Colaboración: Christine y los espías

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Christine Keeler
Por Sergio Berrocal     

Se llamaba Christine, de apellido Keeler, tenía los 19 años de la belleza que la mujer sabe usar como nadie y un día conoció en el Londres de los años sesenta, sí, ya saben del siglo XX, a un señor mucho mayor, casi un vejestorio, que se llamaba John Profumo. Los periódicos decía que tenía 51 años. Era un tipo muy sobresaliente en la Inglaterra de la guerra fría, aquella que sin tiros se libraban el Este y el Oeste. Tan conocido como para ser nada más y nada menos que ministro de Defensa. Su historia llegó al cine en "Escándalo / Scandal", en 1989. ‧

Ocurrió lo que tenía que ocurrir. La chiquilla un poquito ligera de cascos, y en todo caso nada feminista, pero encantadora, con todo el verdor del fruto que Eva tendió a Adán a las puertas del paraíso, cuando supimos lo que era el bien y el mal. Bueno, eso cuentan.

Ocurrió lo que tenía que ocurrir. El trajeado ministro se enamoró hasta las trancas de aquel capullito de alelí que, es cierto, tampoco le puso muchos inconvenientes para meterse entre sus brazos.

¿Fue un idilio entre un cincuentón que estaba de vuelta de todo y la chiquilla que no era tan infantil y sabía más de lo que a su edad debe de saberse? Nadie podría decirlo. Se enredaron y él, cumpliendo con la fatídica maldición divina, creyó que el mundo se acabaría si Christine no era suya para siempre.

Eran años de espionaje entre Inglaterra y la Unión Soviética y Londres una plataforma donde los espías comunistas se tomaban a sus anchas sus güisquis con agua de rosas.

Mientras volvía loco a Profumo entre sábanas orientales del oeste de Londres, Christine, con su cupo de amor por cumplir, andaba liada también con uno de esos espías rusos que tan mal los pintaba el cine occidental.

Lío monumental y el conservador Profumo, se llamó el caso Profumo, y todos nos asomábamos a las primeras planas de los diarios británicos, para ver a Christine desnuda, tuvo que dimitir, Adios, amor, adiós.

2018. Cómo ha pasado el tiempo. Ha habido otro lío de espías entre Gran Bretaña y Moscú pero ya los tiempos no son los mismos y no hay Christine Keeler al horizonte. Y menos aún un Profumo enamoradizo.

Vladimir Putin, reelegido Presidente por una mayoría de 76 por ciento de votos, hace chirriar los dientes de muchos gobernantes de por el mundo.

Y con todo y con eso, Gran Bretaña, que está al borde del desequilibrio económico por la soberbia de haberse querido salir de Europa, saca pecho y se enreda de nuevo en un lio de espías con Rusia, pero sin Christine ni Profumo por medio. Nada nuevo al oeste de Londres. Salvo que Putine es hoy el jefe de todas las Rusias con un montón de votos difíciles de lograr para cualquiera.

Da la impresión de que los gobernantes británicos se creen todavía protegidos por los chaquetas rojas que con lanzas, caballos de raza  y una estampa de cine como “Jartúm”, corrían por la India proclamando las bondades de ser súbditos de Su Majestad la Reina de Inglaterra. ¡Viva la Reina!

Ni quieren admitir que todo eso ya pasó hace mucho tiempo, antes de que Winston Churchill dejara caer aquella chulería de “os prometo sudor, sangre y lágrimas” mientras no se bajaba el puro habano de la boca.

Tampoco reconocerán que el sexo, los dos sexos, llevó al Imperio a una situación de espionitis con la entonces Unión Soviética que, por lo visto, persiste, ahora que ya se habla de Rusia.

Uno de los iniciadores, sino el iniciador, el alma mater, de estas malquerencias entre Inglaterra y la URSS fue Harold Adrian Russel Philby, en la intimidad Kim, que aunque su nombre no fuera el más apropiado ocupaba un importantísimo cargo en los servicios secretos británicos.

Lo malo es que en aquellos años sesenta–nació el primero de enero de 1912 en la India, siempre la India, como el purgatorio de los que van a morir te saludan, —ser marxista era algo muy elegante en la buena sociedad británica. Salvo que el marxismo podía ser sencillamente intelectual pero él se lo había tomado más en serio y colaboró a niveles muy altos con los soviéticos cuando la guerra fría, aquella batalla que no quería decir su nombre estaba que echaba chispas.

Kim Philby falleció en 1988 de lo que oficialmente se documentó como un infarto agudo de miocardio. Antes se había casado con una mujer soviética y el régimen soviético esperó a que estuviese enterrado para reconocer los valiosos servicios que había rendido al régimen soviético.

En aquellos años sesenta la guerra de la inteligencia había adquirido cumbres borrascosas.

Era época, la de Philby y luego la de Profumo en que algunos de los que se dejaron tentar por el espionaje comunista eran al mismo tiempo señores con plumas.

Tiempos locos en que mientras el caso Profumo llenaba todas las portadas de la prensa y no dejaba sitio en las pantalla de televisión ni para una publicidad de dientes blancos, en que triunfaba en los cines James Bond, inventado por otro inglés que algo tuvo también que ver con el mundo de los espías, un tal Ian Fleming que se hizo de oro.

Las pantallas del mundo se inundaron con aquellas películas totalmente anticomunistas que nos contaban la alegría de vivir en tierras capitalistas, muy lejos de los sacamantecas comunistas que en los films eran vampiresas eslavas de tomo y lomo que conquistaban a todo macho anticomunista que se les ponía en el camino.

Pero dicen los expertos, vamos lo que saben algo de esto, que nunca hubo una Mata Hari como aquella inocente y sexual Christine sobre la que los Beatles hubiesen podido componer una canción.

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