Katharine Hepburn: rebelde, elegante y varonil
- por © NOTICINE.com
30-VI-03
Por Alberto Duque López
A los 96 años de edad, cuatro Oscars recibidos entre doce nominaciones; un solo matrimonio, fracasado; un romance clandestino de 26 años con otro rebelde, Spencer Tracy; algunas de las mejores comedias de todos los tiempos; una aureola feminista dentro y fuera de la pantalla por defender el aborto, la liberación absoluta y el voto para las mujeres, además de preocuparse por el embarazo de las adolescentes, la prostitución y el auge de las enfermedades venéreas; una leyenda de androginia que ella fomentaba porque siempre llevaba pantalones y chaquetas cruzadas con camisas a rayas y zapatos sin tacones, muy masculina, sin medias ni maquillaje ni aretes ni adornos. A los 96 años, solo la coincidencia de la artritis, el cáncer de piel, la neumonía y los peores efectos del Parkinson pudieron acabar con la vida y la carrera de una de las mujeres más fascinantes en muchos años, Katharine Hepburn, desaparecida quince días después de otra leyenda, Gregory Peck.
Nacida el 12 de mayo de 1907 en Hartford, la capital de Conecticut, creció en el hogar de un médico y una sufragista (rechazada en el ambiente aristocrático de Boston, por sus ideas radicales) que inculcaron a sus seis hijos la más absoluta libertad para pensar, hacer y decidir con sus vidas. Solo en un ambiente liberal como ése, podía encajar una personalidad tan fuerte, terca, solitaria y orgullosa como la de esta actriz a quien recordamos absolutamente enloquecida, en “De repente el último verano” de Joseph L. Mankiewicz, 1959, imaginándose en la luz blanca de la playa española de Boca de Lobo, la muerte antropofágica de su hijo homosexual Sebastián, destrozado por un grupo de adolescentes enardecidos con la presencia sensual de Elizabeth Taylor. O soportando las impertinencias de John Huston y Humphrey Bogart, en plena selva y en un barquito que desafía las peores tormentas climáticas y sentimentales en “La reina de Africa”, 1951, o tomando la mano de Henry Fonda a quien “salvó” de morir ahogado mientras filmaban “En el estanque dorado” en 1981.
Leyendo sus memorias,”Yo misma, historias de mi vida” uno entiende que la arrogancia, la antipatía, la dureza, la soledad, el apego a su larga familia, el terror a dejarse conocer por los extraños, el desprecio que sentía por los críticos que reseñaban sus películas y los espectadores que iban a verlas, sus pésimas relaciones con directores, guionistas, técnicos y directores, su odio a la frivolidad de Hollywood, su negativa a dejarse manejar por los publicistas como una estrella y una diva, todos esos elementos de su forma de ser que la convirtieron en una rareza en el mundo del cine hasta el momento de su muerte este domingo 29 de junio, venían directamente de la madre y ésta lo había tomado del pensamiento de otro rebelde, George Bernard Shaw: “Este es el verdadero goce de la vida, ser usado para un objetivo que tú mismo reconoces como importante; estar totalmente agotado cuando te arrojen al cajón de los trastos; ser una fuerza de la naturaleza en lugar de un pequeño zoquete febril y egoísta, lleno de malestar y resentimiento, quejoso siempre de que el mundo no se dedique a hacerte feliz”. Como remate de esa filosofía, estos mandamientos: “No te des por vencida. Lucha por tu futuro. La única solución es la independencia. Las mujeres valen tanto como los hombres. No tienes demasiado dinero pero sí un espíritu independiente. Con conocimientos, con educación no puedes ceder, tienes tu propio camino. No gimas. No te quejes. Piensa positivamente”.
Si alguien quiere un resumen de los 96 años de vida de esta mujer, basta que analice una a una las anteriores palabras y las aplique a una actriz que algunos consideraban fea como un caballo, mientras otros adoraban sus pómulos sobresalientes en un rostro huesudo iluminado por unos ojos brillantes. Delgada, elegante y discreta, así apareció en las revistas que ella jamás leía, por simple higiene mental. Como afirma el crítico David Thomson, su belleza venía de su interior, de la enorme y envidiable confianza que tenía en ella misma, en su trabajo, en su acento marcado, en su impaciencia y su altanería, en ese mundo íntimo que casi nadie llegó a develar.
