Colaboración: Monica Bellucci, solo mujer

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Monica Bellucci
Por Sergio Berrocal      

Medio arrumbadas esas chiquillas que nos brinda un cine cada día más anémico de amor, más asexual y menos humano. Muchachitas que en la carrera hacia la natural e inevitable pradera de las arrugas que no perdonan, botox, bisturís desafinados como el violín de aquella amiga de Marilyn en “Con faldas y a lo loco”. Y como en una película de Federico Fellini, levantas el telón asquerosamente lleno de polvo de ochocientos días y ochocientas noches de fracasos y aparece la mujer, la mujer que ya no tienen las pantallas más que cuando las secas y aburridas ninfas tuberculosas están cuidándose el cutis en un rancho de Nevada.

Monica Bellucci es en estos años de recesión mental, de mccarthysmo sexual, de cirugía de guerra con Benzopan por si acaso, la diosa que todos reclamamos pero que raramente aparece porque los gustos de los productores nunca han sido los de los espectadores.

El problema de Monica Bellucci es que es espectacularmente, chillonamente bella en la perfección de las mujeres que se inventaban las diosas cuando querían cazar a Ulises en una cueva del mar Jónico, donde los monstruos jugaban al parchís versión tibetana. No se puede ser tan bella, Madame Bellucci, es un pecado ser como es usted porque la envidia se la comerán como aquel monstruo de un solo ojo que solo parloteaba griego clásico.

Monica, ay Monica, que habría bramado Marcello, el Mastroianni, cósmicamente bella, tremendamente mujer sin que le falte una pestaña que no recoja su poquito de rimmel perfumado, del mismo que bañaba los ojos de la Garbo, de la Marilyn, de la gretchen Marlene Dietrich.

No, oiga caballero, a Monica Bellucci hay que verla, admirarla, aunque sea en foto y en blanco y negro. Ella no se deja querer ni con los ojos como esas jovencillas apáticas estrellas que ya cabalgan a lomos de un unicornio ciego hacia los 50 de la desesperación, la edad cruel como decía aquel mariquita que me abordó una tarde de mayo, mes de las flores y de amoríos, en un hotel-palacio de Cannes creyendo que yo era mocita y haciéndome creer que él era la reencarnación autorizada por los fabricantes catalanes de aquel poeta de Granada, creo que se llamaba Federico García Lorca, que siempre nadó entre las aguas de sus ríos de nácar andaluces.

A Monica Bellucci no hay que hacerle el feo de describirla siquiera. Hay que admirarla, incondicionalmente y si ella consiente, que no, ya lo verán, estrecharla en un gesto de amor, como Zeus a Leda, aunque hubiese que disfrazarse de Pato Donald.

Monica es la conjunción de todos los sueños y pesadillas de nuestra infancia, adolescencia, pubertad y vejez. De todos los sueños que durante décadas hemos tenido frente a la pantalla siempre prometedora del cine, cuando Maureen O’Hara desafiaba con un bufido a Carol Lombard que, ella, la pobre, te miraba, se bajaba del lienzo blanco y te comía a besos.

Ay, Monica, cuántos sexos flácidos (dfixit Paul Auster más o menos) has recuperado del coma en el que morían desde el nacer.

Pero no llores por nosotros, pobres pecadores que no tenemos más que una pantalla para verte y admirarte. Llora por los pobres de espíritu que todavía no han entendido que la belleza de una mujer está en sus ojos, ojos como los tuyos que se comunican directamente con la Virgen de tu obediencia.

Eres la última mujer, la última dama, la última diva, la última diosa de ese cine que tú probablemente amaste pero que cada día se adentra más y más en los misterios de lo femenino. Les han metido en lo poco que les queda de entendimiento que Adán deseó o quizá hasta amó a Eva y que por la culpa de esa maldita manzana, que no era la que hizo rico a Rockefeller, perdieron el paraíso.

Y todos esos muchachillos del cine que no entienden todavía no saben que una mujer sin sexo es como una película sin sonido estereofónico o silencio estereofónico sin Sergio Leone para dirigir la orquesta.

Con la seducción imparable, irrefutable, que te dan tus cincuenta años, ya pasada del pasado, mirando a lo que aparece al horizonte, pareces una de esas vírgenes reflexivas de las iglesias católicas con las que todos o casi todos hemos tenido una charla una mañana de reflexión, a menos que fuera una tarde de arrepentimiento. Ponte las ropas, el manto de luciérnagas y la corona de una de esas vírgenes y pídele que el cine vuelva a emplear a verdaderas mujeres de tu talla, de las que han sufrido, sabido, hecho, deshecho y que se dejen de machos bravíos con muslos de luchadoras de karate, porque las otras son las jovencillas sin substancia.

Muchas de las que admiraron, amaron, aunque fuera desde la azotea abierta al desfile de Mussolini, a bellezas que con bata de pobre, como aquella que llevaba Sofia Loren cuando se le presentó aquel mariquita (lo de homosexual no se llevaba en las dictaduras europeas de los años 30-40). Aquellos fascistas que solo respetaban a los machos bravíos y corrían a patadas a los que no lo eran por nacimiento, convicción o ética.

 A todos los que alguna vez hablamos con las vírgenes de las iglesias, pidiéndoles piedad, comprensión, cobijo, nos gustaría saber si antes, cuando fuiste muy joven, tuviste ilusiones que nunca se cumplieron.

El detective Philippe Marlowe, hijo del autor Raymond Chandler, te conoció en otra vida. Y decía, contaba, relataba: “Merecía la pena mirarla. Era dinamita. Se hallaba echada en una chaise longue moderna, con los zapatos quitados, lo que me permitía contemplar sus piernas envueltas en medias sutiles. Parecían estar colocadas para ser contempladas… Las pantorrillas, magníficas y los tobillos, largos y esbeltos, con línea melódica suficiente para un sugestivo poema… Su pelo era negro y liso, peinado con raya en medio. Tenía los ardientes ojos negros del retrato del recibidor. La boca era generosa, y en aquel momento estaba fruncida con un gesto arisco.”

Buenas noches, Princesa, que los dioses la bendigan.

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