Colaboración: Mis pilares de "Casablanca" y otros comentarios
- por © P.L.-NOTICINE.com

Por Sergio Berrocal *
Descubrí tarde la película "Casablanca" porque ya estaba de moda el technicolor. "Casablanca" es la representación más adulterada y cutre del patriotismo, de la amistad y del amor de sacrificio. Había que ser un descastado como Humphrey Bogart para renunciar a las caricias de Ingrid Bergman por ideas. "Casablanca" me enseñó que el maniqueísmo es cosa de mayores atiborrados de propaganda y de mentiras exquisitas.
Durante tiempo he sentido por Bogart ese odio infantil que se llama envidia primeriza. Se me aparecía como el prototipo del perdedor que casi siempre le saca tajada a la vida aunque sea en la cocina.
Tardé años en comprender que Ingrid Bergman no era la nórdica pasada por agua que todos pensábamos. Hasta que se armó el lío con Roberto Rossellini. Desde entonces empecé a amar el neorrealismo italiano.
El pianista negro de "Casablanca" es la mayor prueba de que el racismo nació en Estados Unidos.
Los dos únicos actores simpáticos de "Casablanca" son el francés Marcel Dalio y el austriaco Peter Lorre. El realizador Michael Curtiz (hungaro de nacimiento) los relegó a papeles antipáticos probablemente porque eran exóticos extranjeros.
Con "Casablanca aprendí", siempre con doce trenes de retraso y dos aviones perdidos, que, cuando crees con fervor, la semana tiene hasta siete días en el calendario gregoriano.
La mejor réplica de "Casablanca" no es la incomprensible “Siempre nos quedará París” sino el “Yo soy alcohólico” que le suelta Bogart al oficial alemán que le pide su identidad.
Internet ha hecho añicos el carácter culto de "Casablanca". Todos los analfabetos del mundo conocen hoy la réplica clave de la película aunque afortunadamente no la entiendan.
Nadie se ducha en "Casablanca". Se bebe más güisqui que agua de Vichy.
"Casablanca" no es la mejor película pero sí la más discutible. Cuando la ví por primera vez, el agua de Vichy ya corría por mis venas ventajosamente aliada con güisqui repleto de rocas.
Con "Casablanca" aprendí que nunca sería capaz de hablar inglés como Ingrid Bergman.
El personaje más redondo de "Casablanca" es el aduanero gordo que en los últimos planos arroja una botella de agua Vichy a la basura. Este gesto altamente ilustrativo de la tesis de la película pasó casi desapercibido porque casi nadie sabía que Vichy había sido también la capital del gobierno del mariscal Pétain, que colaboraba con la Alemania nazi.
Qué pena. Ya no nos queda ni "Casablanca".
El cine era el milagroso café del alma. Ahora no llega, en la mayoría de los casos, ni a descafeinado sin leche.
Soy del partido de Juanita Narboni, críada en los cines de Tánger con películas que un día te daban felicidad y al siguiente te sumían en un mar de lágrimas.
El cine fue la gran escuela de una gran parte de mi generación, la de tener o no tener. El cinema Apolo de Ceuta nos convenció a unos cuantos de que nuestras vidas serían como fuesen y que no había más mojama que la que podías comprar.
Me sentí héroe con Gary Cooper y villano regordete con el maravilloso Edgard G. Robinson.
Aprendí la diferencia entre el bien y el mal con "OK Corral", aunque sufrí de maniqueísmo agudo durante largo tiempo.
Siempre estuve más cerca de los héroes de "Ladrón de bicicletas" que del elegante Gene Kelly de "Cantando bajo la lluvia".
Aprendí a enamorarme con Marilyn Monroe y recibí nociones de erotismo mediterráneo con Brigitte Bardot. Todo se quedó en pura teoría.
Las primeras películas neorrealistas latinoamericanas me enseñaron que más allá de las luces deslumbrantes de París había un mundo de sufrimiento.
Me sentí más periodista que nunca con "La dolce vita". Todavía no sabía que la desigualdad social podía llevar smoking y comer caviar. Pero ya intuía que a veces doblaban las campanas.
Siempre me emocionó más "La jungla de asfalto" que "Qué bello es vivir". La realidad puede con la ficción.
Fuera de la pantalla, el cartero no llama nunca y cuando lo hace no tienes una Lana Turner o una Jessica Lange encima de la mesa de la cocina.
Nunca he soportado a Charlie Chaplin. Me parecía más talentoso el francés Raimu y sus avatares panaderos pero el público es muy raro.