A lo largo de su larga carrera en el cine (más de cincuenta películas), el teatro y la televisión convenció a grandes directores, especialmente al mítico George Cuckor (su director en 10 películas) que ella solo se interpretaba a sí misma y apenas tomaba algunos elementos del personaje de turno, descritos en el guión, para alimentar su presencia pero siempre fue ella.
Su primer Oscar lo ganó en 1933 con “Día de gloria” y un personaje que compartía algunas circunstancias de su vida. Los críticos la atacaron pero los espectadores aprendieron a amarla. Fracasó con cuatro películas seguidas -“La gran aventura de Silvia” (Sylvia Scarlett), “María Estuardo” (Mary of Scotland), “A woman rebels” y “Quality Street”-, sin importarle que el público le diera la espalda o la aprobara. Intentó obtener el papel de Vivien Leigh en “Lo que el viento se llevó”; volvió a fracasar con “La fiera de mi niña” (Bringing up baby); financió una obra comedia teatral, “Historias de Filadelfia” (The Philadelphia Story), que protagonizó y luego convenció a la MGM para hacer la película que seguirá en la leyenda del cine, contratando a los dos mejores galanes del momento, James Stewart y Cary Grant, en 1940. Por supuesto, el director era Cuckor.
Casada una sola vez y durante tres semanas con un millonario amigo de su familia, Ludlow Ogden Smith, se mantuvo soltera porque no pudo casarse con Spencer Tracy (era católico y no podía divorciarse) aunque fue su compañera en la clandestinidad durante 26 años y filmaron 9 películas juntos, una situación conocida y comprendida por todos; a pesar de su renuencia a participar de los chismes de Hollywood, la vincularon sentimentalmente con algunos grandes del cine como Howard Hughes, Humphrey Bogart y el director John Ford.
Hasta este año, cuando Meryl Streep recibió su décima tercera nominación al Oscar por su papel en “El ladrón de orquídeas”, Hepburn mantuvo la marca de doce nominaciones (igualada por Jack Nicholson) por las películas “Día de gloria”, 1933; “Sueños de Juventud / Alice Adams”, 1935; “Historias de Filadelfia”, 1940; “La mujer del año / Woman of the Year”, 1942; “La reina de Africa / The african queen”, 1953; “Locuras de verano / Summertime”, 1955; “El farsante / The Rainmaker”, 1956; “De repente, el último verano / Suddenly, Last Summer”, 1959; “Larga jornada hacia la noche / Long Day's Journey Into Night”, 1962; “Adivina quién viene a cenar esta noche / Guess Who's Coming to Dinner”, 1967; “El León en invierno / The Lion in Winter”, 1968 y “En el estaque dorado / On Goldend pond”, 1981. Además del Oscar por “Día de gloria” también lo obtuvo con “Adivina quién viene a cenar esta noche”, “El León en invierno” (compartido con Barbra Streisand por “Funny Girl”), y “En el estanque dorado”, una marca que nadie ha podido igualar. Por supuesto, nunca recogió alguno de estos premios.
De sus trabajos en el teatro, los críticos recuerdan entre otros sus personajes de “La Millonaria”, 1952, “El mercader de Venecia”, 1957 y “West Side Waltz” en 1980. De sus apariciones en televisión destacan “Love Among the Ruins”, 1974 y “The Man Upstairs”, 1994. Además de su autobiografía, publicó un libro con la experiencia amarga que atravesó mientras filmaba “La reina africana”.
Esa es la historia de una actriz que inició su carrera teatral a los 12 años, que exigió a la RKO la suma de 1.500 dólares por su primer contrato al lado de John Barrymore, que se complacía en afirmar que siempre estuvo de espaldas al público y la crítica, y le confesó a la periodista Bárbara Walters en 1981: “Nunca he vivido como una mujer. He vivido como un hombre. Siempre hice lo que me dio la gana. Hice mucho dinero para vivir a mi manera y nunca me he arrepentido de andar sola”. En uno de sus rituales anuales, el American Film Institute la escogió como la más grande entre las 50 leyendas del cine. Nunca se lo agradeció. Como si no fuera con ella. Tuvo la misma reacción el 12 de mayo de 1997 cuando bautizaron con su nombre un parque en Manhattan. Se quedó en casa. Indiferente.
