Colaboración: Mi noche con Penélope

por © Redacción-NOTICINE.com
Penélope Cruz
Penélope Cruz
Por Sergio Berrocal*

En esta noche de brujas en la Costa del Sol, a miles de kilómetros-dólares de Los Ángeles, he vivido el triunfo de Penélope Cruz desde los diarios digitales que anunciaban la victoria española en los Estados Unidos de Barak Obama casi como si los superdotados ministros de Bruselas hubiesen conseguido descubrir la mágica fórmula para la crisis económico-financiera más catastrófica de toda la vida. Ni Mac Arthur con sus Ray Ban de lujo asiático se hubiese atrevido a repetir aquella palabrota cinematográfica y tonta de “Volveremos”.

Mientras, Penélope, que había tejido y destejido mucho para conseguir que el Oscar-Ulises llegase por fin a Ítaca sin que se lo comiesen los lobos marinos, las sirenas que apenas si podían contra la tripulación de Ulises atada a los palos de los barcos, las brujas que querían hacer hijos al marinero lleno de sex-appeal hollywoodense, conseguía subirse al escenario y echar a los pretendientes. Y en cuanto pudo se abrazó como una desesperada a su Ulises-Oscar que tantos sudores fríos le había costado. Es cierto que en Palacio, Woody Allen la protegía contra las lujuriosas intenciones de los enemigos de Ulises que sólo soñaban con que Penélope, la tejedora Penélope, la paciente Penélope, la virtuosa Penélope, tuviese un descuido. Estaban dispuestos, los muy malditos, a desposarla con tal que de que cuando llegase a puerto la nave de Oscar-Ulises todo estuviese consumado. Pero ya se sabía que era una mujer de armas tomar. Durante todos los años que pasó encerrada en su palacio de Ítaca, donde cada día se anunciaba y desmentía la llegada de Ulises, Penélope había aprendido que la paciencia se parece mucho a ese plato que los franceses se toman frío cuando se trata de vengarse. Hay que esperar, esperar mucho, sin desesperarse. Y ella, con sus divinos muslos apretando el deseo de dejarlo todo, de renunciar, siguió tejiendo, a veces deshaciendo pero siempre volviendo a recomponer. Llegó un momento en su desesperación en que supo que triunfaría. Bastaba con que dejase un ratito Ítaca y navegase hasta Barcelona, donde el mago Woody Allen iba a darle la buena suerte que las brujas le habían negado.

Mientras Penélope abrazaba por fin a su querido Ulises-Oscar, al que ahora si que tenía derecho, se acordó de sus muchas noches de tejedora con contrato basura, de sus pretendientes-patrones que la querían explotar y no dejarla llegar a este momento.

Yo, el periodista que pasó medio mundo de cine, el que lloró con Marcelo Mastroianni la última vez que supe que iba a morir. Era en Cannes, era en mayo, de noche, y la alfombra roja de aquel Ítaca mediterráneo olía a gloria. Pero Marcelo, todavía empujado por los pretendientes, quizá los mismos que anoche dejaron por fin en paz a Penélope, sonreía y creía que le había ganado la partida a la muerte.

He seguido la victoria de Penélope en Hollywood City desde los diarios digitales tendido en mi cama. Cuando ella, la esposa de Ulises-Oscar subió al escenario para por fin abrazarlo con la locura de las vírgenes, yo estaba dándole una cucharadita de Primperan a la mujer de mi vida. Acaban de trasplantarle un hígado y ella también tuvo su Oscar el primero de enero. Al Ulises, un servidor, ya lo tenía maniatado y tejiendo. Porque le prohibí que lo hiciese ella, no por su nuevo juguete de hígado sino porque después hay que ponerse espantosos jerseys que sobran por todas partes hasta la eternidad.

Son las mías  horas de la mañana, con el sol mediterráneo ya llamando a la puerta del Mediterráneo y dentro de un rato habría que volver a despertar.

Para Penélope, será o habrá sido un sueño hecho de furor, llanto y amor por  el Oscar-Ulises por fin conquistado.

(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Ha trabajado para France Presse y Prensa Latina. Su última novela publicada es "Último vuelo para Manaus".

© P.L.-NOTICINE.com