Errol Flynn y el fraile enterrador
- por © P.L.-NOTICINE.com

Por Sergio Berrocal *
Acabo de saber, siglos después de haberle conocido, que siempre amé a Errol Flynn. Lo digo porque en estos años de confusión mental globalizada se han acabado definitivamente los amores inteligentes. No existe más que la brutalidad dura y pura, con uniforme en varios puntos del mundo, a navajazos en muchas ciudades.
Si fuésemos sensatos nos sentaríamos en un portal (¿existen todavía?) y nos carcajearíamos de este siglo XXI tan demente que nadie se atreve a encerrarlo. Ni Nostradamus hubiese podido prever tamaña locura de un solo hombre que amarga o hace la vida imposible a todos los demás.
Errol Flynn falleció el 14 de octubre de 1959 en Vancouver (Canadá) con tan solo cincuenta años de edad. Algún día oí que murió en un baño quizá demasiado caliente al lado de una ninfa probablemente demasiado ardiente. Sexo, drogas y alcohol fueron por lo visto las tres causas de su defunción. Como si para morirse se necesitaran razones.
Eso de largarse para siempre en una ciudad llamada Vancouver debe de tener tela marinera...
Tres años antes yo le había conocido en Tánger, una ciudad de Marruecos que entonces tenía estatuto internacional, con suculentas exenciones fiscales que atraían a todos los bandidos del resto del mundo.
Las celebridades se morían de gusto por bañarse en sus playas, dormir en el Hotel Minzah –solas o acompañadas—y desde el mafioso Lucky Luciano, quien tenía oficinas en el Bulevar Pasteur, a un célebre príncipe italiano, mucho más tarde cazado por la justicia italiana por malhechor de altos vuelos, pasando por la multimillonaria Barbara Hutton, todo el mundo amaba Tánger.
Morirse en Tánger ya hubiese sido otra cosa.
Errol Flynn nos visitó hacia 1956. Pocos meses antes de que yo tuviese que levar anclas huyendo a Marsella, el puerto hacia donde navegaba el primer carguero dispuesto a transportarme por un puñadito de francos franceses, Llegó a la bahía en un velero de ensueño, el “Zaga”. Sin duda le recordaba a los piratas y a otros tunantes que había encarnado desde 1935.
Mi encuentro con la gran estrella fue caótico y para olvidar. Llegamos hasta su buque en un frágil bote alquilado a un pescador. Pero desde cubierta, a miles de metros más arriba, así me pareció al menos, porque el pánico exagera las cosas, Errol Flynn se negó a dejarnos subir, sin importarle un rábano andaluz –los mejores del mundo—que las olas manifestasen aviesas intenciones contra nosotros.
Desde aquel momento le odié con toda mi alma cristiana y también con el alma musulmana del fotógrafo que me acompañaba, pese a que por la noche su esposa de entonces, una deliciosa norteamericana con pinta de universitaria, Patricia Wymore, me recibiera muy amablemente en el mismo yate, afortunadamente ya atracado.
He tardado un pilón de años en descubrir que sentía por Errol Flynn más que la admiración del espectador agradecido por un momento de gran cine como fue su interpretación de “Robin de los Bosques” (1938), la película que me hizo tomar por primera vez conciencia de las tremebundas diferencias sociales planetarias.
Claro que no era el mismo Errol Flynn de las batallitas cinematográficas.
Medio siglo después, siempre hay un antes, he descubierto en un cajón olvidado una foto de uno de los hombres que más significó en mi vida. El que me permitió sobrevivir siendo un niño bastardo en una ciudad donde el honor pasaba por el apellido del padre. El mío, un general, se había largado y yo me las tenía que apañar con el apellido materno.
Aquel hombre nada tenía que ver con Errol Flynn ni con mi padre biológico. Era un primo mucho mayor que yo. Se llamaba Antonio y poseía un maravilloso cortijo en Archidona, uno de los más bellos pueblos de Andalucía. Allí pasé muchos de esos momentos que ningún niño puede olvidar, pese a que ya entonces él estaba, de siempre, muy enfermo. Un riñón podrido que en aquellos tiempos no tenía aparentemente solución. Pero derrochaba alegría, con la grandeza del quien sabe dar, de quien planta cara a la vida con optimismo temerario todos los amaneceres que Dios permite ver.
