Colaboración: La bragueta de Elvis Presley
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Por Sergio Berrocal *
La raya del pantalón de seda era tan virilmente recta como el pene de Bill Clinton enamorándose de una jovencita y adorable empleada de la Casa Blanca. Pero Elvis Presley, el rey, el king, le roi, el macho, era el amo del mundo del bajo vientre. Lo fue todos los años que cantó a través de películas como “Cita en las Vegas”, donde Ann Margret, ¿recuerdan a aquella espectacular moza a lo Margritte?, manejaba un Triumph descapotable británico que no coreano o chino.
Cuando ya se hubieron muertos todos, menos Clinton, porque a ese no lo despega ni el pastor de la iglesia del reverendo Georges Bush, amo de la última cruzada, no aquella películera de látigo y arqueología sino la que fulminó a un país de la vieja historia del mundo, Irak, Elvis seguía dándole a la pelvis.
Cuando Elvis, que no era guapo pero tenía ojos de mujer perversa pasada por un prostíbulo de Barbès, allá en el rancho grande de París, Europa, Mundo, entonaba “Love Me Tender” o cualquier otra melodía que parecía salir de su bragueta, las muchachas casaderas conocían su primer orgasmo y los jovenzuelos se alistaban en la Legión Extranjera del despecho.
De 1956 a ya bien entrada la década de los 70, la voz del norteamericano rompía más bragas que corazones. Fueron años, luengos años de permisiva euforia amorosa. Tanto que cuando en Mayo del 68 un puñado de estudiantes franceses tuvo la idea de armar la marimorena en París para que ya nada pudiese ser más prohibido, su líder, el alemán Daniel Cohn Bendit su guardia pretoriana se dieron cuenta de que Elvis había pasado por allí. Y que hacer el amor, y no la guerra, en las facultades, en los portales, en las casas más recatadas, no tenía nada de heróico. Cohn Bendit terminó de diputado europeo.
Ay, aquel traje de seda de Elvis… Estábamos todos locos por él, bueno no me malinterpreten, por lo que representaba de machismo consentido con su cara de hawaiana a la que le hubiesen cortado el pelo a lo garçon. Le imitábamos aunque no le llegásemos ni a los tacones.
En el Boulevard des Italiens de París, un sastre hizo fortuna trayendo trajes de Hong Kong, cuando todavía aquello no era China Comunista, sino un respiro entre Occidente y Oriente. Decíamos los muchachos aguerridos que eran de seda de tiburón, pescados en el Pacífico por locos y hambrientos chinos que se dejaban la piel para conseguirlo. En todo caso, el sacrificio de los pobrecitos pescadores miserables en aras de la moda nos importaba un pitillo Ducados, tabaco español que se puso un rato de moda. Los trajes eran preciosamente baratos y en un rato el Boulevard des Italiens se convirtió en un desfile de majaderos con sus trajecitos de corte chino. Luego resultó que aquello no tenía nada de tiburón y los más listos comprendieron que estaban fabricados con restos de petróleo que una gran compañía multinacional había utilizado incluso para fabricar ricos filetes de ternera.
La época de Elvis el guaperas fue la época sagrada del sexo. Por lo menos en París la cuestión era sex or no sex. E incluso en Madrid, donde Franco actuaba como un afrodisíaco con sus prohibiciones. “Nunca se cogitó vaginalmente tanto en España como en tiempos de Franco”, me confiaba un sesudo colega poeta que murió delante de su televisor. Es que no somos nada. Nadie pensaba, ni los más católicos de nosotros, que aquello fuese pecado. Que va caballero, es sano y precioso. El único problema de dejarse llevar por las canciones del King es que entonces los métodos anticonceptivos eran escasos, caros y medio regulares. Pero como auténticos pioneros afrontábamos todos los riesgos. Un amigo malagueño, ebanista de profesión, se encontró en siete años con siete hijos, y sin novias que darles.
Por supuesto que hoy Elvis tenía que estar muerto, no podía ser de otra forma. Lo hubiesen matado de vivir los exegetas del rigor moral que aumentan a medida que las matanzas se hacen más abultadas y frecuentes en países que o quieren su independencia o se les impone algo que podría parecerlo, Como si la orden fuera Haz la guerra y no el Amor.
El toro de Tennessee sembró de semen de la pasión durante lo que Dios le dio de vida algunas de los más admirados rostros de la pantalla. Y el ejemplo cundía, procurando no llegar al bíblico multiplicaos.
“Stay Hawai, Joe”, “Speedway” y “Live A Little, Love A Little”, son títulos de películas que canto el King con la voz más perversa del mundo, la que provocaba irrevocable vocación franciscana en los muchachos menos dotados o menos dispuestos.
