Colaboración: Pobre Robin de los Bosques

por © P.L.-NOTICINE.com
'Robin Hood'
'Robin Hood'
Por Sergio Berrocal *

Se me están cayendo estrepitosamente al suelo de todas las desilusiones la película que probablemente yo mismo rodé cuando siendo niño descubrí que el cine era mi refugio contra mayores sin escrúpulos. Se fue hace mucho tiempo el capítulo principal de esa cinta, “Robin de los Bosques” y ahora hablan, casi nadie con entusiasmo, de “Robin Hood”. Es como si todos los críticos que juzgan la película estuviesen de acuerdo en decir que ya no hay nada para soñar, ni siquiera cuando Russell Crowe intenta tensar el arco como Errol Flynn.

Se nos acabó el amor, Hollywood se agota. “Ya no quedan pelis estadounidenses que merezcan figurar en el Festival de Cine de Cannes -- me dice un erudito de la cuestión--. Faltan películas buenas norteamericanas. En 2009 Hollywood produjo 677 largometrajes cuando en 2005 llegaban a los 920”.

Si hubiese habido este año más pelis, quizá tendríamos algo bueno.

El si condiciona toda nuestra vida. Miren, si el general español Francisco Franco no hubiese dado su golpe de Estado de 1936 yo no podría empezar a contarles todo esto. Si España hubiera seguido con el bamboleo de una república de pasodoble tampoco me hubiesen dado la oportunidad de escribir estas líneas. Le debo la vida a Franco y no es que el general se arrojase a ningún río revuelto para sacarme de un torbellino. Mi progenitor era uno de sus fieles entre los más fieles, uno de aquellos pocos militares de alto rango que le arropaban y permitió que ese general bajito y rechoncho, que probablemente todavía no soñaba con inaugurar pantanos, se coronase como Su Excelencia el Generalísimo Jefe del Estado Español. De mi escasa experiencia de setenta años de vida y cincuenta de periodismo una de las pocas cosas que he aprendido con cierta seguridad es que para no ser vapuleado por psiquiatras con complejo de Edipo lo mejor es nacer con un padre identificable, por muy pobre que sea, aunque si es rico y poderoso mejor que mejor.

Mi madre ejercía su profesión de trae-críos-al-mundo en aquella ciudad cuartel del norte de África y presidio antiguo donde provocaba el consabido revuelo cuando los uniformes se encuentran con faldas. Y cada vez que pisaba la calle tenía los mismos moscardones a su alrededor. Mi futuro padre formaba parte de esos militarotes repeinados y guapetones que después de haber hecho la Guerra Civil se ocupaban de mantener la presencia española en Marruecos. Claro que él formaba parte de los pocos moscardones que paseaba con coche oficial, banderín del Estado Mayor y fusta de mando. Cuando estuve en condiciones de entender toda aquella tramoya, en la que se me antoja que sólo faltaban los helicópteros de “Apocalipse Now”, es decir hace muy poco, me explicaron que el coronel y mi madre se habían enamorado con la violencia primeriza que hace olvidarlo todo.

La primera vez que me presentaron oficialmente al coronel yo ya tenía suficientes pocos años para haber entendido en la escuela de monjas en la que me preservaban de todo contagio social que tener sólo un apellido, y sobre todo el de la madre, en un país tan rico como España donde se tienen dos, era una tara y una vergüenza inconmensurables.

Muchísimos años después, en el nordeste brasileño, donde yo trataba de encontrar argumentos contundentes para explicar a mis lectores por qué los ricos son tan ricos y los pobres tan pobres en un país de inmensas riquezas, arrampé con todos los virginales manteles que daban su magro sustento a unas artesanas medio muertas de hambre. Otro recuerdo que me persigue de aquella comida es el fulgor de la fila de cubiertos que rodeaban mi plato de porcelana de Limoges. La ventajilla de aquella aventura es que todavía me domina la pasión por las vajillas fabricadas en esa ciudad de Francia y que no soporto un tenedor o un cuchillo que no lleve el punzón que lo autentifique como plata de ley.  Cuando hube vencido mi deslumbramiento por el hilo terso de los manteles y por el sol de los cubiertos descubrí los primeros milímetros de una guerrera verde oscuro con botones dorados. Por encima asomaban unas facciones de galán de cuando Ronald Reagan jugaba a los vaqueros en el lejano Hollywood. Y, sobre todo, unos ojos de verde acero que atravesaban lo que debía de ser mi alma, en todo caso muy adentro de mi pecho de hijo bastardo.  Infinidad de años después estaba yo comiendo inmensos y deliciosos langostinos en el Palacio de la Revolución, sito en La Habana, cuando una fila de privilegiados me condujo a una especie de reservado que yo hasta entonces sólo había conocido en algunos restaurantes superelegantes del Madrid franquista donde muchachas llegadas de todos los países que conocieron las barbaridades de los conquistadores después del descubrimiento de América me hacían olvidar que era hijo de padres que no habían pasado por la vicaría, ya que el papá estaba previamente casado con una señora que se volvió loca – pero aún así Franco no aceptaba la bigamia—y había engendrado otros dos hijos, uno muerto en la guerra y otra echada a actriz de teatro. Pasito a paso, entre plantas tropicales que a veces embelesaban con su fragancia y que servían de biombo, me acerqué a otro uniforme verde, verde olivo según la denominación oficial. Por encima del último botón de una impecable guerrera veraniega asomaba una tupida barba, con la elegancia suprema del aparente descuido, que daba paso a otros ojos acerados que me escrutaron con la misma mirada cariñosa y resignada con que un día se me habían clavado hasta el fondo del cerebro los de un Cristo del siglo XVI perdido en una iglesia polvorienta de Bretaña. Me olvidé de los langostinos y del ron Habana Club que me llenaba el cuerpo. Fidel Castro estaba diciendo algo y aunque era consciente de que aquellas palabras eran importantes para la memoria de un periodista mi cerebro no tenía cabida más que para los ojos, tan parecidos a aquellos otros que una eternidad atrás, por encima de manteles virginales y platos de Limoges, parecían echarme en cara mi existencia. Pero seguro que mi padre el coronel nunca hubiese podido imaginar que aquel hijo nacido de un espermatozoide loco por culpa del Generalísimo de todos los Ejércitos iba a enamorarse de un Franco del Caribe. Por si algún despistado contemporáneo del siglo XXI llegase a leer estas cositas me parece indispensable advertirle que en aquella isla norafricana en la que yo nací guardar las apariencias era indispensable so pena de excomunión social. Ser bastardo y por si fuera poco de uno de los personajes más importante del aquel reino estaba malísimamente visto. Era peor que tener el SIDA cuando este maldito virus se descubrió al mismo tiempo que se revelaba, para regocijo escandalizado de los lectores de la prensa del corazón, que Rock Hudson era homosexual. Claro que probablemente el hecho de haber pasado la frontera social como un inmigrante cualquiera me curase de cualquier vocación que no fuera la de heterosexual puro y duro. Aunque a veces me pregunto si tanta pureza no ocultará una vocación lejos de las vaginas y de los espermatozoides creadores de existencias no siempre bienvenidas.

Ahora casi entenderán por qué me da tanta rabia que "Robin de los Bosques" se haya quedado en un engendro llamado "Robin Hood".

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).