Colaboración: Cine de periodistas
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Por Sergio Berrocal *
El cine, bendito cine que nos permitía soñar cuando los sueños eran casi inalcanzables, siempre nos dio alas de ángel para imaginar lo que haríamos llegado el momento de ser hombres. Fantasías inspiradas en las películas que aquellos adolescentes consumíamos entre vaqueros, cuatreros, justiciero en un bosque de Sherwood y hasta policías inteligentes y cabales y bomberos sencillamente heroicos.
El cine, era el norteamericano, porque el otro apenas quería existir, promocionaba profesiones y ocupaciones que siempre parecían viriles y de altos ideales.
Cuarenta años después, salvo los bomberos, los otros oficios sufren un desprestigio que ninguna superproducción podría remendar.
Los vaqueros de John Wayne o de Glenn Ford se han ido hasta de las pantallas. Un justiciero a lo Robin de los Bosques no duraría ni dos días delante de la primera discoteca de un pueblo español de las afueras, donde casi seguro que le apuñalarían por mucho Errol Flynn que fuese. En cuanto a los policías, hace tiempo que Richard Widmark entusiasmaba a los muchachitos que desde el gallinero de los cines le aplaudíamos mascando pipas con las que bombardeábamos a los indecentes afortunados del patio de butacas. De todos modos, las pipas eran mucho más baratas, energéticas y sabrosas que las palomitas insípidas. Ya apenas quedan gallineros porque los cines tradicionales son reemplazados por microsalas cuando no terminan en gigantesco aparcamiento.
Lo que nunca quise hacer pese a la influencia de ese cine que tanto guiaba nuestras vidas, porque podíamos vivir a través de nuestros héroes, fue periodista. Mala imagen tenían entonces en las pantallas de los cines de barrios esos presumidos tíos que, casi siempre medio borrachos, borrachos del todo o con la resaca del día anterior, paseaban su carné de prensa en la banda de su sombrero. Bebían más que escribían y nos arrancaban poca o ninguna admiración. Eran los antihéroes, casi villanos enredados en alcaldías regentadas por alcaldes casi siempre cebosos de satisfacción y fatalmente enmarañados en todos los sucios negocios de la ciudad. “Ciudadano Kane”, si es que alguno de nosotros lo vio antes de cumplir la mayoría de edad, nos aburría. Demasiado profunda seguramente.
Esto no quita para que muchos años más tarde (Alejandro Dumas siempre anduvo cerca), el hombre que me permitió realizar el sueño de mi vida, decir cosas en un periódico, se parecía mucho al imponente Orson Welles de aquella cinta. Se llamaba Anthony Sastre y era propietario y director del semanario Cosmópolis de Tánger. Este anglo-español, que rebosaba bondad, o al menos a mí me lo parecía y con eso me basta, me contrató como aprendiz de periodista con una paga semanal de pocas pesetas, insuficientes para vivir pero ampliamente suficientes para que yo me sintiese feliz y comprendido.
Con “La dolce vita” de nuestros veinte primeros años, descubrimos un mundo insólito, el de los paparazzi que en los años dos mil constituyen un cuerpo de asaltadores de intimidad. Por muchos puñados de dólares, tantos que hasta tentarían a Clint Eastwood.
En “La dolce vita”, con el blanco y negro del pasado neorrealismo, Federico Fellini nos enseñó los entresijos del periodismo “moderno”.
Hasta 1984 no llegó a las pantallas “Los gritos del silencio”, en la que la profesión de periodista recobraba su nobleza grandilocuente con la interpretación de Sam Warterston en una bella historia enquistada en el Camboya de los terribles camboyanos rojos, asesinos marxistas perdidos en la avenida de la intolerancia, que era muy ancha y todavía más larga. Sus atrocidades, fuera de todo contexto histórico, hicieron estremecerse al mundo.
Momentos históricos vivieron algunos verdaderos periodistas en la embajada de Francia en Phnom Penh. Uno de ellos, con el que luego trabajé en la delegación de France Presse en Madrid, desposó a una bonita mocita camboyana, de la que estaba enamorado, profundamente, y así le salvó la vida. La segunda parte de estos particulares gritos del silencio son otra historia que no viene a cuento.
Todo aquello no fue más que el aperitivo de otras atrocidades, de otras matanzas.
Ahora nadie lleva su credencial en el sombrero, suponiendo que la tenga, claro. En muchos países, el periodismo se confunde con la política y otros intereses de lo que a nosotros nunca nos hablaron en la UPC, la universidad que yo frecuenté después de que se formara en ella Ernest Hemingway.
Son tantos los intereses creados que a veces tengo la impresión de haber ejercido otra profesión. Quizá porque los periodistas de las agencias de prensa, entre los que yo me encontraba, fueron siempre los perdidos en el anonimato de una labor que nutre segundo a segundo a todos los medios de comunicación y sin la cual ningún periódico del mundo, ningún boletín radial o informativo televisivo podría salir a la calle.
Eran tiempos en los que algunos alucinábamos cuando pensábamos cómo podían pagarnos por dejarnos ejercer el más noble oficio del mundo.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).
