Colaboración: Ken Loach que estás en la tierra
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Por Sergio Berrocal
Con sus 79 años de ilusión y de esperanza, Ken Loach es ese señor que recuerda a otros monstruos maravillosos del cine. Un tipo que enseñorea al cine, que da sentido al rodaje de una película, porque ya, muy lejos del neorrealismo y de la vida contada con talento, de los Antonioni, Vittorio de Sica y otros Fellini, sus películas siguen ennobleciendo al que las disfruta. Casi toda su vida se la ha pasado desgañitándose contra las injusticias sociales, trayendo a la pantalla casos que en otras lenguas y en otros lugares se gritan igual.
Es el desgarrado Gardel de una Europa corrupta, que deja que los, las que trabajan, se vayan al pairo.
Y el británico Ken Loach filma y filma, a ritmo de tango, con los ojos mojados de espanto social, pidiendo justicia, escenificando el maltrato a que se somete en este continente europeo nuestro de todos los pecados a la clase trabajadora, la que sufre, la que no tiene acciones, la que tiene que humillarse en la cola del paro, cuando hay paro. Porque en algunos países de Europa la indignidad de los Estados pasa porque los parados estén fuera del sistema de la vida hasta que les entierren, vaya a saber usted cómo.
Con una retahíla de magníficas películas (“Familiy Life”, “Pan y rosas” y sobre todo “Raining Stones”), ha devuelto al cine su función social, la que tenía cuando Fernando Birri o Luis Buñuel hablaban de los malqueridos, cuando Vittorio De Sicca enfurecía a los burgueses con “El ladrón de bicicletas”.
No le da vergüenza que le señale con el dedo esa mala gente que se presenta ante el público con muñequitos trucados y aún más truncados llamados robots o con violencia a 242 kilómetros por hora y sin marcha atrás.
Y los hermanos Marx cantaban encima del tren “¡Más madera, más madera!”, mientras el mundo discurría a ambos lados de la vía-vida con la indiferencia de los banqueros norteamericanos que se arrojaban alegremente por las ventanas de sus lujosos edificio cuando la Gran Depresión del año Veintinueve (1929) en los Estados Unidos y afueras.
Pero es que Ken Loach sabe que todos los días hay una crisis social y económica más y cada día más mortal para la gente que no tiene más pillería en la vida que saber trabajar.
Da alegría verle sonreír en el Festival de Cannes, al que con su película “I, Daniel Blake”, ha arrancado la Palma de Oro (ya le dieron el premio del jurado por “Raining Stones” en 1993) mientras los pillos que siguen enganchándose al tren de la fama aparecían al sol con sonrisas triunfadoras, descaro del poca cosa que sabe que la injusticia puede favorecerles en cualquier momento y que no hay que tener talento, y menos buenas ideas, para hacerse millonario, qué digo, multimillonario, como una estrella del fútbol, rodando películas ineptas, desoladoras, propias para psiquiátricos personales, de gente tan poco preparada como ellos, como ellas, sí, señoritas, ustedes que hacen de sus culos un cheque al portador, cheque millonario, por supuesto.
Han vuelto a premiar a Ken Loach en Cannes, aleluya, hermanos de la fraternidad del cobre, hermanos de todas las desgracias, de todos los tsunamis, antes maremotos, que destruyen a diario en los países menos favorecidos del mundo aquejados por el tifón de la injusticia vidas que habrían podido ser bellas, plenas, quizá geniales para el común de los mortales.
Pero mientras haya un Ken Loach que celebrar, estaremos de enhorabuena, Y el tío, señores y señoras, ladies y gentlemans, tiene 79 años, siete nueve como dicen los analfabetos de las televisiones mundiales, vectores de esa bestialidad de cine de porrazos e inconsistencia al por mayor.
Algo sabe de todo esto Paul Verhoeven, que tiene pinta de pillo escapado de un cuadro holandés, de cuando en Amsterdam ataban los perros con longaniza y las mozas que posaban para Rembrandt y sus pares eran al mismo tiempo las criadas, bien hechas, con ancas de mujeres conquistadoras que seducían y amaban y morían.
