Imprimir

Colaboración: El amoníaco de Jack Nicholson

por © P.L.-NOTICINE.com
Alguien voló sobre el nido del cuco
Alguien voló sobre el nido del cuco
Por Sergio Berrocal (*)

Para cualquier amante del cine y de la locura, es casi imposible olvidar a Jack Nicholson  metido en un manicomio donde finge locura de combatiente de la guerra de Corea para escapar a un castigo. Nadie ha podido olvidar “Alguien voló sobre el nido del cuco”.

Nadie que haya vivido alguna vez la encefalopatía en casa, sin necesidad de que la enfermera jefe Ratched (maravillosa Loise Fletcher) anduviese por los parajes, olvidará tampoco nunca, para siempre jamás al Murphy-Nicholson, con pantalón o vestido, que haya tenido que lidiar.

De pronto ves que no puedes ir al retrete porque no sabes dónde está. Confundes la taza del WC con el bidet. Has olvidado cómo se enciende el agua caliente. Un vaso de café se estrella en el suelo porque tu mano no lo siente. Confundes el grifo del lavabo con el cepillo a la hora de lavarte los dientes.

El hígado no metaboliza el amoníaco y se te corta el entendimiento y empieza la tragedia, que a partir de entonces suele repetirse a un ritmo anárquico y desconcertante. Entras o entra, porque de todo hay, en un ciclo de absurdo constante. Se  nublan las entendederas. Se pierde el sentido de las cosas, no sabes dónde estás, o no puedes pronunciar una palabra o te cuesta un montón hilar la expresión más banal, la que antes utilizabas sin parar y sin pensar.

La encefalopatía mata la esperanza, destruye las ilusiones y te escora para toda la vida. Con la encefalopatía, tú, el acompañante o testigo, siempre quedas lejos de un mundo donde  no puedes seguir al enfermo. A la puerta de la nada y de lo imposible. Se tambalean las relaciones más profundas que puedan existir. Se rompe la vida. El amoníaco es como el diablo, lo puede todo. Y los médicos, que tan lindamente teorizan sobre todo, sobre lo divino y lo marrano, te dan mil consejos vanos. Porque la encefalopatía hay que vivirla no diagnosticarla. El enfermo tiene sus luces y sus sombras. Cuando llega el brote se hunde en un infinito al que nadie tiene acceso por mucho que quiera forzar las cerraduras. No parece que sufran más allá que las anécdotas exteriores: confundir el cepillo de dientes con el grifo del lavabo, servir una manzanilla sin manzanilla. Para el acompañante, el testigo, el que lo vive en directo y sin cortes, el infierno huele a amoníaco. Ves como pasas de la cordura más absoluta a la desaparición de toda conciencia. No existe ni el bien ni el mal, la nada como fondo. Y tú estás ahí impotente, defraudado por no poder hacer nada aparte cuidar que vaya regularmente al baño (receta auténtica de los médicos de Molière, de cachondeo y regodeo).

Te sientes tan inútil que gritas porque a gritos quieres salir del atolladero, de ese agujero de la inconsciencia en el que tú no tienes cabida, otros ratos lloras y pataleas cuando ya no puedes más, pero sólo lo haces una vez porque comprendes que no sirve para nada. Le suplicas que haga algo, que tú, el testigo del cuco, no puedes aguantar a base de tranquilizantes y alcohol, que esto no es vida para nadie. Un día no puedes salir del baño porque no sabes correr el pestillo que poco antes habías corrido. Y gritas desesperado, te falta el aire, el alma, las ganas de vivir. Hay que echar abajo la puerta como en cualquier película de cualquier acción mala.

Lo peor es que tú no eres Jack Nicholson. El, cuando acababa de rodar, se iba a su casa, se tomaba unos tragos y no se lavaba los dientes con el grifo del lavabo. Tú, en realidad, dejas de ser alguien. Te limitas a dejar que el temporal pase. Y el temporal no pasa. Y cuando el amoníaco te da un respiro vives angustiado preguntándote cuánto va a durar. Para la gente, esos espectadores a los que tanto gusta la mierda, cuanto más espesa mejor. Siguen pensando que estás loco. Que tienes algún tornillo de menos. O quizá de más, vete a saber tú. Y en todo momento sabes que no habrá ningún director que grite “¡Corten!”. Porque la vida no es una película. Tal vez por eso este artículo no es el que deberían de haber leído ustedes. El original era escatológicamente más duro.

Políticamente incorrectísimo. Humanamente insoportable. ¿Les he contado acaso cómo cuando estás bajo los efectos diabólicos del amoníaco te transformas, cómo tu forma de enfocar la vida, de vivir los sentimientos cambian radicalmente? No, por supuesto que no. Lo he censurado, con la frialdad con que lo hace un periodista cuando sabe que el lector va a dejar de leerle. Porque el realismo a nadie le gusta y porque a nadie le agrada que le cuenten esas penas del día a día. En nuestra sociedad de apariencias hay que aparentar y no dejarse ver más que de un modo simpático y siempre al límite de la náusea. Porque el lector no tiene inconveniente, incluso le gusta mientras se toma la copa del reposo, del guerrero que nada ha guerreado pero que se cree un héroe porque todavía no ha muerto, que le choques, le repatees las partes bajas o las más nobles que cree poseer. Pero nunca llegarás al vómito con el que el lector dejará de hacerte caso. Es una regla que no figura en ningún manual de periodismo. Ni de vida. Puedes transmitir tus sufrimientos a condición de que el lector se lo pase malísimamente bien (¡qué cabrón, yo no tengo eso!). Hay que sufrir sin que los demás se sientan contagiados. Y si puedes morir del mismo modo, eso llevas ganado. La mentira y las medias tintas forman parte de los trucos del escribidor.

Pero por mucho que te empeñes nunca sabrás quien te coló en tu nido ese huevo que no es tuyo, pero que criarás hasta la locura.

(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Su última novela, de este mismo año, es "Último vuelo para Manaus". Este artículo ha sido distribuido por Prensa Latina.