Estoy convencido de que comprendió lo que yo estaba viviendo. Y me enseñó a sobrevivir, a amar posiblemente también y, sobre todo, a vivir contra corriente.
Creo que nunca me di cuenta de su grandeza y de lo importante que fue para mi.
Estaba al borde de una muerte de perro cuando nació en París mi primera hija, Monique. Aceptó ser su padrino a distancia. Y me mandó entonces una carta de las que uno tampoco olvida, pero que sí puede perderse, porque la presencia de un recuerdo es a veces espantosa.
Hace unos días me encontré una foto suya. Y entonces me di cuenta que tenía la misma sonrisa pícara de aquel Errol Flynn del que sólo aprendí que los sueños son las muñecas hinchables de la imaginación. Y que a veces la vida si breve puede resultar dos veces menos penosa.
De aquellas correrías infantiles mías en la campiña andaluza me ha quedado también el recuerdo de uno de los grandes amigos de mi primo, un tipo tremendamente calvo y espantosamente bigotudo, Federico. Me prestaba las bicicletas de su tienda que yo le abollaba regularmente.
El primo Antonio murió y Federico se exilió en la que sin duda es una de las más terribles congregaciones religiosas del mundo, los Fosores de la Misericordia. Frailes que consagran sus vidas a enterrar a los muertos, desenterrarlos si es necesario y en todo caso rezar por sus almas).
Ahora ya saben, aunque les importe menos que les importaba la vida a los soldados de “Murieron con las botas puestas”, por qué amo tan a la postre a Errol Flynn. Que los dos descansen en paz.
(*): Sergio Berrocal es periodista de toda la vida. Y cinéfilo desde antes de nacer. Este artículo pertenece a su nuevo libro, “Crónicas sin güisqui” (www.publibook.com)
Acabo de saber, siglos después de haberle conocido, que siempre amé a Errol Flynn. Lo digo porque en estos años de confusión mental globalizada se han acabado definitivamente los amores inteligentes. No existe más que la brutalidad dura y pura, con uniforme en varios puntos del mundo, a navajazos en muchas ciudades.
Si fuésemos sensatos nos sentaríamos en un portal (¿existen todavía?) y nos carcajearíamos de este siglo XXI tan demente que nadie se atreve a encerrarlo. Ni Nostradamus hubiese podido prever tamaña locura de un solo hombre que amarga o hace la vida imposible a todos los demás.
Errol Flynn falleció el 14 de octubre de 1959 en Vancouver (Canadá) con tan solo cincuenta años de edad. Algún día oí que murió en un baño quizá demasiado caliente al lado de una ninfa probablemente demasiado ardiente. Sexo, drogas y alcohol fueron por lo visto las tres causas de su defunción. Como si para morirse se necesitaran razones.
Eso de largarse para siempre en una ciudad llamada Vancouver debe de tener tela marinera...
Tres años antes yo le había conocido en Tánger, una ciudad de Marruecos que entonces tenía estatuto internacional, con suculentas exenciones fiscales que atraían a todos los bandidos del resto del mundo.
Las celebridades se morían de gusto por bañarse en sus playas, dormir en el Hotel Minzah –solas o acompañadas—y desde el mafioso Lucky Luciano, quien tenía oficinas en el Bulevar Pasteur, a un célebre príncipe italiano, mucho más tarde cazado por la justicia italiana por malhechor de altos vuelos, pasando por la multimillonaria Barbara Hutton, todo el mundo amaba Tánger.
Morirse en Tánger ya hubiese sido otra cosa.
