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Colaboración: La oreja de Scarlett

por © P.L.-NOTICINE.com
Scarlett Johansson
Scarlett Johansson
Por Sergio Berrocal *

Desde mi humeante descafeinado con leche, leo en mi playa andaluza que le están haciendo la vida imposible a la bella Scarlett Johansson. Un señor, hoy hasta los tontos tienen derecho a escribir, dice en un periódico que el primer cortometraje de la actriz de Woody Allen es bastante malo. Ya comprenderán que no defiendo a la Johansson porque tenga un garbo enloquecedor, una sonrisa pintada por el mejor Billy Wilder y haya captado mi atención freudiana en tres largas noches de autoanálisis luterano.

Ese  improvisado crítico ignora que todo el cine merece nuestros respetos, incluso cuando puede parecernos malo. Porque hasta las malas películas te enseñan algo. A la gente de mi generación, casi tan perdida como la de aquel Hemingway que se paseaba por París con barba y a lo loco, nos enseñó a amar, a hablar, y hasta a ponernos una gabardina. Un montón de cosas indispensables sin las cuales nuestras humanidades habrían estado cojas.

Después de maldecir de nuevo al vago ese que pone a parir a la talentosa Scarlett, aunque sea difícil llevar ese nombre después de “Lo que el viento se llevó”, me acuerdo de un hombre que sin saberlo estuvo toda su vida influenciado por un cine que  él raramente veía.

Podía haber escrito, producido y protagonizado “El golpe”. Ningún trabajo le hubiese costado ser más pillo que el  Robert Redford vengativo y enamorado luego en “Dos hombres y un destino”. Pero él no sabía de esas cosas. Su cultura era la calle, el arroyo que habría dicho Charles Dickens, en realidad el fondo de una mina plagada de grisú asesino donde picaba y picaba carbón pidiéndole a los angelitos negros que le preservaran de la ruinosa silicosis o de la explosión arrancadora.

Minas de los años sesenta en una España de dictadura franquista donde un desesperado se ató un mal día una salchicha de barrenos alrededor del cuello con la que curó para siempre la decepción amorosa de una mujer que le engañaba. Mineros que ni Emile Zola hubiese desdeñado trataban de seguir viviendo. Y pasaban por el chigre (bar de mala o de buena muerte) recién escapados de los doscientos metros en picado de la mina porque querían celebrar seguir vivos. Mi amigo, mi personaje, fue uno de ellos. Hasta que se dio cuenta de que la vida a 200 metros por debajo de las calles, donde se vive y se muere pero se ama y se sufre, a 200 metros más cerca del infierno, no podía ser. Y entonces empezó a vivir como un personaje de esas películas a las que él no era asiduo. Se buscó un bar, pomposamente bautizado como cafetería, y sirvió Cubalibre y cócteles inventados en tiempos de amarre de la libertad para creerse libres. Los mineros no bebían, absorbían hasta la borrachera, difícil de conseguir porque el entrenamiento era de puro hombre prehistórico en película de Clint Eastwood.

A mí siempre me consideró con la benevolencia de las grandes almas ante la frivolidad. Benevolencia propia del fuerte, del que sabe que al final triunfará como no lo sabía el enajenante James Dean cuando se compró un Porsche. Eso de ser periodista le producía una especie de ternura, la misma que se tiene por los recién nacidos aquejados de sinusitis profunda pero infantil. Consideraba, no sin cierta razón, que nuestro oficio era de una trivialidad (la palabra no la conocía pero sí la intención) propia de la eterna Alicia de toda la vida. Le fascinaba que alguien pudiese perder el tiempo contando cosas de los demás machacando las teclas de una máquina de escribir. Se enamoró de una muchacha que tenía la belleza de la casta superior y decidió hacer fortuna.

Hizo fortuna como hubiese tejido un calcetín en una institución benéfica para gente con la cabeza desordenada. Su película fue por cumbres borrascosas, y descubrió un juego que llegaba de Estados Unidos. Lo introdujo o ayudó a introducirlo en una parte de Europa, donde más de uno dejó la vida  en esta lucha de poderío y dinero. Hizo fortuna, tuvo caballos, muchas risas que podían haber ritmado Robert Redford y Paul Newman con un mismo destino.

A él, que vivió una vida de película sin siquiera percatarse, le habría provocado una sonrisa mi preocupación por Scarlett Johansson. Y sin duda le habría atacado la risa de saber que unos mentecatos quieren vivir a costa de Van Gogh afirmando como verdad fundamental que no fue él quien se cortó un cacho de oreja por desesperación amorosa sino que otro pintor, Paul Gauguin, se la cortó por celos de una señora prostituta.  Me parece que habría zanjado la discusión, que no otro lóbulo, sacando el fajo de billetes que siempre llevaba en el bolsillo derecho del pantalón y habría preguntado que cuánto se debía. Era así de auténtico, real como cualquier héroe de cine negro salido de la pluma de Raymond Chandler.

(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Ha trabajado durante cuarenta años para la Agencia France Presse. Su última novela publicada es "Último vuelo para Manaus".