Colaboración: Bidet y pitilleras antiguas

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Las calles de París, en los 60
Por Sergio Berrocal       

Qué bella época (belle époque dijeron los finos)  aquella en la que las mujeres fatales lucían pitilleras de joyerías de la Place Vendôme, de armiño o de diamantes, siempre de plata repujada y a veces de oro de 24 quilates.

Algunas añadían la boquilla que podía ser kilométrica pero siempre de una materia preciosa. Y cuando no finos pitillos, en general egipcios, cuyo olor te metía en un cuartucho o en un palacio de una callejuela de El Cairo perdida y nunca encontrada más que por los que se lo merecían. Era Naguib Mahfuz el cuentista de “El callejón de los milagros”.

En todas las casas decentes y aún más si despedían tufillo de indecencia estaba en el cabinet, al lado de la alcoba, un bidet con grifos de oro macizo o de latón amanerado según las fortunas que allí se sentaban.

Por nada del mundo hubiese podido encontrarse un detalle de mal gusto en este decorado que derrochaba sensualidad y paz. A nadie se le habría ocurrido dejar un detalle de mal gusto. (Como aquella botella de plástico olvidada, muchísimos años después de esta historia de sedas y polvos talcos, mientras el sultán de todos los petrodólares posaba majestuosamente en su despacho lleno de oro, incienso y mirra a orillas del desierto de todo su poderío).

Los cabinets eran suficiente espaciosos como para celebrar un consejo de ministros y no sería descabellado pensar que más de uno, eso sí en petit comité, tenía lugar en esos santos lugares donde ni el marido oficial tenía derecho a entrar si no era invitado.

Era la nobleza de vivir del siglo XIX y principios del XX para el bidet, porque las pitilleras se colaron en la vida social de todos los días hasta que una Viveca Lindford o una Marlene Dietrich dispusieron lo contrato.

Pero si las mujeres decentes usaban aquellas pitilleras con firma, las mujeres fatales de todas las películas que siempre vimos pusieron de moda el encendedor, por supuesto e oro, y casi siempre con algún ajuste que le diese más valor y nobleza. Y casi nunca esperaban que el macho de servicio les encendiese el cigarrillo, para el que ellas prescindían de las boquillas. A pelo, como los hombres, exhalando humo como ellos. Porque eran más que ellos.

Cuando con Marilyn Monroe sentada muy calladita a su lado, un yogurcito de muchacha en aquella época de serie negra, el atribulado Louis Calhern, prepara una estafa más, es en realidad el esclavo de los más nimios caprichos de esa niña embrujadora. A cambio ella le ofrece todo los que tiene, la insolente juventud manejada como una caja fuerte personal.

Cuando llegué a París, capital de Francia, cosa que yo no sabía, un cantante de tangos que se hizo amigo mío, Miguel, y que era de Zaragoza (España), me pidió que le acompañase a una soirée en un pisito de la avenida Friedland, una de las que rodea el Arco de Triunfo. Todo olía a pasta, no había más que pasta y yo había almorzado –era la hora de cenar— un Viandox, mejunje sumamente nutritivo creo que durante la ocupación alemana (años cuarenta), y dos huevos duros.

La señora amiga de mi amigo y que poseía la editorial musical de la que Miguel era director general con derecho a roce –entonces no había el Mccartismo sexual— era una hembra de cincuenta años extremadamente bella y extremadamente rica. Me presentó a una amiga de la misma línea dinástica y en un momento dado ella, Michèle, me puso en la mano, tras todos los toqueteos posibles, un mechero que por el peso y la apariencia, y pese a mi despiste clasista, deduje que era de oro macizo. Me enseñó a encenderlo y por fin ella se metió entre pecho y espalda un cargamento importante de humo venido de la Unión Soviética.

Michèle me enseñó a dar fuego, a quitarle el sostén –calculé que costaría un mes de sueldo mío—y cuando llegamos a mayores me preguntó que si era virgen. Opté por decirle que sí porque sentí que le encantaba. Y así fue cómo me desvirgaron por segunda vez.

Fue una noche de ensueño y cada vez que un cigarrillo ruso o egipcio se fumaba era con la llama de un Dupont de oro.

Luego me enamoré de Michèle, con 17 años, y ella me siguió la corriente. Hasta que una mañana en que leía la prensa en busca de un tema para mis artículos mundanos, me enteré de que en dos semanas se casaba con un barón que pesaba en dólares más que la torre Eiffel.

Desde entonces prefiero a las mujeres que encienden sus pitillos con una cerilla ajena.

Y entonces le di las gracias por lo que me había enseñado y seguí aprendiendo hasta hacerme mayor. Porque el hombre, contrariamente a la mujer, que es capaz de llevar una casa con doce años –afirmación de algunas estadísticas—no empieza a emerger hasta muy tarde, cuando ya es demasiado viejo para que no le pese demasiado.

A la tarde siguiente, cuando nos despedimos, me dí cuenta de que perder la virginidad para un hombre en condiciones de lujo máximo bien valía una misa en la catedral de Notre Dame de París.


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