Colaboración La niña y el terrorista

por © NOTICINE.com
Paco Rabanne
Por Sergio Berrocal   
 
En una de las paredes de mi cuarto de trabajo hay un diseño que me regaló hace ya siglos Paco Rabanne, el único modista místico que en el mundo es. Guapo con pelo y barba blanca, acaba de cumplir 83 años y sigue dale que te pego a su idea de la costura al mismo tiempo que es un autor reconocido y muy vendido por sus libros espirituales.

Una tarde con lluvia hablamos de todo en su taller de París. Mejor dicho, él hablaba y yo escuchaba como sin duda lo hacían los apóstoles en la lejana Galilea.

Jacques, el fotógrafo que me acompañaba desde que yo había pisado París en 1957, apenas podía tomar las fotos por la risa que lo partía en dos. Las palabras de Paco Rabanne, que parecían salir más allá de los Evangelios, lo tronchaban. Mi hijo, Tony, que hacía su aprendizaje, tomaba de vez en cuando alguna foto pero con el respeto que inspira la Capilla Sixtina cuando las hordas de anglosajones se marchan por fin.

Unos días después recibí una alarmante llamada de la hija de Jacques. Estaba hospitalizado. Llevaba tiempo tratándose de un desvarío cardíaco pero los especialistas decían que era menos que poco. En su enorme cama metálica que parecía recién limpiada por uno de sus productos abrillantadores que nos mete la publicidad por los ojos no parecía que aquello fuese una tontería.

Jacques murió una semana después.

Años más tarde, era uno de mis primeros días como corresponsal en la delegación de France Presse en Madrid, adonde había llegado sin creer más que antes en lo maravilloso pese al recuerdo de Paco Rabanne.

Estaba anocheciendo cuando sonó el teléfono verde, el que utilizaba normalmente un portavoz de la organización terrorista vasca ETA para transmitirnos sus partes “de guerra”. Hacía varias semanas que un industrial cárnico había desaparecido a manos de esos bandidos y la llamada podía significar la vida o la muerte.

Descolgué y al otro lado del hilo apareció una voz angelical, la de una niña de muy pocos años:

— Oiga, ¿Es ahí el cielo?

— Bueno, hija, pues…

— Es que me han dicho que ese es el número del cielo.

— Ya, ya, ¿y para qué llamas al cielo?

— Mire, usted, señor, es que mi papá ha muerto…

— Lo siento, hija mía, pero ya sabes que todos…

— Y cuando pregunto por él mi mamá me dice que

está en el cielo.

— Eso es seguro, tu mamá tiene razón…

—…y entonces le he dicho que quería hablar con él y mamá me ha dado este número de teléfono.

Ya no recuerdo nada más de esta conversación. Luego llamaron por otra línea para un accidente en el que se habían matado no sé cuántos belgas.

Veinte años más tarde, en una playa del fin de Europa, con el Mar Mediterráneo por bandera.

A unos pasos de mi mesa blanca con un humeante descafeinado con leche, dos mocitas muy bonitas hablaban. Presté atención porque la voz de una de ellas me recordada a otra voz escuchada en un teléfono mil años antes.

— Cuando mi papá murió yo tenía seis años. Ya puedes imaginarte en qué estado se encontraba mi madre, que además no sabía cómo hacerme comprender que no volvería a ver más al único amor que tenía desde que nací. Pasaron los días y yo trataba de entender cómo mi papá, que tanto me quería, se atrevía (sí, creo que fue exactamente eso lo que pensé), a condenarme a la soledad. Una tarde en que mis lágrimas caían silenciosamente en el chocolate de la merienda, mi madre me explicó de pronto que mi papá estaba en el cielo, un lugar del que alguna vez yo oí hablar pero sin tener ninguna idea clara de lo que podía ser.

Cuando mi madre comprendió que no pararía de darle la lata, escribió un número en un trozo de papel amarillo y me dijo que ése era el teléfono del cielo. Imagino lo desesperada que debía estar la pobre.

— Aquella noche, hacia las nueve, esperé a que mi madre saliese del salón y marqué el número de teléfono, que descolgó casi instantáneamente. Pregunté si era allí el cielo y dije que quería hablar con mi papá.

La muchacha preciosa terminó con una carcajada pero sus ojos estaban incendiados de llanto:

-La conversación terminó cuando aquella voz que para mí venía del cielo prometió que papá me llamaría…

La amiga estaba encantada con aquella historia tan enternecedora.

— ¿Nunca supiste quién te contestó en el cielo?

La otra soltó una sonrisa con algo de nostalgia.

— Nunca. Cuando pude haber averiguado algo ya era mayor, el número de teléfono se me había olvidado y el tiempo me había calmado las ganas de desesperarme.

La amiga se ensimismó en la contemplación de las olas.

Mi descafeinado con leche se había enfriado, Un montón de años después de mi llegada a Madrid, acababa de reconocer la voz de aquella niña que me llamó a la Agencia. La voz angelical que buscaba a su padre muerto cuando yo esperaba escuchar la de un terrorista.

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