Cuando uno se adentra en un buen diccionario de cine no tarda en percatarse de que todas las grandes películas ya fueron rodadas.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).
Descubrí tarde la película "Casablanca" porque ya estaba de moda el technicolor. "Casablanca" es la representación más adulterada y cutre del patriotismo, de la amistad y del amor de sacrificio. Había que ser un descastado como Humphrey Bogart para renunciar a las caricias de Ingrid Bergman por ideas. "Casablanca" me enseñó que el maniqueísmo es cosa de mayores atiborrados de propaganda y de mentiras exquisitas.
Durante tiempo he sentido por Bogart ese odio infantil que se llama envidia primeriza. Se me aparecía como el prototipo del perdedor que casi siempre le saca tajada a la vida aunque sea en la cocina.
Tardé años en comprender que Ingrid Bergman no era la nórdica pasada por agua que todos pensábamos. Hasta que se armó el lío con Roberto Rossellini. Desde entonces empecé a amar el neorrealismo italiano.
El pianista negro de "Casablanca" es la mayor prueba de que el racismo nació en Estados Unidos.
Los dos únicos actores simpáticos de "Casablanca" son el francés Marcel Dalio y el austriaco Peter Lorre. El realizador Michael Curtiz (hungaro de nacimiento) los relegó a papeles antipáticos probablemente porque eran exóticos extranjeros.
Con "Casablanca aprendí", siempre con doce trenes de retraso y dos aviones perdidos, que, cuando crees con fervor, la semana tiene hasta siete días en el calendario gregoriano.
La mejor réplica de "Casablanca" no es la incomprensible “Siempre nos quedará París” sino el “Yo soy alcohólico” que le suelta Bogart al oficial alemán que le pide su identidad.
Internet ha hecho añicos el carácter culto de "Casablanca". Todos los analfabetos del mundo conocen hoy la réplica clave de la película aunque afortunadamente no la entiendan.
Nadie se ducha en "Casablanca". Se bebe más güisqui que agua de Vichy.
"Casablanca" no es la mejor película pero sí la más discutible. Cuando la ví por primera vez, el agua de Vichy ya corría por mis venas ventajosamente aliada con güisqui repleto de rocas.
Con "Casablanca" aprendí que nunca sería capaz de hablar inglés como Ingrid Bergman.
El personaje más redondo de "Casablanca" es el aduanero gordo que en los últimos planos arroja una botella de agua Vichy a la basura. Este gesto altamente ilustrativo de la tesis de la película pasó casi desapercibido porque casi nadie sabía que Vichy había sido también la capital del gobierno del mariscal Pétain, que colaboraba con la Alemania nazi.
Qué pena. Ya no nos queda ni "Casablanca".
El cine era el milagroso café del alma. Ahora no llega, en la mayoría de los casos, ni a descafeinado sin leche.
Soy del partido de Juanita Narboni, críada en los cines de Tánger con películas que un día te daban felicidad y al siguiente te sumían en un mar de lágrimas.
El cine fue la gran escuela de una gran parte de mi generación, la de tener o no tener. El cinema Apolo de Ceuta nos convenció a unos cuantos de que nuestras vidas serían como fuesen y que no había más mojama que la que podías comprar.
Me sentí héroe con Gary Cooper y villano regordete con el maravilloso Edgard G. Robinson.
Aprendí la diferencia entre el bien y el mal con "OK Corral", aunque sufrí de maniqueísmo agudo durante largo tiempo.
Siempre estuve más cerca de los héroes de "Ladrón de bicicletas" que del elegante Gene Kelly de "Cantando bajo la lluvia".
Aprendí a enamorarme con Marilyn Monroe y recibí nociones de erotismo mediterráneo con Brigitte Bardot. Todo se quedó en pura teoría.
Las primeras películas neorrealistas latinoamericanas me enseñaron que más allá de las luces deslumbrantes de París había un mundo de sufrimiento.
Me sentí más periodista que nunca con "La dolce vita". Todavía no sabía que la desigualdad social podía llevar smoking y comer caviar. Pero ya intuía que a veces doblaban las campanas.
Siempre me emocionó más "La jungla de asfalto" que "Qué bello es vivir". La realidad puede con la ficción.
Fuera de la pantalla, el cartero no llama nunca y cuando lo hace no tienes una Lana Turner o una Jessica Lange encima de la mesa de la cocina.
Nunca he soportado a Charlie Chaplin. Me parecía más talentoso el francés Raimu y sus avatares panaderos pero el público es muy raro.
Cuando uno se adentra en un buen diccionario de cine no tarda en percatarse de que todas las grandes películas ya fueron rodadas.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).