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Colaboración: Reportaje a la locura

por © S.B. / NOTICINE.com
Cartel de 'Pánico en las calles'
Cartel de 'Pánico en las calles'
Por Sergio Berrocal *

De pronto, siempre es de pronto, porque si te lo pensaras saldrías a toda pastilla como el Ford Mustang de Steve MacQueen, te encuentras más perdido en tu película que el médico Richard Widmark a la caza y captura desesperada de la peste bubónica en Nueva Orleáns.

Una variante de "Pánico en las calles",  el mismo que atenazaba también a Jack Palance y a Paul Douglas, inolvidables, me ha destrozado la vida durante un año. Un lector me espeta que de que me quejo, forastero, podía haber sido toda la vida y al final habrías terminado agujereado por las balas de plata de Cary Cooper solo ante el peligro. Con toda la cobardía del mundo el pánico que me hacía cambiar de camisa dos veces por día lo he dejado retratado a ver si se va de una puñetera vez ("Locura de desamor", Ediciones Publibook, París).

En todos los maravillosos siglos de periodismo que resumen mis cincuenta años de periodista mal pagado pero feliz, nunca había tenido que vivir un terror tan jodidamente puro, a lo George Andrew Romero, que te quitaba el sueño, el respirar, las ganas de seguir luchando. Era un reportaje que por lo demás nunca quise hacer. Y si finalmente me agarré desesperadamente a mi cuaderno de notas es porque me convencí de que dejando mis impresiones por escrito tal vez los dioses amiguitos de Ulises alejasen de mí el espanto.

Sin quererlo ni beberlo, me tropecé una mala mañana con la locura en su estado más puro que tenía el nombre científico de encefalopatía y era provocada por una grave enfermedad de hígado. Lo malo es que aquella enajenación intermitente causada por el amoníaco que el hígado no llegaba a metabolizar le afectaba a mi propia esposa, Tina. No era un protagonista anónimo para una crónica más.

Durante más de un año fui anotando los sentimientos que aquella catástrofe me inspiraban. Una especie de terapia para evitar ahogarme yo también en la locura que se había adueñado de la casa, de nosotros.

Te sientes tan inútil que gritas, le gritas a ella, a gritos quieres sacarla de ese agujero de la inconsciencia en el que tú no tienes cabida, otros ratos lloras y pataleas cuando ya no puedes más, pero sólo lo haces una vez porque comprendes que no sirve para nada, le pataleas a la bata blanca del médico que ni se mancha de los insultos finiquitados que llevas en tus ojos. Le suplicas que haga algo, que tú no puedes aguantar a base de tranquilizantes y alcohol, que esto no es vida para nadie. Aúllas a la luna del mundo entero que deja de tener sentido. Todos los valores que hasta entonces habíais compartido se difuminan hasta hacerse invisibles.

El enfermo tiene sus luces y sus sombras. Cuando llega el brote se hunde irremediablemente en un agujero sin fin al que nadie puede seguirle ni de lejos por mucho que quiera forzar las cerraduras. No parece que los enfermos sufran más allá de las anécdotas exteriores: confundir el cepillo de dientes con el grifo del lavabo, servir una manzanilla sin manzanilla. Para el acompañante, el testigo, el que lo vive en directo y sin cortes, el infierno huele a amoníaco de fregar. Ves como se pasa de la cordura más absoluta a la inopia de toda conciencia. No existe ni el bien ni el mal, sólo la nada como fondo y es una nada muy particular, de una desesperanza sin fin, que no tiene hora para amainar. Y tú estás ahí, impotente. Te llevan los diablos porque no puedes hacer absolutamente nada, aparte cuidar de que la enferma vaya regularmente al baño (receta auténtica de los médicos de Molière, de cachondeo y regodeo).

Esta historieta, no sé por qué, mi cerebro ya no está para tan ociosas preguntas, me ha recordado de la angustia de Richard Widmark cuando en 1950, dirigido por Elia Kazan, corría por las calles de Nueva Orleáns buscando con la desesperación del tiempo que se acaba irremediablemente a un marinero que había desembarcado llevando una mercancía explosiva en la sangre, la peste bubónica. Y el realizador Elia Kazan no parecía estar para gaitas filosóficas aunque conoció y protegió la peste del siniestro senador MacCarthy, empeñado en que todos los cineastas eran rojos en potencia que había que liquidar para evitar el contagio.

Cuando se han cerrado las puertas del entendimiento, casi siempre con un portazo inesperado, como si una bocanada de viento hubiese arrastrado la puerta en un gesto de malhumor, se queda encerrada en algún lugar que sólo ella sabe, pero que olvida. Porque cuando vuelve de ese dominio de Alicia, no sé si en un país de maravillas o en algún infierno apartado, no recuerda nada, o apenas, en todo caso suficientemente poco para no sufrir. Esto es al menos lo que creo. He probado a espantar el ensimismamiento de varias maneras, incluso con un grito de enfado. Entonces trata de obedecer, de hacer lo que le dices, palabras que le llegan en esos momentos muy despacio.

Al final de las correrías por Nueva Orleáns, Richard Widmark consigue yugular la peste que amenazaba a toda la ciudad. Y regresa a su casa con esa sonrisa rota y constantemente amargada que nadie fue capaz de superar en el Hollywood de sus tiempos.

Un cirujano con pinta de Emir Kusturica en medio de sus locos instrumentos de aire ha conseguido, gracias a un hábil trasplante de hígado, ahuyentar la peste de mi casa. Pero cuando amanece como esta mañana con la ciudad tomada por la niebla me pregunto dónde estará agazapada Doña Encefalopatía. Richard Widmark no paró de preguntarse por la peste hasta que la palabra fin le dejó callado. Lo malo es que yo no tengo uniforme marinero ni gorra de plato salvavidas. Qué se le va a hacer. Pero nunca olvidaremos la peste, ni la bubónica ni la otra.

(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Ha trabajado toda la vida para France Presse. Su última novela publicada es "Último vuelo para Manaus".