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Colaboración: Los jazmines de Jack Lemmon

por © P.L.-NOTICINE.com
Detalle del cartel de 'Avanti'
Detalle del cartel de 'Avanti'


Por Sergio Berrocal *

Mucha gente de mi generación más que perdida, sin aquellos maravillosos dólares altos que manejaba Hemingway en su desesperación, habría querido poder cantar bajo la lluvia como un Gene Kelly cualquiera. A mí también me habría encantado ser por un ratito el poderoso inocente Wendell Ambruster Jr., maravilloso personaje que Jack Lemmon bordaba en una comedia que jamás olvidaremos los que tenemos la memoria del amor, "Avanti" ("¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?"), de Billy Wilder.

El magnate Ambruster viaja desde su recatada provincia norteamericana a una licenciosa isla italiana donde acaba de fallecer su padre, más poderoso que él, en un curioso accidente automovilístico.

Que el viejo se muriese, pase. Pero descubrir que sus periódicos viajes a Italia no eran por culpa del reuma sino para verse de muy cerca con una amante británica, la madre de la inconmensurable Juliet Mills, es demasiado para un fundamentalista que probablemente estaría hoy en las filas de ese Tea Party que tan majara nos trae al bueno de Barack Obama.

En medio de mafiosos y otros niños del coro, Ambruser descubre la magia del Mediterráneo, que es más o menos como la del Pacífico de aquí a la eternidad, pero más baratito, y, por encima de todo, o por debajo, que los gustos son cosas de secreto de confesión, se enamora de la misma dama que papá. Sigmund Freud lo habría bendecido.

Contar "Avanti" es una soberana tontería. "Avanti" se canta, se baila o se vive pero no se relata. Es la gracia de Billy Wilder en sus mejores momentos de balzaciana comedia humana. Ríase usted de Flaubert y sus amores tan sacrificados, carcajéese de Alejandro Dumas y su casta Madame de Bonacieux.

Si usted no ha visto "Avanti", créame, se lo digo con la sinceridad de quien ya no tiene nada que decir y habla porque vivo sin vivir en mí, vaya al psiquiatra y exíjale que le recete calmante vitaminado por vena, al que podría agregar un chorreón de quina que tan bien va para el cutis. Si no la ha visto y no cuenta verla, si no quiere disfrutar con el descaro revolucionario de Juliet Mills, métase en la cama y tápese con una mata gruesa.

Y usted me espetará, porque de preguntarme ni mijita, a qué viene que este elemento semi subversivo salido de las costillas de Mayo del 68 en un París donde no se quería hacer la revolución sino el amor, a lo loco, sin faldas, a la remanguillé de la vida que se acaba antes de que termine de hablar De Gaulle para decir una vez más que nos ha entendido, nos hable de "Avanti", de Jack Lemon y de sus antepasados.

Confieso, paren de torturarme, prefiero Guantánamo, salvación del mundo civilizado gracias a los ahogamientos simulados de presos que probablemente nunca fueron más terroristas que los tipos de la CIA de todos nuestros pecados de una civilización cristiana para la que Benedicto XVI tiene que implorar caridad cristiana en medio de pederastas desbocados y enmascarados como Zorro.

Confieso que lo que sucede es que antes, en esas épocas de islas italianas llenas de azul celeste en el cielo y de muslos que bailan con Patricia, el mundo era muy sencillo.

Estaban los malos y los otros. Ahora no, ahora, que Dios me perdone por proferir tamañas barbaridades sobre este santo hombre que el diablo tenga en su gloria celestial de calderas hirviendo, resulta que el ex presidente George Bush hijo, de no se sabe qué, saca sus memorias para afirmarnos sin la menor precaución, sin siquiera soltar una risotada,  que no quiso la guerra de Irak: "Nadie pudo sentirse más furioso que yo cuando supe que no existían las armas de destrucción masiva. Me ponía malo y todavía me pone cada vez que lo pienso".

Te quedas pasmado, cabizbajo y al borde del infarto cerebral ante tanta estupidez.

Cuando conocí a Jack Lemmon era en un tiempo de pasado indefinido con aquella maravilla de película de Costa Gavras que fue "Missing / Desaparecido".

Nos encontramos en La Habana, en la cafetería del Hotel Capri prehistórico donde yo dormía, dixit el recepcionista, entre las sábanas que Frank Sinatra no había ensuciado cuando acudía a sus peculiares citas con los mafiosos. Luego me enteré de que, en realidad, el cantante prefería el Hotel Nacional. Tuve una depresión y me curé.

Lemmon estaba en el Festival de Cine habanero para que le homenajearan en la sala Carlos Marx, donde se proyectaba "Missing" en una noche cuajada de todos los jazmines andaluces de la emoción.

En la rústica cafetería se me ocurrió pedir una Coca Cola. La camarera, una moza de armas tomar, dejó de sonreírme y me escupió: “Señor, aquí sólo tenemos Tropicola”.

No recuerdo a qué diablos sabía aquello pero me la tomé para conservar mi amistad con la camarera.

Es decir, por si no lo entienden, que los atascos mentales son cosa de todos los días, aquella mañana yo sabía que los buenos eran los que bebían Tropicola mientras los malos indecentes chupaban Coca Cola.

Ahora, George Bush, que nunca se encontró en una isla italiana con la amante de su papá, qué pena, morena, quizá se hubiese evitado el primer descalabro iraquí,  dice que qué horror la invasión de Irak, si él hubiese sabido, mon Dieu!, qué rubor…

Siempre recordaré la Tropicola de mi primera vez cubana. Hay lecciones de moral que no se olvidan.

Lo terrible es que en este año 2010 de todas las matanzas de inocentes, seguimos bebiendo Coca Cola, con la inocencia de un Bush que se declara medio inocente de una de las mayores atrocidades cometidas en nombre de Dios.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).

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