Paul Verhoeven, también con 77 años de que presumir, ha estado en Cannes y ha triunfado donde muchos jóvenes estúpidos con pajarita a mil euros la hora de imbecilidad congénita, ni siquiera diplomados en la UPC, la más bella universidad de todos los pecadores que en el mundo somos.
Arrastrando ese montón de años de experiencia, Verhoeven, holandés, aunque dice que antes fue norteamericano y ahora será francés, es otro de esos viejos que ha dado muchas bofetadas de nobleza al cine.
A ver, hermanos, hermanas, acuérdense de aquella escena de “Basic Instinct”, vamos Instinto básico, cuando Sharon Stone, ay Sharon, que fuiste, que eres, la mujer más bella del mundo pese a que ya también han pasado por ti los muchos años de la experiencia de la vida, de la experiencia del amor.
¿Te acuerdas, Sharon, cuando cruzaste las piernas, cuando te dijeron de abrirlas, para que el personal pudiese hacerse ilusiones…? El hombre que dirigía aquella enorme película, enorme porque la belleza puede ser tan noble como la fealdad de la miseria, aquel director era Paul, sí, ese mismo que llegó este año a Cannes y provocó un terremoto con su película “Elle”, con una inexpresiva Isabelle Huppert que a mí siempre me ha provocado jaquecas nocturnas en ensueños perdidos en el paraíso de los diablos que te persiguen cuando se apagan las luces y se enciende la ilusión, o la desilusión.
Es cierto, Paul Verhoeven también fue culpable de concebir aquella monstruosidad cinematográfica titulada “Robocoop” con el Peter Weller ese que daba pesadillas a las señoras embarazadas, sobre todo las noches de luna vacía.
Pero este holandés errante lo reconoce y declara que “Robocoop” es una imbecilidad y punto.
Y anteayer, cuando todo el mundo lo decía, lo creía acabado, kaput, es que ya está muy mayor, te das cuenta, 77 años decía el del habano que se creía productor porque le habían dejado sentarse a orillas de Cannes…
Cuando ya se le daba por muerto, reaparece con una sonrisa, con cuatro chorradas en la boca y vuelve a conquistar a los críticos.
Que vivan los viejos capaces de seguir enseñando, seguir combatiendo la necedad como doctrina de desgobierno mundial.
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Con sus 79 años de ilusión y de esperanza, Ken Loach es ese señor que recuerda a otros monstruos maravillosos del cine. Un tipo que enseñorea al cine, que da sentido al rodaje de una película, porque ya, muy lejos del neorrealismo y de la vida contada con talento, de los Antonioni, Vittorio de Sica y otros Fellini, sus películas siguen ennobleciendo al que las disfruta. Casi toda su vida se la ha pasado desgañitándose contra las injusticias sociales, trayendo a la pantalla casos que en otras lenguas y en otros lugares se gritan igual.
Es el desgarrado Gardel de una Europa corrupta, que deja que los, las que trabajan, se vayan al pairo.
Y el británico Ken Loach filma y filma, a ritmo de tango, con los ojos mojados de espanto social, pidiendo justicia, escenificando el maltrato a que se somete en este continente europeo nuestro de todos los pecados a la clase trabajadora, la que sufre, la que no tiene acciones, la que tiene que humillarse en la cola del paro, cuando hay paro. Porque en algunos países de Europa la indignidad de los Estados pasa porque los parados estén fuera del sistema de la vida hasta que les entierren, vaya a saber usted cómo.
Con una retahíla de magníficas películas (“Familiy Life”, “Pan y rosas” y sobre todo “Raining Stones”), ha devuelto al cine su función social, la que tenía cuando Fernando Birri o Luis Buñuel hablaban de los malqueridos, cuando Vittorio De Sicca enfurecía a los burgueses con “El ladrón de bicicletas”.
No le da vergüenza que le señale con el dedo esa mala gente que se presenta ante el público con muñequitos trucados y aún más truncados llamados robots o con violencia a 242 kilómetros por hora y sin marcha atrás.
Y los hermanos Marx cantaban encima del tren “¡Más madera, más madera!”, mientras el mundo discurría a ambos lados de la vía-vida con la indiferencia de los banqueros norteamericanos que se arrojaban alegremente por las ventanas de sus lujosos edificio cuando la Gran Depresión del año Veintinueve (1929) en los Estados Unidos y afueras.
