Notas a pie de pantalla: "2012"
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Por Elio Castro-Villacañas
Acabo de ver "2012" y lo primero que se me viene a la cabeza es pensar cómo sería Roland Emmerich de niño. ¿Quemaría sus juguetes? ¿Haría los castillos de arena en la playa cerca del mar para que se los llevara enseguida una ola? ¿Metería insectos en el congelador de su nevera para ver cuánto resistían vivos? Ese regusto que tiene por la destrucción tiene que tener algún origen, alguna causa. Quizá un psiquiatra podría darnos más pistas.
A mi al menos me resulta curioso, me gustaría saber el porqué de tanta devastación. Si echamos la vista atrás vemos que en el cine Emmerich ha dejado el planeta hecho unos zorros tras la visita de los extraterrestres en “Independence Day”; que en Nueva York no quedó una baldosa sana después de que “Godzilla” pisoteara la ciudad de Norte a Sur y de Este a Oeste, que más de media humanidad se quedó helada en “El día de Mañana”...
Como decía mi buena amiga Andrea Nakta en un reciente artículo “Emmerich es un Atila cinematográfico. Donde pone la cámara no vuelve a crecer la hierba”. "2012" es más de lo mismo pero elevado al cubo. Es como si Emmerich hubiera querido hacer la película definitiva de desastres. Hay terremotos, maremotos, explosiones volcánicas, lluvia de cenizas, aviones que tienen que despegar y aterrizar a la desesperada como en la saga “Aeropuerto” ... Todo el lote. Bueno, todo no.
Faltan los marcianos, alguna trama dentro de un rascacielos y un par de monstruos jurásicos para tener la colección completa. Por lo demás "2012", como película del género de desastres, es muy trivial. Hay, como es menester, varias historias paralelas con distintos protagonistas que van confluyendo hacia el final. Por supuesto no falta la típica familia desunida que se reencuentra gracias a la catástrofe. También hay, como no, un presidente negro de los USA, abnegado y bienintencionado donde los haya. Gente que muere a porrillo de todas las razas, sexos y creencias.
Y litros y litros de moralina barata, dulzona, empalagosa e insoportable. De esas que producen urticaria, que hacen sangrar una úlcera o que directamente la provocan. Pero, para que nos vamos a engañar, no esperábamos otra cosa. Espectacularidad visual y simpleza argumental. Eso es todo. Dos horas y media subidos a una montaña rusa visual con algunos buenos efectos digitales, otros que dan el cante y algunas gotas de humor negro que son las únicas que me hacen esbozar una pequeña sonrisa. Roland Emmerich se ha debido divertir de lo lindo rompiendo sin parar los juguetes que le han regalado los productores y seguro que habrá millones de espectadores que disfruten mirando cómo lo hace. Al fin y al cabo "2012" no es más que un gran juguete. Un juguete que se destruye y se recompone en cada nueva sesión. Un juguete que, seguramente, no tenía Emmerich de niño.
Acabo de ver "2012" y lo primero que se me viene a la cabeza es pensar cómo sería Roland Emmerich de niño. ¿Quemaría sus juguetes? ¿Haría los castillos de arena en la playa cerca del mar para que se los llevara enseguida una ola? ¿Metería insectos en el congelador de su nevera para ver cuánto resistían vivos? Ese regusto que tiene por la destrucción tiene que tener algún origen, alguna causa. Quizá un psiquiatra podría darnos más pistas.
A mi al menos me resulta curioso, me gustaría saber el porqué de tanta devastación. Si echamos la vista atrás vemos que en el cine Emmerich ha dejado el planeta hecho unos zorros tras la visita de los extraterrestres en “Independence Day”; que en Nueva York no quedó una baldosa sana después de que “Godzilla” pisoteara la ciudad de Norte a Sur y de Este a Oeste, que más de media humanidad se quedó helada en “El día de Mañana”...
Como decía mi buena amiga Andrea Nakta en un reciente artículo “Emmerich es un Atila cinematográfico. Donde pone la cámara no vuelve a crecer la hierba”. "2012" es más de lo mismo pero elevado al cubo. Es como si Emmerich hubiera querido hacer la película definitiva de desastres. Hay terremotos, maremotos, explosiones volcánicas, lluvia de cenizas, aviones que tienen que despegar y aterrizar a la desesperada como en la saga “Aeropuerto” ... Todo el lote. Bueno, todo no.
Faltan los marcianos, alguna trama dentro de un rascacielos y un par de monstruos jurásicos para tener la colección completa. Por lo demás "2012", como película del género de desastres, es muy trivial. Hay, como es menester, varias historias paralelas con distintos protagonistas que van confluyendo hacia el final. Por supuesto no falta la típica familia desunida que se reencuentra gracias a la catástrofe. También hay, como no, un presidente negro de los USA, abnegado y bienintencionado donde los haya. Gente que muere a porrillo de todas las razas, sexos y creencias.
Y litros y litros de moralina barata, dulzona, empalagosa e insoportable. De esas que producen urticaria, que hacen sangrar una úlcera o que directamente la provocan. Pero, para que nos vamos a engañar, no esperábamos otra cosa. Espectacularidad visual y simpleza argumental. Eso es todo. Dos horas y media subidos a una montaña rusa visual con algunos buenos efectos digitales, otros que dan el cante y algunas gotas de humor negro que son las únicas que me hacen esbozar una pequeña sonrisa. Roland Emmerich se ha debido divertir de lo lindo rompiendo sin parar los juguetes que le han regalado los productores y seguro que habrá millones de espectadores que disfruten mirando cómo lo hace. Al fin y al cabo "2012" no es más que un gran juguete. Un juguete que se destruye y se recompone en cada nueva sesión. Un juguete que, seguramente, no tenía Emmerich de niño.