Colaboración: La última cena
- por © P.L.-NOTICINE.com

Por Sergio Berrocal *
El mantel blanco y soleado otoñal acoge una enorme perola de migas, silenciosas como este lugar de la Mancha. ¿Somos doce? Compartimos este manjar de pobres ricos rociado de finas lonchas de tocino ibérico, morcilla negra como el alma de Judas, pimientos de apaciguador verde esperanza y uvas que pudieran ser las de la ira de Jonh Steinbeck. Vuelan las conversaciones sobre la vida y lo otro pero yo me empecino en pensar que podría ser mi última cena. No se me van de la cabeza Robert de Niro y Kirk Douglas que en una casi madrugada he visto luchando por la dignidad de la muerte y el llanto del último combate perdido.
Pobre Kirk Douglas, transformado en sherif henchido de venganza insatisfecha que toma El último tren de Gun Hill. Anthony Quinn le ayuda a arrastrar la cruz en este calvario de la justicia que deja por el camino una esposa, un amigo, un hijo. Todos han perdido pero él no tiene quien le limpie el sudor del rostro.
Otro amanecer con el maldito gallo que parece querer intimidarme como un zombi soltado de su macabra eternidad por George A. Romero. En el silencio de esta llanura de La Mancha que probablemente recorrió Don Quijote, a menos que sólo estuviesen Sancho Panza y sus cuarenta ladrones, me doy de bruces con un Robert de Niro que quiere llevar a la gloria de los cementerios que pasan por los ring a Jack Lamotta, auténtico Toro salvaje. Acaba de dejar para el arrastre al francés Marcel Cerdan y va a por la corona que tiene Ray Sugar Robinson. Pero se le atraviesa en su arrebato de vida insatisfecha, como la de todos, como la de todas y la de los demás, un día trece con malas intenciones. Es la última pelea, su último combate. La última cena también con una esposa de rubio perverso virginal. No quiere comprender que siempre hay que perder el último combate. Porque si no, te lo roban, lo que en el fondo y en la forma es peor. Como lo perdió el campeón del mundo de todos los pesos, el mismísimo Jesús de Nazaret que a esta hora de sol loco y vino sabio veo sentarse a nuestra mesa de migas suntuosas que ningún chef con tres estrellas Michelin sería capaz de conseguir.
Se lo comento a un amigo de tez morena y bigote de bandolero de Sierra Morena, que tiene el don de modelar vidas con unas manos que te rompen cuando las estrechas. Manos que hasta podrían bendecir esta mesa de ilusiones encontradas y más tarde perdidas.
A su lado, al lado del hombre de las manos de oro, se sientan otro hombre y una mujer (no, no son los de Claude Lelouch) que deben sus vidas a manos como esas.
Pese al vino que riega con la parsimonia de la amabilidad amistosa la mesa larga no puedo apartar de mi memoria a Kirk Douglas y a Robert de Niro. Me han recordado a la hora de las brujas, cuando el cielo va a abrirse para dar a luz al día, que todos somos frágiles, inútiles ante la muerte y más que nada ante nuestra pobre muerte.
Mel Gibson se ha invitado al huerto de tomates pequeños y guapos y no tienes más remedio que admitir que hasta Jesucristo tuvo miedo ante el final de su vida aunque sabía que ése era su destino. Desde el fondo de la ignominia de la cruz suplicó piedad a un padre inflexible y lejano. Y murió con el miedo de lo desconocido, como cualquiera de los antihéroes de Kirk Douglas.
En este paraje del mundo donde el desesperante silencio restalla como un látigo, como una amenaza, se encuentra el pueblo de Chillón, capital de las migas de la reconciliación.
Una tierra que a Tartarín de Tarascón también le hubiese gustado recorrer con la fantasía de Alphonse Daudet. Esa fantasía que huele a vino fresco y a canela en rama.
(*): Sergio Berrocal es periodista y cinéfilo.
El mantel blanco y soleado otoñal acoge una enorme perola de migas, silenciosas como este lugar de la Mancha. ¿Somos doce? Compartimos este manjar de pobres ricos rociado de finas lonchas de tocino ibérico, morcilla negra como el alma de Judas, pimientos de apaciguador verde esperanza y uvas que pudieran ser las de la ira de Jonh Steinbeck. Vuelan las conversaciones sobre la vida y lo otro pero yo me empecino en pensar que podría ser mi última cena. No se me van de la cabeza Robert de Niro y Kirk Douglas que en una casi madrugada he visto luchando por la dignidad de la muerte y el llanto del último combate perdido.
Pobre Kirk Douglas, transformado en sherif henchido de venganza insatisfecha que toma El último tren de Gun Hill. Anthony Quinn le ayuda a arrastrar la cruz en este calvario de la justicia que deja por el camino una esposa, un amigo, un hijo. Todos han perdido pero él no tiene quien le limpie el sudor del rostro.
Otro amanecer con el maldito gallo que parece querer intimidarme como un zombi soltado de su macabra eternidad por George A. Romero. En el silencio de esta llanura de La Mancha que probablemente recorrió Don Quijote, a menos que sólo estuviesen Sancho Panza y sus cuarenta ladrones, me doy de bruces con un Robert de Niro que quiere llevar a la gloria de los cementerios que pasan por los ring a Jack Lamotta, auténtico Toro salvaje. Acaba de dejar para el arrastre al francés Marcel Cerdan y va a por la corona que tiene Ray Sugar Robinson. Pero se le atraviesa en su arrebato de vida insatisfecha, como la de todos, como la de todas y la de los demás, un día trece con malas intenciones. Es la última pelea, su último combate. La última cena también con una esposa de rubio perverso virginal. No quiere comprender que siempre hay que perder el último combate. Porque si no, te lo roban, lo que en el fondo y en la forma es peor. Como lo perdió el campeón del mundo de todos los pesos, el mismísimo Jesús de Nazaret que a esta hora de sol loco y vino sabio veo sentarse a nuestra mesa de migas suntuosas que ningún chef con tres estrellas Michelin sería capaz de conseguir.
Se lo comento a un amigo de tez morena y bigote de bandolero de Sierra Morena, que tiene el don de modelar vidas con unas manos que te rompen cuando las estrechas. Manos que hasta podrían bendecir esta mesa de ilusiones encontradas y más tarde perdidas.
A su lado, al lado del hombre de las manos de oro, se sientan otro hombre y una mujer (no, no son los de Claude Lelouch) que deben sus vidas a manos como esas.
Pese al vino que riega con la parsimonia de la amabilidad amistosa la mesa larga no puedo apartar de mi memoria a Kirk Douglas y a Robert de Niro. Me han recordado a la hora de las brujas, cuando el cielo va a abrirse para dar a luz al día, que todos somos frágiles, inútiles ante la muerte y más que nada ante nuestra pobre muerte.
Mel Gibson se ha invitado al huerto de tomates pequeños y guapos y no tienes más remedio que admitir que hasta Jesucristo tuvo miedo ante el final de su vida aunque sabía que ése era su destino. Desde el fondo de la ignominia de la cruz suplicó piedad a un padre inflexible y lejano. Y murió con el miedo de lo desconocido, como cualquiera de los antihéroes de Kirk Douglas.
En este paraje del mundo donde el desesperante silencio restalla como un látigo, como una amenaza, se encuentra el pueblo de Chillón, capital de las migas de la reconciliación.
Una tierra que a Tartarín de Tarascón también le hubiese gustado recorrer con la fantasía de Alphonse Daudet. Esa fantasía que huele a vino fresco y a canela en rama.
(*): Sergio Berrocal es periodista y cinéfilo.