sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, un lunes en el que ciento de miles de japoneses se dirigían a sus trabajos. Pero no fue bastante. El 9 de agosto, jueves, otra bomba del mismo calibre bautizada Fat Man cayó sobre Nagasaki.

Me pregunto con qué ojos verán los japoneses esos gritos de patriotismo machacón que los norteamericanos siguen lanzado en sus películas de masas. Espero que alguien haya tenido la idea de presentarlas en las escuelas, algo que debería de hacerse también en nuestro primer mundo, donde ya todo es posible.

Lo malo es que el público del mundo entero convierte la mayoría de las películas estadounidenses, sobre todas esas que pecan de patrioterismo barato, en taquillazos casi seguros. La culpa es que un gran porcentaje de los cines, sea en el país que fuere, son copadas regularmente por las producciones de Estados Unidos. El número de films y los medios enormes de que disponen los productores hacen que este fenómeno no sea casual. En cine, como en información, Norteamérica domina en todas partes. Y, de rebote, los espectadores menos atentos llegan a meterse en la mollera que no hay salvación sin Estados Unidos, sin los héroes norteamericanos. Que les debemos vasallaje.

Esta manipulación, tanto más grave cuando se trata de informaciones vitales afecta principalmente a los países más pobres. En 1978 se produjo una gran batalla, que quedó en agua de borraja, para impedir ese desequilibrio. La plantearon los pobres en el marco de la UNESCO (organización de Naciones Unidas para Educación, la Ciencia y la Cultura).

En un informe de la UNESCO de diciembre de 1982, se explicaba que "de acuerdo con ciertas fuentes, 80 por ciento de las noticias difundidas en el mundo entero proceden de los países industrializados y de ellas entre el 10 y 20 por ciento se refieren al Tercer Mundo".

Un dato que tiene todo el valor de una acusación que se agrava con esta otra valoración: en 1978 los países en desarrollo, con 70 por ciento de la población mundial, sólo disponían de una fracción de los medios de comunicación: 22 por ciento de los títulos de libros publicados en el mundo, 17 por ciento de la distribución total de los periódicos, 9 por ciento del consumo de papel periódico, 27 por ciento de las emisoras de radio, 18 por ciento de receptores de radio, 5 por ciento de las emisoras de televisión y 12 por ciento de televisores.

Por cierto que en aquel entonces nadie se atrevió a plantear de frente el desequilibrio de intercambios en el cine entre el norte y el sur. Y la manipulación del cine norteamericano pudo continuar.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro, recién publicado, se titula "Calle Falange Española"