Imprimir

Colaboración: Volver a terminar

por © P.L./-NOTICINE.com
Crowe, como Robin Hood
Crowe, como Robin Hood
Por Sergio Berrocal *

Robín de los Bosques, Robin Hood para los analfabetos del inglés, vuelve a las pantallas con Russel Crowe, más de setenta años después de que Errol Flynn se convirtiese en un justiciero que forjó el alma de un montón de chiquillos para algunos de los cuales vivir era casi más difícil que morir. Es un intento por resucitar ilusiones que nos daba el cine bien hecho.

Pero por mucho pecho que saque el Crowe va a tenerlo enrevesado, porque Cole Porter hace tiempo que se fue con su consolador,  volver a empezar.

En aquel año 1938, uno antes de que Europa se sumiese en la monstruosidad guerrera más extravagante de la época moderna, el glamour era decente y hasta modosito.

Errol Flynn, el yerno ideal, un machito bravío.

Murió en un baño, como una María Montez cualquiera.

Tonteaba en el agua con una muchacha más hermosamente sana de lo que debía.

Casi seguro que no lo mató solamente la temperatura del agua.

Pero desde entonces muchos machos ya no se bañan y menos con una ninfa.

Prefieren tomar higiénicas duchas frías que en el más rico de los casos pueden ser de agua mineral sin gas.

Por haberlos visto, pero nada más, les aseguro que Errol Flynn tenía los ojos más románticos del mundo.

Eso fue finalmente lo que le mató. No se puede ser tan guapo sin que el corazón te falle un día u otro.

Eran otros tiempos, otra películas.

La belleza de la más atrevida vampiresa nunca era agresiva ni vulgar. Ahora muchas parecen fulanas de vuelos charter.

Ya no hay talento para provocar una erupción de sensualidad con tan solo quitarle un largo guante negro a Rita Hayworth.

Todo es diferente.

Contaron que Ernest Hemingway bailó un día, aunque pudo ser una medianoche de los años cuarenta con Marlene Dietrich en el Hotel Ritz de París.

Y bajo el abrigo de visón, que ocultaba aquellas manos tan ágiles para transcribir palabras, Marlene estaba como su madre la había traído al mundo.

Ya no queda ningún escribidor de la talla de Hemingway.

No existen ni siquiera copias conformes de Marlene Dietrich.

El Ritz de París no es lo que era cuando Don Ernesto, haciendo gala de la más simpática de las chulerías ante los militares franceses, “liberó” París al frente de una pandilla de harapientos de la guerra.

Eran siglos, hasta los años sesenta los fueron –acuérdense de la demente revolución abortada de mayo del 68 en un París sin adoquines, desmontados para fastidiar al general Charles de Gaulle— en que los aventureros podían triunfar o al menos intentarlo.

A nadie se le ocurriría bailar hoy en el Ritz de la exquisita Place Vendôme con un cuerpo curvilíneamente sensual encerrado en un abrigo de visón.

Los ecologistas lo prohibirían.

Y, por si fuera poco,  los peces gordos no han dejado sitio para soñar.

Ha cambiado hasta el alma de las guerras.

El 14 de abril de 1939, Hemingway andaba por Madrid para dar cuenta de la Guerra Civil española.

En un despacho que aquel día envió a la agencia de prensa norteamericana NANA contó con un cinismo descarado su encuentro con un cadáver en una calle madrileña.

“El muerto –escribía-- no era ninguno de los presentes ni amigo de alguno de ellos, por lo que todos se desayunaron con buen apetito después de haber pasado la fría noche  y el interminable día anterior en el frente de Guadalajara”.

En Afganistán o en Irak, los norteamericanos no reparan en gastos.

Bombardean a destajo.

Y los periodistas no pueden tropezarse con un muerto porque los cadáveres de civiles están apiñados en cifras que dan cuenta de “daños colaterales”.

A Hemingway se le habría caído el vaso de güisqui de las manos.

Hemingway y Errol Flynn se parecían en el infinito de una vida a la que cada uno de ellos puso fin a su manera. Como diría Frank Sinatra.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).