Pobre Elvis si le hubiese tocado seguir viviendo con su misma vitalidad en estos años dos mil y pico. Es cierto que habría encontrado médicos que recomiendan el sexo para prolongar la vida. Pero el sexo por vocación, el sexo por amistad, por admiración y nunca por caridad está casi prohibido.
Desde que en 1998 a Bill Clinton, entonces presidente y esposo de Hillary Clinton, le cogieron con las manos donde no debía y desde que su compañera de juerga en el despacho oval, una simpática empleadita becaria de la Casa Blanca, Monica Lewinsky, tuvo la ocurrencia de llevar el descuido feliz (aunque algo pegajoso) de aquel hombre que mandaba en el mundo en su propio traje, como un trofeo que huye de los tintoreros, todo se derrumbó.
El sexo quedó maldito. Y a mediados de junio de 2011, Anthony Weiner, miembro de la honorable Cámara de Representante de los Estados Unidos, ha tenido que hacer acto de contricción. Y no porque hubiese mejorado el método Clinton si no simplemente porque le acusaban de haber mandado por Internet unas fotos eróticas.
El final de lo que podía haber sido una aventura de enamorados ha terminado siniestramente. El honorable diputado tuvo que ingresar en una clínica “especializada para cometerse a un tratamiento de adicción al sexo”. ¡Pobre Elvis!
(Hace unos años, en un lugar del nordeste de Brasil que no mencionaré para evitar bulla turística, descubrí que el culto a la portañuela estaba más que nunca de moda, pese a que Elvis andaba bajo tierra desde una eternidad. En aquel lugar, los norteamericanos habían establecido durante la Segunda Guerra Mundial (años cuarenta) una base aérea donde dicen, pero nadie me lo confirmó, ni el confidente que yo tenía infiltrado en las plantas medicinales, que pasó la noche el bombardero norteamericano que transportaba la primera bomba atómica con la que los Estados Unidos gratificaron a Japón para demostrarles que los “putos amos” eran ellos. Me lo contó un cantante de samba jubilado que había perdido una pierna por penicilina adulterada. Como los norteamericanos son gente de fácil aburrimiento decidieron abrir la base militar a todos los bichos vivientes brasileños y plantaron una pancarta que decía “For all” (Para todos, abierto para todos, entren como les de la gana. Los brasileños y las brasileñas inventaron entonces el for all, que en lengua indígena se convirtió en forró, una especie de trepidante frotamiento pélvico del que nacería muchos años después la lambada e imagino que un montón de bebés Una bella danza que habría dejado de piedra al mismísimo Elvis, que Dios tenga piedad de su alma).
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).
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La raya del pantalón de seda era tan virilmente recta como el pene de Bill Clinton enamorándose de una jovencita y adorable empleada de la Casa Blanca. Pero Elvis Presley, el rey, el king, le roi, el macho, era el amo del mundo del bajo vientre. Lo fue todos los años que cantó a través de películas como “Cita en las Vegas”, donde Ann Margret, ¿recuerdan a aquella espectacular moza a lo Margritte?, manejaba un Triumph descapotable británico que no coreano o chino.
Cuando ya se hubieron muertos todos, menos Clinton, porque a ese no lo despega ni el pastor de la iglesia del reverendo Georges Bush, amo de la última cruzada, no aquella películera de látigo y arqueología sino la que fulminó a un país de la vieja historia del mundo, Irak, Elvis seguía dándole a la pelvis.
Cuando Elvis, que no era guapo pero tenía ojos de mujer perversa pasada por un prostíbulo de Barbès, allá en el rancho grande de París, Europa, Mundo, entonaba “Love Me Tender” o cualquier otra melodía que parecía salir de su bragueta, las muchachas casaderas conocían su primer orgasmo y los jovenzuelos se alistaban en la Legión Extranjera del despecho.
De 1956 a ya bien entrada la década de los 70, la voz del norteamericano rompía más bragas que corazones. Fueron años, luengos años de permisiva euforia amorosa. Tanto que cuando en Mayo del 68 un puñado de estudiantes franceses tuvo la idea de armar la marimorena en París para que ya nada pudiese ser más prohibido, su líder, el alemán Daniel Cohn Bendit su guardia pretoriana se dieron cuenta de que Elvis había pasado por allí. Y que hacer el amor, y no la guerra, en las facultades, en los portales, en las casas más recatadas, no tenía nada de heróico. Cohn Bendit terminó de diputado europeo.
Ay, aquel traje de seda de Elvis… Estábamos todos locos por él, bueno no me malinterpreten, por lo que representaba de machismo consentido con su cara de hawaiana a la que le hubiesen cortado el pelo a lo garçon. Le imitábamos aunque no le llegásemos ni a los tacones.
