Colaboración: Neorrealista Rick
- por © P.L.-NOTICINE.com

Por Sergio Berrocal *
A veces te sientes perdido y te metes en una película neorrealista italiana con Raf Vallone de machito insolente y Elena Varzi en mujer perdida de belleza despampanante y redentora, con falda estrecha, larga y sobria y muslos tersos. Neorrealismo sudamericano con “El baño del Papa”, la historia de un puñado de desgraciados que en un pueblo uruguayo de la frontera con Brasil esperan que llegue el Papa, y que la multitud que le acompaña les saque de la miseria por un ratito. Uno de esos padecientes ha instalado un magnífico y surrealista retrete, instrumento que le parece de la mayor rentabilidad.
En 2010, el neorrealismo se impone en esta Europa tumefacta, que se tambalea ante las sacudidas de los poderosos financieros que la succionan como si fuese un dulce en un salón de té de un pueblo perdido en el Caribe.
Antes de dejarme embaucar por esas dos películas, mi intención era hablarles de Brigitte Bardot, que se lamenta de que el pueblo en el que cobró fama y al que ella hizo patrimonio de la humanidad millonaria, Saint Tropez, en la Costa Azul, ya no sea el mismo. Que a ella, como a un Rick cualquiera, ya no le queda ni Saint Tropez.
Pero sabe que desde aquellos años en que Roger Vadim la descubrió como el símbolo sexual de toda una generación, la nuestra, la de los amantes de perder, el tiempo pasado no ha mejorado nada.
Todo es una pantomima de democracia pero todo el mundo se cree demócrata, hasta en el cine, donde desde el Eclipse ese de tremebundos vampiros algo influenciados por las doctrinas homos hasta los animalejos que quieren ser modernos.
Pero ella, que sigue pensando que lo mejor que puede hacerse es salvar focas del palo en la nuca fatal, no sabe que España ha ganado el Mundial del Fútbol en Sudáfrica, uno de los países más tuberculosos del mundo.
Sus guerreros multimillonarios (más de un millón de dólares por mes y por término medio, cuando no es más) pasearon su palmito por Madrid, capital de los españoles, al ritmo del bombo millonario. Todos eran reyes del mambo.
Cientos de miles de personas, tal vez un par de millones o más, les aclamaron como probablemente se haga con los salvadores
El colmo de la intranquilidad de espíritu: gente que conoce todos los males económicos alentaban a los multimillonarios del balón a ganar más. Pobres de espíritu porque siempre serán los últimos. Y que sus ricos homenajeados entrarán más fácilmente por el ojo de una aguja que ellos en el banco para conseguir un préstamo.
Vivo en una Europa apática donde no cuenta más que el dinero. Tanto tienes tanto vales. El valor personal es una broma macabra. Nadie tiene nada, nadie vale nada, si no posee una cuenta bancaria que salga de órbita. Se enseña a los niños a amar al dinero como a sí mismos y a no entender más talento que no sume miles de miles.
Acostumbrado a haber sido siempre un periodista mal pagado pero feliz de serlo no entiendo este cambio de guión en mi propia película.
Por eso he decidido refugiarme en el neorrealismo en que los hombres y las mujeres eran como debían ser, de todas las tallas y de todos los colores. Hasta Silvana Mangano era corrientita dentro de sus maravillosas líneas que llevó a la censura española del franquismo a tapar con su más amargo arroz para que no se le vieran los muslos más suntuosos que en el mundo fueron.
Me he comprado un traje discreto en el rastro, una camisa con muchas horas de lavadora sin corbata y unos zapatos de cuero-cartón sucios y varados en el pasado. Y una gorra medio cutre que ya he aprendido a torcer con mirada torva.
En la playa, las gaviotas, que ahora vuelan menos, me miran con sus sólidos picos entreabiertos, como si quisieran decirme algo. Un tipo de impecable esmoquin blanco adornado con una rosa amarilla en la solapa se me acerca con un cigarrillo en los labios. Me quito la gorra para saludarle.
- Hola, soy Rick Blaine, de Casablanca.
-¿El loco ese de la película?
