Colaboración: Dioses y diosas con sirena

por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal   

Eran tiempos de canciones de Trenet, Aznavour y el belga Adamo te cogía por la cintura y todos parecíamos medianamente felices. París llovía de belleza, aunque en los amaneceres fresquitos tuvieses que esperar en la puerta la llegada de una unidad del SAMU, esas ambulancias de urgencias que aprendimos a amar en Francia.

Gente con corazón, enormes botas y trajes de colorines que estaban dispuestos a todas horas a salvar vidas. A aquel niño convulso, cuya madre se moría dulcemente en otra habitación de la casa de planta baja en las afueras de París, ellos, los del SAMU, lo trataban con todo el cariño del mundo. Entraban en la casa como fantasmas, lo sacaban de su cama donde se consumía de fiebre, lo metían en la ambulancia, lo reanimaban y hasta la próxima. Y nunca les agradecí con un abrazo.

Hace treinta años de estos recuerdos que salen porque tienen que salir y estoy muy lejos que aquella planta baja. Pero afortunadamente es una de las raras cosas que siguen siendo positivas. Profesionales, médicos, enfermeras (os), conductores, y todo tipo de sanitarios que rescatan a cualquiera, en la calle, en un piso, en un patio. Y hacen algo más que lo imposible para que sigan viviendo, aunque el caso sea más bien desesperado.

Son los bomberos y las bomberas, así les llamo yo, que recorren calles y casas, que un día necesitaremos tal vez. Pero con la lógica de la normalidad, de que todo funciona, apenas prestamos atención.

Yo rezo un padre nuestro cada vez que oigo una sirena porque en el fondo me da mucha vergüenza ser contador de historias y no protagonista ayudante de esas mismas historias.

Lo mío es escribir, contar lo que hacen o lo que yo imagino que hacen los demás y no sustituirlos, porque ni soy médico, ni enfermero ni tendría valor para afrontar esos ojos con media vida, esos cuerpos que ya parecen sin alma en los que ellos pinchan, abren vías, auscultan, en un desesperado combate contra la muerte.

“Nos sentimos muy felices cuando logramos que las cosas salgan bien”. Ella, médica de urgencias no sé si por vocación o por necesidad de ser necesaria, podía estar en una silla tomando la tensión y recetando. Lo hace de vez en cuando pero prefiere meterse en una ambulancia y salir en busca de alguien que necesita de ellos.

Y siempre me viene a la cabeza esa película, qué más da el título, en la que un cirujano famosísimo, que ha tenido un mal momento, un ovario sano que no debía extirpar, es interrogado por un abogado, que le reprocha que se crea Dios. El médico (Alec Baldwin), hace como que reflexiona doce segundos y contesta: - No es que yo me crea Dios. Es que soy Dios cuando una familia viene a que le salve a su hijo, a su madre, a quien sea, se dirige a mí. Soy Dios.

Todos esos sanitarios que surcan las calles, suben a pisos, bajan a una hondonada donde un coche se ha hecho pedazos, son dioses, pero con mayúscula. Son los que actúan cuando Dios, el de arriba, está en una reunión o en una recepción.

En cincuenta años de periodismo he tenido que asistir a algunos accidentes-catástrofes, siempre en busca del osito de peluche que hiciera llorar al lector. Eran ositos u otros juguetes que a veces se encontraban en lugares donde un avión acababa de destrozar cientos de vidas.

He sido toda mi vida un mirón, un espectador. No he estado en guerras donde el periodista sí se juega la vida. Prefería la retaguardia, mi mesa de Redacción con el chofer esperando para cubrir cualquier pijada y luego contarla.

Y hoy, cincuenta años después me he dado cuenta de que he pasado mi vida contando lo que hacían los otros, lo que le había ocurrido a los otros, siempre tratando de ganar algo de protagonismo si se podía. Y mientras ellos, los bomberos como yo les llamo estaban en la calle oliendo el dulce tufillo de la muerte en una noche fría -- ¿habrían cenado ya cuando se les cayó la otra noche un borracho de un primer piso y aterrizó hecho mijitas?— yo me encontraba en el sofá de mi casa tomando nota para un artículo en el que solo arriesgaré, como mucho, mi vanidad. Y cuando cuente cualquier día otro accidente, que vosotros me habréis relatado después de haberos jugado algo más que la vanidad, trataré de poner menos sangre de la que me contaron, porque la sangre me da mareos, y procuraré conseguir un papelito de protagonista invitado a vuestras fiestecillas sin gracia de todas las desgracias.

Mal amados a veces, mal considerados casi siempre, esos señores y señoras, con mayúscula por favor, que se rompen el alma por salvar una vida por la que no les pagarán un céntimo de más a final de mes en sus cortas pagas, son los que responden presentes cuando los del sofá les necesitamos.

Mundo extraño en el que el público conoce más a los cuentistas, sobre todo si tienen un poquillo de talento, que a los protagonistas de sus cuentos.

--¿Y usted se siente mal por eso?- me pregunta la doctora con un tono de cachondeo viral.

No, mire usted, no es que me sienta bien o mal. Simplemente avergonzado. ¿Qué les ayudo contando sus gestas para que el público sepa que cuando van en una ambulancia a toda pastilla no se dirigen a una fiesta de cumpleaños? Seguramente. Pero si ustedes no le dieran caña a la sirena, ¿qué podría contar yo? Bueno, no se preocupe, ya me inventaría alguna novelita.

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