Por Alberto Duque López
A los 96 años de edad, cuatro Oscars recibidos entre doce nominaciones; un solo matrimonio, fracasado; un romance clandestino de 26 años con otro rebelde, Spencer Tracy; algunas de las mejores comedias de todos los tiempos; una aureola feminista dentro y fuera de la pantalla por defender el aborto, la liberación absoluta y el voto para las mujeres, además de preocuparse por el embarazo de las adolescentes, la prostitución y el auge de las enfermedades venéreas; una leyenda de androginia que ella fomentaba porque siempre llevaba pantalones y chaquetas cruzadas con camisas a rayas y zapatos sin tacones, muy masculina, sin medias ni maquillaje ni aretes ni adornos. A los 96 años, solo la coincidencia de la artritis, el cáncer de piel, la neumonía y los peores efectos del Parkinson pudieron acabar con la vida y la carrera de una de las mujeres más fascinantes en muchos años, Katharine Hepburn, desaparecida quince días después de otra leyenda, Gregory Peck.
Nacida el 12 de mayo de 1907 en Hartford, la capital de Conecticut, creció en el hogar de un médico y una sufragista (rechazada en el ambiente aristocrático de Boston, por sus ideas radicales) que inculcaron a sus seis hijos la más absoluta libertad para pensar, hacer y decidir con sus vidas. Solo en un ambiente liberal como ése, podía encajar una personalidad tan fuerte, terca, solitaria y orgullosa como la de esta actriz a quien recordamos absolutamente enloquecida, en “De repente el último verano” de Joseph L. Mankiewicz, 1959, imaginándose en la luz blanca de la playa española de Boca de Lobo, la muerte antropofágica de su hijo homosexual Sebastián, destrozado por un grupo de adolescentes enardecidos con la presencia sensual de Elizabeth Taylor. O soportando las impertinencias de John Huston y Humphrey Bogart, en plena selva y en un barquito que desafía las peores tormentas climáticas y sentimentales en “La reina de Africa”, 1951, o tomando la mano de Henry Fonda a quien “salvó” de morir ahogado mientras filmaban “En el estanque dorado” en 1981.
Leyendo sus memorias,”Yo misma, historias de mi vida” uno entiende que la arrogancia, la antipatía, la dureza, la soledad, el apego a su larga familia, el terror a dejarse conocer por los extraños, el desprecio que sentía por los críticos que reseñaban sus películas y los espectadores que iban a verlas, sus pésimas relaciones con directores, guionistas, técnicos y directores, su odio a la frivolidad de Hollywood, su negativa a dejarse manejar por los publicistas como una estrella y una diva, todos esos elementos de su forma de ser que la convirtieron en una rareza en el mundo del cine hasta el momento de su muerte este domingo 29 de junio, venían directamente de la madre y ésta lo había tomado del pensamiento de otro rebelde, George Bernard Shaw: “Este es el verdadero goce de la vida, ser usado para un objetivo que tú mismo reconoces como importante; estar totalmente agotado cuando te arrojen al cajón de los trastos; ser una fuerza de la naturaleza en lugar de un pequeño zoquete febril y egoísta, lleno de malestar y resentimiento, quejoso siempre de que el mundo no se dedique a hacerte feliz”. Como remate de esa filosofía, estos mandamientos: “No te des por vencida. Lucha por tu futuro. La única solución es la independencia. Las mujeres valen tanto como los hombres. No tienes demasiado dinero pero sí un espíritu independiente. Con conocimientos, con educación no puedes ceder, tienes tu propio camino. No gimas. No te quejes. Piensa positivamente”.
Si alguien quiere un resumen de los 96 años de vida de esta mujer, basta que analice una a una las anteriores palabras y las aplique a una actriz que algunos consideraban fea como un caballo, mientras otros adoraban sus pómulos sobresalientes en un rostro huesudo iluminado por unos ojos brillantes. Delgada, elegante y discreta, así apareció en las revistas que ella jamás leía, por simple higiene mental. Como afirma el crítico David Thomson, su belleza venía de su interior, de la enorme y envidiable confianza que tenía en ella misma, en su trabajo, en su acento marcado, en su impaciencia y su altanería, en ese mundo íntimo que casi nadie llegó a develar.
