Colaboración: Bridget Jones, inocencia perdida

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Bridget Jones, una chica como tantas otras
Por Sergio Berrocal    

Desapareció de las pantallas Bridget Jones, que tan feliz nos hizo el tiempo de unas películas, el tiempo de una de esas sonrisas picaronas que repartía por la pantalla cuando nos dejaba hojear su diario lleno de erotismo para todos los gustos servido por una muchacha de la clase media alta británica llena de los complejos de la gordura.

Ay, Bridget Jones, con tu trasero “tan grande como Brasil” según contabas tú entre dos sollozos porque tus amantes eran todos flacuchos como Hugh Grant, que también nos abandonó hace tiempo, porque los tiempos, precisamente, han cambiado y el cine ya no quiere insolentes risotadas a cambio de sexo. Porque desde hace un tiempo el sexo huele en Hollywood al infierno de Satán.

Querida Renée Zellweger, tu nombre de artista, querida Bridget Jones, apareciste en 2001 con tres o cuatro películas de humor fino, ese que casi siempre se atribuye injustamente a los ingleses, antes llamado británicos cuando tenían el Imperio, y luego te marchaste.

Es verdad que los tiempos han cambiado hasta llegar a ese tribunal invisible que en Hollywood juzga y condena al exilio de la desaparición a todos aquellos productores, actores o cualquier cosa que sean por haberse propasado en el campo sexual sin estar santificados por los lazos legales o ilegales del matrimonio.

Bridget, aunque eres mujer hasta las cutículas de las uñas, te habrían machacado por obscena y quién sabe si también por haber “acosado” a los espectadores que cuando vieron tu primera película, el Diario de Bridget Jones, ya no veían nada femenino que no tuviese un trasero como Brasil.

Te fuiste hacia otros horizontes interpretativos porque tu personaje molestaba probablemente a las anoréxicas que forma el mayor cupo de féminas del mundo. Las bellas, naturales, sanas carnes de Rubens y de todos los pintores flamencos están condenadas desde hace muchos años al oprobio. Todo tiene que ajustarse a normas estéticas del hambre, no del placer y menos del gozo.

Donald Trump, al que seguro que le encantaba Bridget Jones, sigue en sus trece con meter la embajada de los Estados Unidos en Jerusalén, la patria de las tres religiones monoteístas, y convertir esa ciudad de peregrinos en busca de Jesús y del perdón de todos los pecados en capital de Israel.

Trump, que es más bien peso pesado, nada de sílfide, sigue haciendo lo que le da la gana, con la brutalidad de los gañanes que cortan las orejas de los cerdos porque es lo más rico de ese animal lleno de gracia.

Empieza otro año que probablemente será tan siniestro como 2017, entre otras muchísimas cosas porque Corea del Norte, donde por lo visto nadie ha tenido la osadía de proyectar una sola película de Bridget Jones, está dispuesto a jugar al Dr. Folamour para que los insensatos de todo el planeta, muchos quedan, le rían la gracia.

Empieza el año con otra película de Woody Allen que probablemente no nos ayudará en nada para mejorar nuestro humor, porque el neoyorquino está encantado con ser lo más negativo que puede encontrarse en el cine aunque le repatee Trump.

Y no podremos renovar a Bridget Jones para que le diga a ese señor de la Casa Blanca que antes de hacer lo que él quiere “prefiero besarle el culo a Saddam Hussein”.

Qué tonto, seguro que ya no se acuerdan de Saddam Hussein, que tan de moda estaba cuando Bridget andaba por Londres con enormes bragas y a lo loco. Sí, hombre, fue el presidente de Irak, al que el simpático y bienaventurado hermano Bush, sí, el hijo, el padre también tenía tela para cortar, le atribuyó la posesión de armas terroríficas con lo cual se tomó el derecho de destruir Irak. Eso sí, ayudado moralmente por el ecologista primer ministro de entonces, de cuando Gran Bretaña todavía no se había autodestruido saliéndose de Europa, Tony Blair.

¿Qué trabajo le costaría a Hollywood hacer de vez en cuando alguna comedia tan inteligente como las protagonizadas por la gordita de entonces Renée Zellweger, en lugar de dejar invadir las pantallas por esos estúpidos héroes norteamericanos y otros robots que quieren convencernos de que son ellos los que nos salvan la vida todas las mañanas? Por lo menos Superman era simpático y hasta humanoide.

Lo malo es que además de estas desgracias norteamericanos, con productores obsesionados por la mediocridad y que pugnan para ser lo más mediocre del año, del lado de los libros hay poco que esperar,

Desde “El viejo y el mar”, la literatura se traduce por un libro único, anual y sin compromisos cerebrales, que la gente lee a medias en la playa una vez por año. Todo lo demás es paja.

Lo que la gente no entiende es que si puede verse una película sin mayores daños colaterales, leer puede ser peligroso para los imbéciles cargados de analfabetismo.

Las películas pasan pero la vocación de los libros de verdad, los indispensables, es permanecer a nuestro lado desde que los hemos abierto por primera vez hasta el final de nuestras vidas. Se dice que hay libros de chevet, de mesilla de noche vamos. No conozco ninguna película, por entrañable que sea, que quepa en un cajón y que pueda verse nada más abrirlo.

Las películas pasan pero los libros permanecen y siempre los tenemos a manos, los que leemos, claro, para una urgencia.

Así, para una depresión aguda de tres días y cuatro noches, echen mano al bolsillo y vayan de urgencia hasta la galería que se encuentra al ladito del Musée Grevin, en París, y allí dentro encontrarán tiendecitas simpáticas con millones de libros de la serie negra, los más indicados para emerger del caos de la mente. En caso de crisis aguda, tomen dosis dobles de “El sueño eterno” de Raymond Chandler, que les quitará la ansiedad sin contraindicaciones.

Y no salgan del Passage Jouffroy sin llevarse una provisión de esas novelas.

Se olvidarán de su psicólogo y llegarán a odiar al psiquiatra aquel que les dijo un día que su problema es que usted padecía el síndrome del ojo seco.

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