Pero es que Ken Loach sabe que todos los días hay una crisis social y económica más y cada día más mortal para la gente que no tiene más pillería en la vida que saber trabajar.
Da alegría verle sonreír en el Festival de Cannes, al que con su película “I, Daniel Blake”, ha arrancado la Palma de Oro (ya le dieron el premio del jurado por “Raining Stones” en 1993) mientras los pillos que siguen enganchándose al tren de la fama aparecían al sol con sonrisas triunfadoras, descaro del poca cosa que sabe que la injusticia puede favorecerles en cualquier momento y que no hay que tener talento, y menos buenas ideas, para hacerse millonario, qué digo, multimillonario, como una estrella del fútbol, rodando películas ineptas, desoladoras, propias para psiquiátricos personales, de gente tan poco preparada como ellos, como ellas, sí, señoritas, ustedes que hacen de sus culos un cheque al portador, cheque millonario, por supuesto.
Han vuelto a premiar a Ken Loach en Cannes, aleluya, hermanos de la fraternidad del cobre, hermanos de todas las desgracias, de todos los tsunamis, antes maremotos, que destruyen a diario en los países menos favorecidos del mundo aquejados por el tifón de la injusticia vidas que habrían podido ser bellas, plenas, quizá geniales para el común de los mortales.
Pero mientras haya un Ken Loach que celebrar, estaremos de enhorabuena, Y el tío, señores y señoras, ladies y gentlemans, tiene 79 años, siete nueve como dicen los analfabetos de las televisiones mundiales, vectores de esa bestialidad de cine de porrazos e inconsistencia al por mayor.
Algo sabe de todo esto Paul Verhoeven, que tiene pinta de pillo escapado de un cuadro holandés, de cuando en Amsterdam ataban los perros con longaniza y las mozas que posaban para Rembrandt y sus pares eran al mismo tiempo las criadas, bien hechas, con ancas de mujeres conquistadoras que seducían y amaban y morían.
Paul Verhoeven, también con 77 años de que presumir, ha estado en Cannes y ha triunfado donde muchos jóvenes estúpidos con pajarita a mil euros la hora de imbecilidad congénita, ni siquiera diplomados en la UPC, la más bella universidad de todos los pecadores que en el mundo somos.
Arrastrando ese montón de años de experiencia, Verhoeven, holandés, aunque dice que antes fue norteamericano y ahora será francés, es otro de esos viejos que ha dado muchas bofetadas de nobleza al cine.
A ver, hermanos, hermanas, acuérdense de aquella escena de “Basic Instinct”, vamos Instinto básico, cuando Sharon Stone, ay Sharon, que fuiste, que eres, la mujer más bella del mundo pese a que ya también han pasado por ti los muchos años de la experiencia de la vida, de la experiencia del amor.
¿Te acuerdas, Sharon, cuando cruzaste las piernas, cuando te dijeron de abrirlas, para que el personal pudiese hacerse ilusiones…? El hombre que dirigía aquella enorme película, enorme porque la belleza puede ser tan noble como la fealdad de la miseria, aquel director era Paul, sí, ese mismo que llegó este año a Cannes y provocó un terremoto con su película “Elle”, con una inexpresiva Isabelle Huppert que a mí siempre me ha provocado jaquecas nocturnas en ensueños perdidos en el paraíso de los diablos que te persiguen cuando se apagan las luces y se enciende la ilusión, o la desilusión.
Es cierto, Paul Verhoeven también fue culpable de concebir aquella monstruosidad cinematográfica titulada “Robocoop” con el Peter Weller ese que daba pesadillas a las señoras embarazadas, sobre todo las noches de luna vacía.
Pero este holandés errante lo reconoce y declara que “Robocoop” es una imbecilidad y punto.
Y anteayer, cuando todo el mundo lo decía, lo creía acabado, kaput, es que ya está muy mayor, te das cuenta, 77 años decía el del habano que se creía productor porque le habían dejado sentarse a orillas de Cannes…
Cuando ya se le daba por muerto, reaparece con una sonrisa, con cuatro chorradas en la boca y vuelve a conquistar a los críticos.
Que vivan los viejos capaces de seguir enseñando, seguir combatiendo la necedad como doctrina de desgobierno mundial.
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