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Colaboración: Aquellas vampiresas del Este

por © P.L.-NOTICINE.com
'Rojo atardecer'
'Rojo atardecer'
Por Sergio Berrocal *

En una Europa uniformizada, donde escupir fuera del tiesto es caer en lo irremediablemente políticamente incorrecto, pero ya no de broma sino con consecuencias importantes al canto, volver a ver la película "The Journey" ("Rojo atardecer", Anatole Litvak, 1959) es tan delicioso como cenar en el Hotel Crillon de París una noche de otoño en compañía de aquella vieja amiga que al final terminará por declararte que fuiste el hombre de su vida.

Estamos de nuevo en la Europa dividida entre el bloque comunista y los demás.

Tras el telón de acero, en la revoltosa Budapest, Lady Ashmore (deliciosa Deborah Kerr, a la que nadie imagina sin un deshabillé decente aunque sea de Chanel) trata de pasar al Oeste (los del Este eran los malos, los comunistas) a un novio húngaro con pocas ganas de vivir.

Se encuentran en un pueblo húngaro al lado de Austria, en plena batalla campal entre las fuerzas de ocupación rusas y los guerrilleros, donde los tiros no respetan ni el vodka que uno se bebe. Pero ella no se inmuta. Pasea su bolso serrano, probablemente de Hermès, en medio del fuego graneado, y sólo lo olvida para ofrecer su cuerpo al jefe soviético, Yul Brynner, que finalmente es como ofrecerlo a la Medicina.

Porque el hombre, que la desea con toda el vodka de su alma, no quiere aprovecharse.

Hay días y sobre todo noches en que uno pone la radio o la televisión para oír una voz humana, aunque no sea la de Jean Cocteau, lo que realmente sería una cursilería con ribetes de locura de amor mal digerido.

Aquel universo atormentado en el que entra la Kerr pertenecía a un mundo igual de malo pero al menos había esperanza y variedad. Eran dos formas de vivir y de pensar diferentes.

No había uniformización y al menos los del Oeste sabían que lo correcto era luchar contra los del Este y viceversa, no sé si me entienden, pero es igual porque el vodka relleno de pepinillos hace que todos seamos hijos de la misma madre, aunque haya dudas para el padre.

Hasta las películas, esa manera de reinventar la vida, tenían títulos que no dejaban lugar a la menor duda.

Cuando ibas a un país comunista estabas temblando de gusto pensando que quizá tu habitación de hotel estuviese rellena de micrófonos y quizá, si te creías muy importante, de cámaras que iban a grabar hasta tus pensamientos más recónditos.

Y te cruzabas en la calle con muchachas con pañuelos que apenas ocultaban su belleza y que todas te parecían la Nathalie de Gilbert Bécaud en la Plaza Roja.

Luego, con la llegada de James Bond, el horroroso machito de Su Majestad Británica, descubrimos que aquellas chiquillas podían ser terroríficas espías soviéticas que Dios sabe lo que hubiesen sido capaz de hacerte…

Eran superespías con corazones helados como Siberia pero ardientes como la taiga rusa incendiada por puñetera casualidad por un demente Miguel Strogoff, el correo del Zar que en nuestras fantasías juveniles siempre tuvo el rostro atormentado del alemán Curd Jurgens, que probablemente era, además, anticomunista.

Y en medio de ese dramón de pasión muy comedida, una guerrillera mata al pobrecito Yul Brynner, que en cierto modo muere de amor por la Lady y su bolso de marca.

Lo simpático es que la feroz asesina es Anouk Aimée, quien siete años más tarde protagonizaría un enorme éxito mundial, "Un homme et une femme" (Un hombre y una mujer), que Claude Lelouch consagró a la historia de amor mejor contada.

Luego, mucho luego, tremendamente luego, el 9 de noviembre de 1989, cae el Muro de Berlín y ya no hay malos ni buenos. Todos somos buenos, salvo los malísimos de la muerte que no se rinden.

Pero la libertad es como el chicle, que se convierte en algo informe sin sabor ni olor cuando se mastica más de la cuenta. En la Revolución Francesa (1789, no hace tanto), la libertad terminó en la guillotina.

Hace poco, unas cuantas películas, en Kirghiszistan, que antes fue parte de la Unión Soviética, ha habido matanzas raciales que meten miedo.

Y también en nombre de la libertad, en Rumanía, el penúltimo bastión soviético en Europa del Este, lo que dice la prensa contra el gobierno, demócrata liberal por más señas, es considerado como pura amenaza para el Estado. Entretanto, el Fondo Monetario Internacional (FMI) está dictando a los rumanos restricciones económicas de aquelarre.

De vez en cuando me angustia pensar que de haber sido ciclista profesional nunca hubiera llegado a la meta porque me habría confundido de carretera.

Las gaviotas se esconden para dormir pero, anoche, hacia las tres o las cuatro de la mañana, pasaron por mi terraza como una exhalación profiriendo graznidos bastante desagradables.

Y lo que está claro es que nos hemos quedado sin espías soviéticas, lo que lleva también al paro a los James Bond y a los lectores y espectadores nos sume en el aburrimiento de los buenos que siempre ganan.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).