En el Boulevard des Italiens de París, un sastre hizo fortuna trayendo trajes de Hong Kong, cuando todavía aquello no era China Comunista, sino un respiro entre Occidente y Oriente. Decíamos los muchachos aguerridos que eran de seda de tiburón, pescados en el Pacífico por locos y hambrientos chinos que se dejaban la piel para conseguirlo. En todo caso, el sacrificio de los pobrecitos pescadores miserables en aras de la moda nos importaba un pitillo Ducados, tabaco español que se puso un rato de moda. Los trajes eran preciosamente baratos y en un rato el Boulevard des Italiens se convirtió en un desfile de majaderos con sus trajecitos de corte chino. Luego resultó que aquello no tenía nada de tiburón y los más listos comprendieron que estaban fabricados con restos de petróleo que una gran compañía multinacional había utilizado incluso para fabricar ricos filetes de ternera.
La época de Elvis el guaperas fue la época sagrada del sexo. Por lo menos en París la cuestión era sex or no sex. E incluso en Madrid, donde Franco actuaba como un afrodisíaco con sus prohibiciones. “Nunca se cogitó vaginalmente tanto en España como en tiempos de Franco”, me confiaba un sesudo colega poeta que murió delante de su televisor. Es que no somos nada. Nadie pensaba, ni los más católicos de nosotros, que aquello fuese pecado. Que va caballero, es sano y precioso. El único problema de dejarse llevar por las canciones del King es que entonces los métodos anticonceptivos eran escasos, caros y medio regulares. Pero como auténticos pioneros afrontábamos todos los riesgos. Un amigo malagueño, ebanista de profesión, se encontró en siete años con siete hijos, y sin novias que darles.
Por supuesto que hoy Elvis tenía que estar muerto, no podía ser de otra forma. Lo hubiesen matado de vivir los exegetas del rigor moral que aumentan a medida que las matanzas se hacen más abultadas y frecuentes en países que o quieren su independencia o se les impone algo que podría parecerlo, Como si la orden fuera Haz la guerra y no el Amor.
El toro de Tennessee sembró de semen de la pasión durante lo que Dios le dio de vida algunas de los más admirados rostros de la pantalla. Y el ejemplo cundía, procurando no llegar al bíblico multiplicaos.
“Stay Hawai, Joe”, “Speedway” y “Live A Little, Love A Little”, son títulos de películas que canto el King con la voz más perversa del mundo, la que provocaba irrevocable vocación franciscana en los muchachos menos dotados o menos dispuestos.
Pobre Elvis si le hubiese tocado seguir viviendo con su misma vitalidad en estos años dos mil y pico. Es cierto que habría encontrado médicos que recomiendan el sexo para prolongar la vida. Pero el sexo por vocación, el sexo por amistad, por admiración y nunca por caridad está casi prohibido.
Desde que en 1998 a Bill Clinton, entonces presidente y esposo de Hillary Clinton, le cogieron con las manos donde no debía y desde que su compañera de juerga en el despacho oval, una simpática empleadita becaria de la Casa Blanca, Monica Lewinsky, tuvo la ocurrencia de llevar el descuido feliz (aunque algo pegajoso) de aquel hombre que mandaba en el mundo en su propio traje, como un trofeo que huye de los tintoreros, todo se derrumbó.
El sexo quedó maldito. Y a mediados de junio de 2011, Anthony Weiner, miembro de la honorable Cámara de Representante de los Estados Unidos, ha tenido que hacer acto de contricción. Y no porque hubiese mejorado el método Clinton si no simplemente porque le acusaban de haber mandado por Internet unas fotos eróticas.
El final de lo que podía haber sido una aventura de enamorados ha terminado siniestramente. El honorable diputado tuvo que ingresar en una clínica “especializada para cometerse a un tratamiento de adicción al sexo”. ¡Pobre Elvis!
(Hace unos años, en un lugar del nordeste de Brasil que no mencionaré para evitar bulla turística, descubrí que el culto a la portañuela estaba más que nunca de moda, pese a que Elvis andaba bajo tierra desde una eternidad. En aquel lugar, los norteamericanos habían establecido durante la Segunda Guerra Mundial (años cuarenta) una base aérea donde dicen, pero nadie me lo confirmó, ni el confidente que yo tenía infiltrado en las plantas medicinales, que pasó la noche el bombardero norteamericano que transportaba la primera bomba atómica con la que los Estados Unidos gratificaron a Japón para demostrarles que los “putos amos” eran ellos. Me lo contó un cantante de samba jubilado que había perdido una pierna por penicilina adulterada. Como los norteamericanos son gente de fácil aburrimiento decidieron abrir la base militar a todos los bichos vivientes brasileños y plantaron una pancarta que decía “For all” (Para todos, abierto para todos, entren como les de la gana. Los brasileños y las brasileñas inventaron entonces el for all, que en lengua indígena se convirtió en forró, una especie de trepidante frotamiento pélvico del que nacería muchos años después la lambada e imagino que un montón de bebés Una bella danza que habría dejado de piedra al mismísimo Elvis, que Dios tenga piedad de su alma).
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).
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