- No, el auténtico Rick. Yo vivía en Tánger en los años cuarenta y tenía desde hacía tiempo un local nocturno cuando una noche entraron dos alemanes y cuatro norteamericanos. Hablaron entre ellos en checo y luego se me acercaron diciendo que tenía que marcharme y cerrar el local porque ellos iban a construir el auténtico bar de Rick en Casablanca para hacer propaganda cinematográfica. Había que ganar la guerra, argumentaron. Echaron al pianista, el pobre Sam, y a los clientes les amenazaron con aceite de ricino y peinado al cero.
-Esa misma noche me metieron en un barco que zarpaba para Marsella. Ayer, el maldito carguero encalló ahí al lado y he podido escaparme.
Eché a andar delante de él hacia la Plaza de la Iglesia de los Boliches, en la frontera con Fuengirola, Costa del Sol, sur-surísimo de España.
El Bar Guerra estaba como siempre atestado de gente, perdedores como yo que no tenían más que esperar que el tiempo los alcanzase.
Nadie se espantó por ver un esmoquin blanco y una rosa amarilla a las once de la mañana. Aquí casi todos están de vuelta.
-Mire, caballero, dije al náufrago, este es el Café Rick, el auténtico, el verdadero. Se asomó a la sala impenetrable que llevaba doce años ensayando la penumbra y sonrió con un diente de oro.
-Allí está Sam.
-Ese tipo no es negro.
-Claro que no, es finlandés. Con esto de la Europa Unida que jamás será vencida hemos tenido que adaptarnos.
-¿Y el piano?
-Tuvo que venderlo cuando llegó hace ocho años. El dueño del bar le deja tocar la máquina tragaperras y tiene mucho éxito… En cuanto a Lisa Lund, la mujer que tanto amó en aquella desgracia de Casablanca, hoy tiene su día libre. Debe de estar en la playa.
Mi acompañante se sentó frente al tragaperras multicolor, acarició su cuerpo de plástico y se echó a llorar antes de farfullar:
-Tócala otra vez, Sam…
Sergio, el camarero-boxeador, le pone en la mano un Pernod con hielo.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).
A veces te sientes perdido y te metes en una película neorrealista italiana con Raf Vallone de machito insolente y Elena Varzi en mujer perdida de belleza despampanante y redentora, con falda estrecha, larga y sobria y muslos tersos. Neorrealismo sudamericano con “El baño del Papa”, la historia de un puñado de desgraciados que en un pueblo uruguayo de la frontera con Brasil esperan que llegue el Papa, y que la multitud que le acompaña les saque de la miseria por un ratito. Uno de esos padecientes ha instalado un magnífico y surrealista retrete, instrumento que le parece de la mayor rentabilidad.
En 2010, el neorrealismo se impone en esta Europa tumefacta, que se tambalea ante las sacudidas de los poderosos financieros que la succionan como si fuese un dulce en un salón de té de un pueblo perdido en el Caribe.
Antes de dejarme embaucar por esas dos películas, mi intención era hablarles de Brigitte Bardot, que se lamenta de que el pueblo en el que cobró fama y al que ella hizo patrimonio de la humanidad millonaria, Saint Tropez, en la Costa Azul, ya no sea el mismo. Que a ella, como a un Rick cualquiera, ya no le queda ni Saint Tropez.
Pero sabe que desde aquellos años en que Roger Vadim la descubrió como el símbolo sexual de toda una generación, la nuestra, la de los amantes de perder, el tiempo pasado no ha mejorado nada.
Todo es una pantomima de democracia pero todo el mundo se cree demócrata, hasta en el cine, donde desde el Eclipse ese de tremebundos vampiros algo influenciados por las doctrinas homos hasta los animalejos que quieren ser modernos.
Pero ella, que sigue pensando que lo mejor que puede hacerse es salvar focas del palo en la nuca fatal, no sabe que España ha ganado el Mundial del Fútbol en Sudáfrica, uno de los países más tuberculosos del mundo.
Sus guerreros multimillonarios (más de un millón de dólares por mes y por término medio, cuando no es más) pasearon su palmito por Madrid, capital de los españoles, al ritmo del bombo millonario. Todos eran reyes del mambo.
