Colaboración: Nada más que ilusión

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Simon McCoy
Por Sergio Berrocal    

Un periodista británico me ha reconciliado con una época en la que la insolencia elegante e inteligente era una manera de vivir. Simon McCoy, de 56 años, presentaba recientemente los informativos de la BBC TV cuando le tocó la infame china de tener que meterse en aguas profundas de la cursilería de la prensa rosa.

Tenía que hablar del tercer embarazo de la duquesa de Cambridge, esposa del Príncipe Guillermo, a su vez hijo de Diana de Gales, la princesa muerta en un accidente de automóvil bajo un puente en París.

Simon aceptó el desafío, desafío para un periodista que respete su oficio, y explicó que como el embarazo ya se había anunciado en el pasado mes de septiembre, “no veo cómo esta confirmación del embarazo es una noticia”.

“En todo caso, será en abril (el nacimiento)-añadió sin sonreír más de la cuenta—así que apunten ustedes la fecha lo mismo que yo voy a hacerlo”.

En 1961, hace la friolera de 56 años, asistimos a algo parecido pero finalmente más divertido en la sede de la Agencia de noticias France Presse en París.

La Princesa Margarita de Inglaterra llevaba mucho tiempo siendo la comidilla de toda la prensa a la que le interesa más un parto real que una explosión atómica en Hiroshima. La muchacha no era lo que puede llamarse una belleza, pero atrevida sí. A espaldas de todas las convenciones, y no olviden que estábamos todavía en los años sesenta, se había enamorado de un conflictivo coronel Towsend, que tenía su encanto y sus medallas y que de paso se había ganado una reputación de héroe en la II Guerra Mundial (1939-1945).

Por romántico que todo aquel vodevil fuera o pudiera ser, en Buckingham Palace no sentaba demasiado bien, más bien peor que otra cosa. Y finalmente, después de mucho escarceo el idilio terminó en agua de borraja.

Y como el tiempo dicen que lo borra todo, Margarita, la princesa triste, recobró la alegría y contrajo matrimonio, como mandaban la etiqueta palaciega, con un aristocrático y mundano fotógrafo llamado Anthony Armstrong Jones.

Y en 1961, la princesa trajo al mundo a su primer hijo, lo que no sé por qué exactamente, el tiempo borra muchas cosas, apasionaba más que nunca a toda la prensa, incluso a la que no bebía en la fuente de los amoríos de la gente conocida.

Aquella tarde estaba en el equipo de Redacción de la AFP el español catalán Xavier Domingo, uno de los mejores periodistas con que he tenido el orgullo de trabajar que además era un escritor con una chispa excepcional. Nada más escuchar la noticia del parto en los altavoces reservados a las noticias importantísimas, y escapando a la vigilancia del editor, lanzó al mundo entero un FLASH –información de máxima prioridad—extremadamente escueto como mandan las reglas:

LONDRES- MARGARITA PARIO.

Otro compañero ampliaba ya la información cuando se armó el lío. La Redacción Jefe no entendía como podíamos escribir (bueno, lo escribió Domingo, que a ratos era tan travieso, aparte su risa sardónica, como el Guillermo aquel de los libros infantiles) que una Princesa, y sobre todo de Inglaterra, había parido. “¡Como si fuera una mula, o una cerda!” dijo el hombre tras soltar una parrafada de palabrotas diversas.

Pasamos el resto de la jornada en argumentar que Margarita podía parir siendo princesa, aunque la definición del diccionario no era muy clara… El vocablo, según entendíamos en el diccionario de la Real Academia Española, estaba más bien reservado a los animalitos que ni hablen ni son nobles. Pero bueno, entre nobles andaba el juego.

Simon MacCoy me ha recordado la desfachatez elegante e inevitable de Xavier Domingo, al que, por supuesto, querían destituir inmediatamente y echarlo a patadas.

No pasó nada y Domingo siguió apestándonos con sus purillos toscanos que probablemente no contenían solo tabaco.

Aunque todavía estábamos a algunos años de la abortada revuelta de Mayo del 68, en París ya habíamos prohibido mucho antes y por nuestra cuenta que se prohibiera cualquier cosa. Aunque el sujeto fuese una Princesa de sangre real y británica.

Cada vez quedan menos princesas y los europeos tienen otras preocupaciones que saber si el verbo parir es adecuado para un personaje con tanta nobleza o se debe utilizar otra forma más cursi como “La Princesa Margarita de Inglaterra dio a luz”. En el fondo, nosotros creábamos periodismo no invitaciones de bautismo.

Pero en 2017, pese a los pesares, todos los que queremos evadirnos de un ambiente político, económico y religioso que aburre cuanto menos, hemos tenido que emplear los grandes medios. Como ya no hay Margaritas que vayan a parir, hemos tenido que refugiarnos en la levedad del ser, no la de Milan Kundera, sino de la industria de la telenovela.

Confieso que en realidad esta forma de evadirse de la tragedia diaria la descubrí bastante atónito cuando me pasé tres años como corresponsal en Brasil, donde tienen las más ricas telenovelas que ni Hollywood sería capaz de producir.

En casa, con nuestros dos empleados al lado, solíamos ver la novela de las oito, que presentaba O Globo, la más importante red televisiva del mundo, a esa hora de la tarde. Recuerdo que yo siempre rezaba para que a ningún político que se le ocurriese convocarnos a esa hora para decirnos cualquier tontería. Muy pronto descubrí que ellos también estaban atentos a la novela de las oito.

Cuando he vuelto a Europa, todo lo bello termina, he seguido por el mismo camino, aunque como no tenemos O Globo no hay más remedio que conformarse con las telenovelas que llegan principalmente de México y Venezuela. Los dos o tres amigos que tengo saben que no atiendo el teléfono o correos electrónicos desde las dos de la tarde a las once de la noche. A primeras horas de la tarde tratamos de comprender dos telenovelas españolas, que nos desesperan por su zafiedad pero nos hacen apreciar mejor las intrigas de las mexicanas que nos esperan a partir de las siete de la tarde. (Por supuesto, cenamos de acuerdo con estos horarios, y a veces aprovechando la publicidad).

Pero ya entenderán que la historia de la heroína de una de esas series, bella mujer mexicana madre de cinco hijos, cada uno de un padre, pero enamorada como una principiante de un jefe de policía de México DF que es un poco alelado, nos ha llegado a interesar más que todos los líos políticos-intelectuales que nos ofrece la vida en Europa.

Huyamos de la realidad y refugiémonos en algo que huela a maravilloso, por absurdo, e improbable que pueda ser. La gente de la clase media también queremos llorar. Que ya está bien del monopolio que han ejercido hasta ahora los ricos en esto del llanto.

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