Colaboración: Felicidad

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Julie Andrews, feliz en las montañas austríacas
Por Sergio Berrocal   

Hay gente, vive gente, convencida de que la felicidad es un estado no una casualidad. Que es una manera de vivir, no una circunstancia fortuita que ni dura ni llena. El comienzo del fin de la realidad empezó cuando se cansó de ser feliz, algo que sucede más a menudo de lo que se cree.

Quizá porque la felicidad llega a ser empalagosa y entonces entras en el campo de la psiquiatría. O tal vez porque la felicidad no es un estado normal, porque no es más que eso, una ilusión pasajera, un exceso del cerebro cansado de llorar.

Los niños nacen llorando. ¿Lloran de felicidad o están aterrorizados por lo que intuye les espera fuera del vientre de la madre donde se han pasado nueve meses de rechupete? ¿Y qué ocurriría si la felicidad fuese algo al alcance de todos, como una chocolatina sin azúcar añadido?

En los últimos años de un siglo totalmente demente, donde ya no solo se mata en las guerras, sino en las calles (terrorismo) o en los campus universitarios, en principio libres de toda violencia, los psicólogos se han convertido en personajes que la sociedad se impone como remedio, penitencia o quizá castigo. El psiquiatra, el único que sabe un poquito de que va en los pisos superiores del ser humano, ha quedado arrinconado por extrañas razones que nadie entiende.

Teóricamente, la felicidad humana empezaría cuando Adán y Eva, o Eva y Adán, se encontraron en las puertas del Paraíso, según los que creen porque creer es un consuelo.

O tal vez la felicidad empezó cuando París se echó a la calle en 1789 porque tenía hambre y porque la Reina María Antonieta les había contestado que si no tenían pan para saciar sus hambres que comieran bizcocho. Esta podría ser la versión agnóstica.

O puede que la felicidad comenzara cuando Karl Marx dio la señal de empezar una revolución para salvar a la humanidad de la desigualdad.

Luego te preguntas como sería o cómo será ser feliz las veinticuatro horas del día, todos los días de todos los meses de todos los años. Con la felicidad no habría desgracias, todo sería bello y por lo tanto no existirían los sentimientos contrarios.

La Real Academia de la lengua Española define felicidad como “estado de grata satisfacción espiritual y física”. Pero no precisa si se trata de un estado normal de vida o solo circunstancias según nos venga la guerra.

Dicen que Pablo Neruda decía; “Escribir es fácil. Empieza con mayúscula y termina con un punto final. En medio coloca ideas”. Otro tanto podría decirse de la felicidad. Todo el mundo conoce la receta, como la de escribir, pero casi nadie sabe cómo funciona. Ni con qué rellenarla.

De la felicidad quizá forme parte Apapachar, esa palabra azteca que al parecer quiere decir “acariciar el alma”.

Se necesita acariciar mucho el alma para llegar al convencimiento de que todo es bueno, de que el ser humano no es una bestia maltratada por un entorno hecho de aprovechamiento del más débil.

Incluso así se antoja una misión difícil por no decir imposible. ¿Tiene algún ser humano el poder de no escuchar los gritos desgarradores que vienen de las mil guerras, las que enfrentan a hombres en lugares como Siria, las que libran por su cuenta los terroristas sin causa aparente, quizá por mero orgullo de querer parecer, las que casi nunca ganan los emigrantes que huyen desesperados del fondo de África y se embarcan en cayucos a punto de naufragar antes de lanzarse al mar? No parece realista esa felicidad que solo es posible si se hace abstracción de todo eso y de alguna cosa más.

No parece factible. Más bien imposible. La felicidad, con muchas reservas, no puede traducirse más que en un momento, y no demasiado grande, en que todo coincide, en que nada falla. ¿Y cuánto dura esta felicidad? ¿Minutos, algunas horas?

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