Cientos de miles de personas, tal vez un par de millones o más, les aclamaron como probablemente se haga con los salvadores
El colmo de la intranquilidad de espíritu: gente que conoce todos los males económicos alentaban a los multimillonarios del balón a ganar más. Pobres de espíritu porque siempre serán los últimos. Y que sus ricos homenajeados entrarán más fácilmente por el ojo de una aguja que ellos en el banco para conseguir un préstamo.
Vivo en una Europa apática donde no cuenta más que el dinero. Tanto tienes tanto vales. El valor personal es una broma macabra. Nadie tiene nada, nadie vale nada, si no posee una cuenta bancaria que salga de órbita. Se enseña a los niños a amar al dinero como a sí mismos y a no entender más talento que no sume miles de miles.
Acostumbrado a haber sido siempre un periodista mal pagado pero feliz de serlo no entiendo este cambio de guión en mi propia película.
Por eso he decidido refugiarme en el neorrealismo en que los hombres y las mujeres eran como debían ser, de todas las tallas y de todos los colores. Hasta Silvana Mangano era corrientita dentro de sus maravillosas líneas que llevó a la censura española del franquismo a tapar con su más amargo arroz para que no se le vieran los muslos más suntuosos que en el mundo fueron.
Me he comprado un traje discreto en el rastro, una camisa con muchas horas de lavadora sin corbata y unos zapatos de cuero-cartón sucios y varados en el pasado. Y una gorra medio cutre que ya he aprendido a torcer con mirada torva.
En la playa, las gaviotas, que ahora vuelan menos, me miran con sus sólidos picos entreabiertos, como si quisieran decirme algo. Un tipo de impecable esmoquin blanco adornado con una rosa amarilla en la solapa se me acerca con un cigarrillo en los labios. Me quito la gorra para saludarle.
- Hola, soy Rick Blaine, de Casablanca.
-¿El loco ese de la película?
- No, el auténtico Rick. Yo vivía en Tánger en los años cuarenta y tenía desde hacía tiempo un local nocturno cuando una noche entraron dos alemanes y cuatro norteamericanos. Hablaron entre ellos en checo y luego se me acercaron diciendo que tenía que marcharme y cerrar el local porque ellos iban a construir el auténtico bar de Rick en Casablanca para hacer propaganda cinematográfica. Había que ganar la guerra, argumentaron. Echaron al pianista, el pobre Sam, y a los clientes les amenazaron con aceite de ricino y peinado al cero.
-Esa misma noche me metieron en un barco que zarpaba para Marsella. Ayer, el maldito carguero encalló ahí al lado y he podido escaparme.
Eché a andar delante de él hacia la Plaza de la Iglesia de los Boliches, en la frontera con Fuengirola, Costa del Sol, sur-surísimo de España.
El Bar Guerra estaba como siempre atestado de gente, perdedores como yo que no tenían más que esperar que el tiempo los alcanzase.
Nadie se espantó por ver un esmoquin blanco y una rosa amarilla a las once de la mañana. Aquí casi todos están de vuelta.
-Mire, caballero, dije al náufrago, este es el Café Rick, el auténtico, el verdadero. Se asomó a la sala impenetrable que llevaba doce años ensayando la penumbra y sonrió con un diente de oro.
-Allí está Sam.
-Ese tipo no es negro.
-Claro que no, es finlandés. Con esto de la Europa Unida que jamás será vencida hemos tenido que adaptarnos.
-¿Y el piano?
-Tuvo que venderlo cuando llegó hace ocho años. El dueño del bar le deja tocar la máquina tragaperras y tiene mucho éxito… En cuanto a Lisa Lund, la mujer que tanto amó en aquella desgracia de Casablanca, hoy tiene su día libre. Debe de estar en la playa.
Mi acompañante se sentó frente al tragaperras multicolor, acarició su cuerpo de plástico y se echó a llorar antes de farfullar:
-Tócala otra vez, Sam…
Sergio, el camarero-boxeador, le pone en la mano un Pernod con hielo.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).