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El cine, bendito cine que nos permitía soñar cuando los sueños eran casi inalcanzables, siempre nos dio alas de ángel para imaginar lo que haríamos llegado el momento de ser hombres. Fantasías inspiradas en las películas que aquellos adolescentes consumíamos entre vaqueros, cuatreros, justiciero en un bosque de Sherwood y hasta policías inteligentes y cabales y bomberos sencillamente heroicos.
El cine, era el norteamericano, porque el otro apenas quería existir, promocionaba profesiones y ocupaciones que siempre parecían viriles y de altos ideales.
Cuarenta años después, salvo los bomberos, los otros oficios sufren un desprestigio que ninguna superproducción podría remendar.
Los vaqueros de John Wayne o de Glenn Ford se han ido hasta de las pantallas. Un justiciero a lo Robin de los Bosques no duraría ni dos días delante de la primera discoteca de un pueblo español de las afueras, donde casi seguro que le apuñalarían por mucho Errol Flynn que fuese. En cuanto a los policías, hace tiempo que Richard Widmark entusiasmaba a los muchachitos que desde el gallinero de los cines le aplaudíamos mascando pipas con las que bombardeábamos a los indecentes afortunados del patio de butacas. De todos modos, las pipas eran mucho más baratas, energéticas y sabrosas que las palomitas insípidas. Ya apenas quedan gallineros porque los cines tradicionales son reemplazados por microsalas cuando no terminan en gigantesco aparcamiento.
Lo que nunca quise hacer pese a la influencia de ese cine que tanto guiaba nuestras vidas, porque podíamos vivir a través de nuestros héroes, fue periodista. Mala imagen tenían entonces en las pantallas de los cines de barrios esos presumidos tíos que, casi siempre medio borrachos, borrachos del todo o con la resaca del día anterior, paseaban su carné de prensa en la banda de su sombrero. Bebían más que escribían y nos arrancaban poca o ninguna admiración. Eran los antihéroes, casi villanos enredados en alcaldías regentadas por alcaldes casi siempre cebosos de satisfacción y fatalmente enmarañados en todos los sucios negocios de la ciudad. “Ciudadano Kane”, si es que alguno de nosotros lo vio antes de cumplir la mayoría de edad, nos aburría. Demasiado profunda seguramente.
Esto no quita para que muchos años más tarde (Alejandro Dumas siempre anduvo cerca), el hombre que me permitió realizar el sueño de mi vida, decir cosas en un periódico, se parecía mucho al imponente Orson Welles de aquella cinta. Se llamaba Anthony Sastre y era propietario y director del semanario Cosmópolis de Tánger. Este anglo-español, que rebosaba bondad, o al menos a mí me lo parecía y con eso me basta, me contrató como aprendiz de periodista con una paga semanal de pocas pesetas, insuficientes para vivir pero ampliamente suficientes para que yo me sintiese feliz y comprendido.
Con “La dolce vita” de nuestros veinte primeros años, descubrimos un mundo insólito, el de los paparazzi que en los años dos mil constituyen un cuerpo de asaltadores de intimidad. Por muchos puñados de dólares, tantos que hasta tentarían a Clint Eastwood.
En “La dolce vita”, con el blanco y negro del pasado neorrealismo, Federico Fellini nos enseñó los entresijos del periodismo “moderno”.
Hasta 1984 no llegó a las pantallas “Los gritos del silencio”, en la que la profesión de periodista recobraba su nobleza grandilocuente con la interpretación de Sam Warterston en una bella historia enquistada en el Camboya de los terribles camboyanos rojos, asesinos marxistas perdidos en la avenida de la intolerancia, que era muy ancha y todavía más larga. Sus atrocidades, fuera de todo contexto histórico, hicieron estremecerse al mundo.
Momentos históricos vivieron algunos verdaderos periodistas en la embajada de Francia en Phnom Penh. Uno de ellos, con el que luego trabajé en la delegación de France Presse en Madrid, desposó a una bonita mocita camboyana, de la que estaba enamorado, profundamente, y así le salvó la vida. La segunda parte de estos particulares gritos del silencio son otra historia que no viene a cuento.
Todo aquello no fue más que el aperitivo de otras atrocidades, de otras matanzas.
Ahora nadie lleva su credencial en el sombrero, suponiendo que la tenga, claro. En muchos países, el periodismo se confunde con la política y otros intereses de lo que a nosotros nunca nos hablaron en la UPC, la universidad que yo frecuenté después de que se formara en ella Ernest Hemingway.
Son tantos los intereses creados que a veces tengo la impresión de haber ejercido otra profesión. Quizá porque los periodistas de las agencias de prensa, entre los que yo me encontraba, fueron siempre los perdidos en el anonimato de una labor que nutre segundo a segundo a todos los medios de comunicación y sin la cual ningún periódico del mundo, ningún boletín radial o informativo televisivo podría salir a la calle.
Eran tiempos en los que algunos alucinábamos cuando pensábamos cómo podían pagarnos por dejarnos ejercer el más noble oficio del mundo.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).
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