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Colaboración: Los diez mandamientos y pico

por © NOTICINE.com
"Los diez mandamientos"
Por Sergio Berrocal    

Inenarrable de maldad es la vida. Mientras una región de un país arde por los cuatro costados porque los psiquiatras no supieron diagnosticar la locura de terroristas pirómanos, se reparten miles de euros a gente que escribe, no a toda claro, a los elegidos. Porque hay que convencerse de una vez para siempre. O estás o no estás. No basta con que te creas el mejor, el indestructible, el más bello para irse a la guinguette en la que Auguste Renoir captaba los rostros bonitos de sus cuadros henchidos de orgasmos contenidos.

No basta con que seas bueno en lo que haces, o buena, que también, con que creas en un dios, con que te portes decentemente y no atropelles a las viejecitas en los pasos de peatones. No, nada de eso basta. Tienes que estar ante todo a la derecha del Padre, ese no, el que tiene los dineros y el poder de este mundo.

Harto, hasta la coronilla de aquellos curas que juraron ser buena gente y luego se convirtieron en pederastas, hartísimo de tanta falacia para la que no hay explicación.

Los periódicos se han convertido en los peores enemigos del que sabe leer y escribir. ¡Qué suerte tienen todos aquellos, y aquellas, que luego…, que ni saben leer ni oyen porque no les da la gana, porque lo han decidido así.

Hasta ahora era una alegría cuando el niño empezaba a deletrear, a entender el sentido de las palabras, de las cosas. Ahora sería más bien una maldición. Radios, diarios, y escritos varios se han convertido en enemigos del pueblo, en personal indispensable para los loqueros, a los que procuran lo mejor de su clientela.

Te vuelves loco escuchando, leyendo sandeces, mentiras a medias pero sobre todo maldades, como si la vida de todos los días no fuese ya suficientemente triste. Entonces salta el profeta pagado por no se sabe qué organismo internacional que le permite viajar en primera clase en los aviones y en los hoteles, y te explica que la vida es un regalo, que tienes que esforzarte en ser bueno para merecerla. Pero, bueno, replica el loco que corre delante del ascensor nueve y verde que le llevará a la lobotomía, si yo soy mu bueno, un pedazo de bizcocho. Voy al templo, honro a mis padres, no peco en nada ni para nada, soy casto, apenas si robo para pagar mis plantaciones de marihuana, el yate y algún caprichillo.

Pero, oiga, compañero, resulta que una excelsa dama política pide la horca o poco menos para los obsesos del sexo y tuvo un marido que perdió hasta el apellido por haber pecado por donde no se come.

Ya no voy al cine. El cine tiene muchas tentaciones. Siempre hay mujeres perfectas, sin un defectillo de los que corren por la calle, son atractivas, buenas, creen en todos los dioses, cumplen con sus obligaciones, no engañan a nadie… Y entonces, tú espectador que has pagado rigurosamente tu entrada aunque mintiendo un poquillo sobre tu edad para que sea más barata vas y te enamoras de ellas…

Luego, después de haber consumido como castigo por tus pensamientos más que pecaminosos un MacDonald triple, grasiento y suculento –todo lo malo es delicioso, dijo el profeta— te confiesas con una sotana que sale del confesionario. Rezas los padrenuestros de rigor y ya estás limpio, aunque te tiren la primera piedra.

Adoro a Woody Allen cuando un fotógrafo lo muestra con su cara de no haber roto nunca un plato y señalando al pecador de Hollywood que no merece ni el perdón de aquellos, y aquellas, que no se diga, que tanto ayudó a convertirse en estrellas del llamado Séptimo Arte.

En los años sesenta conocí en París a un director de cine, gran artista, al que no le daba asquitos confesar que sus estrellas a las que había lanzado en alguna de sus numerosas películas la habían amado un poquito en algún momento del rodaje.

Y Woody Allen con su cara de no haber roto nunca un plato.

Y la bella Isabelle Adjani que declara a una publicación francesa: “A la mayoría de la gente, le parece natural que una actriz tenga que acostarse (con el director o el productor de una película, ndr)  porque piensan que hay que dar algo de sí mismo cuando se quiere obtener mucho”.

Por cierto, en este conflicto del bien y el mal, en esta problemática del siempre condenable acoso a las mujeres, no he oído la voz del que fuera presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, que está muy bien informado, ya que él mismo protagonizó un monumental y tremebundo escándalo sexual con una jovencita en su despacho de la Casa Blanca.

El mismo despacho oval hacia el que ahora señala su esposa, Hillary Clinton, para proclamar que allí, en ese lugar de todos los poderes del mundo, se encuentra actualmente un señor (Donald Trump, claro, el que la derrotó) que mucho tendría que decir sobre el acoso sexual.

¡Qué película que nadie rodará! Parole, parole, parole. “Los diez mandamientos” de Cecil B. de Mille revistos y corregidos, claro, con algún que otro corte o quizá un añadido.

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