Errol Flynn nos visitó hacia 1956. Pocos meses antes de que yo tuviese que levar anclas huyendo a Marsella, el puerto hacia donde navegaba el primer carguero dispuesto a transportarme por un puñadito de francos franceses, Llegó a la bahía en un velero de ensueño, el “Zaga”. Sin duda le recordaba a los piratas y a otros tunantes que había encarnado desde 1935.
Mi encuentro con la gran estrella fue caótico y para olvidar. Llegamos hasta su buque en un frágil bote alquilado a un pescador. Pero desde cubierta, a miles de metros más arriba, así me pareció al menos, porque el pánico exagera las cosas, Errol Flynn se negó a dejarnos subir, sin importarle un rábano andaluz –los mejores del mundo—que las olas manifestasen aviesas intenciones contra nosotros.
Desde aquel momento le odié con toda mi alma cristiana y también con el alma musulmana del fotógrafo que me acompañaba, pese a que por la noche su esposa de entonces, una deliciosa norteamericana con pinta de universitaria, Patricia Wymore, me recibiera muy amablemente en el mismo yate, afortunadamente ya atracado.
He tardado un pilón de años en descubrir que sentía por Errol Flynn más que la admiración del espectador agradecido por un momento de gran cine como fue su interpretación de “Robin de los Bosques” (1938), la película que me hizo tomar por primera vez conciencia de las tremebundas diferencias sociales planetarias.
Claro que no era el mismo Errol Flynn de las batallitas cinematográficas.
Medio siglo después, siempre hay un antes, he descubierto en un cajón olvidado una foto de uno de los hombres que más significó en mi vida. El que me permitió sobrevivir siendo un niño bastardo en una ciudad donde el honor pasaba por el apellido del padre. El mío, un general, se había largado y yo me las tenía que apañar con el apellido materno.
Aquel hombre nada tenía que ver con Errol Flynn ni con mi padre biológico. Era un primo mucho mayor que yo. Se llamaba Antonio y poseía un maravilloso cortijo en Archidona, uno de los más bellos pueblos de Andalucía. Allí pasé muchos de esos momentos que ningún niño puede olvidar, pese a que ya entonces él estaba, de siempre, muy enfermo. Un riñón podrido que en aquellos tiempos no tenía aparentemente solución. Pero derrochaba alegría, con la grandeza del quien sabe dar, de quien planta cara a la vida con optimismo temerario todos los amaneceres que Dios permite ver.
Estoy convencido de que comprendió lo que yo estaba viviendo. Y me enseñó a sobrevivir, a amar posiblemente también y, sobre todo, a vivir contra corriente.
Creo que nunca me di cuenta de su grandeza y de lo importante que fue para mi.
Estaba al borde de una muerte de perro cuando nació en París mi primera hija, Monique. Aceptó ser su padrino a distancia. Y me mandó entonces una carta de las que uno tampoco olvida, pero que sí puede perderse, porque la presencia de un recuerdo es a veces espantosa.
Hace unos días me encontré una foto suya. Y entonces me di cuenta que tenía la misma sonrisa pícara de aquel Errol Flynn del que sólo aprendí que los sueños son las muñecas hinchables de la imaginación. Y que a veces la vida si breve puede resultar dos veces menos penosa.
De aquellas correrías infantiles mías en la campiña andaluza me ha quedado también el recuerdo de uno de los grandes amigos de mi primo, un tipo tremendamente calvo y espantosamente bigotudo, Federico. Me prestaba las bicicletas de su tienda que yo le abollaba regularmente.
El primo Antonio murió y Federico se exilió en la que sin duda es una de las más terribles congregaciones religiosas del mundo, los Fosores de la Misericordia. Frailes que consagran sus vidas a enterrar a los muertos, desenterrarlos si es necesario y en todo caso rezar por sus almas).
Ahora ya saben, aunque les importe menos que les importaba la vida a los soldados de “Murieron con las botas puestas”, por qué amo tan a la postre a Errol Flynn. Que los dos descansen en paz.
(*): Sergio Berrocal es periodista de toda la vida. Y cinéfilo desde antes de nacer. Este artículo pertenece a su nuevo libro, “Crónicas sin güisqui” (www.publibook.com)