A lo largo de su larga carrera en el cine (más de cincuenta películas), el teatro y la televisión convenció a grandes directores, especialmente al mítico George Cuckor (su director en 10 películas) que ella solo se interpretaba a sí misma y apenas tomaba algunos elementos del personaje de turno, descritos en el guión, para alimentar su presencia pero siempre fue ella.
Su primer Oscar lo ganó en 1933 con “Día de gloria” y un personaje que compartía algunas circunstancias de su vida. Los críticos la atacaron pero los espectadores aprendieron a amarla. Fracasó con cuatro películas seguidas -“La gran aventura de Silvia” (Sylvia Scarlett), “María Estuardo” (Mary of Scotland), “A woman rebels” y “Quality Street”-, sin importarle que el público le diera la espalda o la aprobara. Intentó obtener el papel de Vivien Leigh en “Lo que el viento se llevó”; volvió a fracasar con “La fiera de mi niña” (Bringing up baby); financió una obra comedia teatral, “Historias de Filadelfia” (The Philadelphia Story), que protagonizó y luego convenció a la MGM para hacer la película que seguirá en la leyenda del cine, contratando a los dos mejores galanes del momento, James Stewart y Cary Grant, en 1940. Por supuesto, el director era Cuckor.
Casada una sola vez y durante tres semanas con un millonario amigo de su familia, Ludlow Ogden Smith, se mantuvo soltera porque no pudo casarse con Spencer Tracy (era católico y no podía divorciarse) aunque fue su compañera en la clandestinidad durante 26 años y filmaron 9 películas juntos, una situación conocida y comprendida por todos; a pesar de su renuencia a participar de los chismes de Hollywood, la vincularon sentimentalmente con algunos grandes del cine como Howard Hughes, Humphrey Bogart y el director John Ford.
Hasta este año, cuando Meryl Streep recibió su décima tercera nominación al Oscar por su papel en “El ladrón de orquídeas”, Hepburn mantuvo la marca de doce nominaciones (igualada por Jack Nicholson) por las películas “Día de gloria”, 1933; “Sueños de Juventud / Alice Adams”, 1935; “Historias de Filadelfia”, 1940; “La mujer del año / Woman of the Year”, 1942; “La reina de Africa / The african queen”, 1953; “Locuras de verano / Summertime”, 1955; “El farsante / The Rainmaker”, 1956; “De repente, el último verano / Suddenly, Last Summer”, 1959; “Larga jornada hacia la noche / Long Day's Journey Into Night”, 1962; “Adivina quién viene a cenar esta noche / Guess Who's Coming to Dinner”, 1967; “El León en invierno / The Lion in Winter”, 1968 y “En el estaque dorado / On Goldend pond”, 1981. Además del Oscar por “Día de gloria” también lo obtuvo con “Adivina quién viene a cenar esta noche”, “El León en invierno” (compartido con Barbra Streisand por “Funny Girl”), y “En el estanque dorado”, una marca que nadie ha podido igualar. Por supuesto, nunca recogió alguno de estos premios.
De sus trabajos en el teatro, los críticos recuerdan entre otros sus personajes de “La Millonaria”, 1952, “El mercader de Venecia”, 1957 y “West Side Waltz” en 1980. De sus apariciones en televisión destacan “Love Among the Ruins”, 1974 y “The Man Upstairs”, 1994. Además de su autobiografía, publicó un libro con la experiencia amarga que atravesó mientras filmaba “La reina africana”.
Esa es la historia de una actriz que inició su carrera teatral a los 12 años, que exigió a la RKO la suma de 1.500 dólares por su primer contrato al lado de John Barrymore, que se complacía en afirmar que siempre estuvo de espaldas al público y la crítica, y le confesó a la periodista Bárbara Walters en 1981: “Nunca he vivido como una mujer. He vivido como un hombre. Siempre hice lo que me dio la gana. Hice mucho dinero para vivir a mi manera y nunca me he arrepentido de andar sola”. En uno de sus rituales anuales, el American Film Institute la escogió como la más grande entre las 50 leyendas del cine. Nunca se lo agradeció. Como si no fuera con ella. Tuvo la misma reacción el 12 de mayo de 1997 cuando bautizaron con su nombre un parque en Manhattan. Se quedó en casa. Indiferente.