Colaboración: Sylvia, la mujer

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Sylvia Kristel
Por Sergio Berrocal   

La gente de mi generación, la generación podrida por guerras inmisericordes y miseria apabullante, hemos tenido como abuela sentimental a Madame Bovary, envenenadora de su propia vida, que nos enseñó la esencia del amor ideal, el que no existe. Emmanuelle, la holandesa de ojos claros llamada fuera del cine Sylvia Kristel, fue quien nos hizo descubrir que la sexualidad tiene nombre de mujer.

I love, Emmanuelle, que Dios te guarde y que Changó te mantenga en su cueva de la eterna juventud. Ya te has marchado, pero qué maravilla para los que andamos por esa recta final. Tus ojos son inolvidables. Tu cuerpo es de cátedra literaria y tu alma de beatificación inmediata. Eras la dulce perversión de los sentidos a la que todos aspirábamos. Cuando tú inventaste el erotismo, en 1974 con tu primera película, yo ya había salido de las citas de medianoche y era un hombre casado y con hijos. Pero hasta mis hijas amaban tus ojos claros. Eras la mujer que todas querían imitar a escondidas. Y todos fuimos alguna vez Emmanuelle, como antes Madame Bovary. Ay, Emmanuelle, qué feliz nos hiciste, a ellas también, cuando proclamaste que el sexo era la vida y la felicidad. A los cretinos europeos, todavía encerrados en el quiero y no puedo de Mayo del 68, nos enseñaste con tus ojos claros de Santa Teresa de los altares el orgasmo directo con Jesús. Eras bella como la arruga del modista español Adolfo Domínguez. Te descubrimos en los cines con medias infinitas de erotismo y siempre con una música suave que podría haber inventado el lúbrico (gracias a Dios) Serge Gainsbourg, el maldito de aquel inolvidable "Je t’aime moi non plus" de los años sesenta que a mi me dio sudores fríos cuando lo transmitía a través de las aduanas españolas, en un país, dicho España, donde en amor todo valía como en el universo silencioso de Madame Bovary. Pero los guardianes del orden moral no lo sabían.

Sacha Distel, aquel amor pasajero de Brigitte Bardot con guitarra y otros atributos que la enamoraban, canta una canción de Nancy Sinatra. ¿Quién recuerda a aquella muchacha.

Tengo un amigo, y un gran escrior, Fernando Sánchez Dragó, que hace unos años presentaba el mejor informativo de la televisión española, el de la medianoche de Telemadrid. Siempre terminaba con las estrellas del infinito interrogador acompañado por los "Strangers in the night" de Frank Sinatra. ¿Cómo agradecérselo? Luego Sacha decía a BB que era el sol de su vida y ella, con esa voz que nos mataba de amor le contestaba que él era el sol de sus días. Díos mío, invitaban al amor y BB agregaba “Era como si te hubiese esperado desde la mañana del primer día”.

Sacha murió en el olor del olvido de todas las vidas.

Cuando Sacha decía que la lluvia le encharcaba los zapatos, todas las muchachas se humedecían. Y éramos felices. Inch Allah. Y entonces, con el repentino del arrepentido de Jehová, me acuerdo de aquella mujer que perdí hace quince años y doce días. La amaba hasta el mambo de Pérez Prado… Y cuando el baldo Sacha va a buscar a su amada, le pide al taxista que le conduce que mire si ella ha puesto un lazo en el balcón (el premio de su felicidad)… I love Emmanuelle…

Estoy en un avión, rumbo a París. Vamos a vernos después de nuestro desamor. He echado un sueño entre las patadas de una repelente niña del asiento delantero, tan pegado a mí que podría haber pertenecido a mi familia, y he visto a Emmanuelle en aquella película en la que su erotismo cruza los aires. Hoy ya no podría. ¿Cómo podría pensar alguien en sexo en unos aparatos que son auténticos gallineros, donde es imposible cruzar una pierna sin que tu vecino te demande por agresión?

También he recordado aquel vuelo feliz entre París y Málaga de hace no sé cuánto tiempo. Viajaba en primera –esa categoría hoy rebajada a la miserable Business Class-, donde cuando respiras te tropiezas con el aliento del primer pasajero de la primera fila de la Clase Económica, siniestro lugar menos agraciado que las viejas terceras clase hechas de palitroques de los trenes de antaño.

Repantingado en mi enorme sillón de cuero, con una suave música de fondo, pedí un güisqui de puro aburrimiento. Yo era el único pasajero de primera. La azafata me sirvió con una amabilidad añeja. Como seguía aburriéndome y que el avión no lanzaba ni siquiera un misericordioso Miday, reincidí con un viejo Chivas. Mi azafata parecía más aburrida que yo aunque no se le caía la sonrisa. Entonces la miré. No había cumplido los treinta, tenía los ojos verdes incrustados en un rostro acariciado por el viento y por el sol. Empezamos a charlar.

Ella sólo se interrumpía cuando iba a buscarme de beber.

Yo estaba encandilado pero el piloto terminó por tomar tierra. Cuando empecé a salir hacia la terminal con el corazón partió, ella me regaló otra sonrisa y me tendió la mano. Y entre sus dedos había un número de teléfono. La estreché y comprendí que Emmanuelle existía… Sylvia Kristel, la mujer que dio un nuevo sentido al erotismo que todos creíamos conocer, no tuvo demasiada suerte cuando abandonó el personaje de Emmanuelle. Sus cronistas aseguran que no consiguió levantar cabeza.

Estuvo trabajando en Estados Unidos –pero, ¿cómo podrían saber allí lo que es un mito erótico?– sin que nunca llegase a recobrar la fama que hizo de ella la mujer más deseada. La vida tiene estas cosas ilógicas. O tal vez fuese que no estaba hecha para ningún otro papel. Que Sylvia Kristel era Emmanuelle. Sin más.

Y que un día nos veremos en los cielos, donde el viejo estará esperándonos con música de los Beatles.

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