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Colaboración: El hombre que creó las estrellas

por © NOTICINE.com
Moguy y una de sus cintas
Por Sergio Berrocal    

Fue un tipo de armas tomar. Un director de cine, salido, escapado o venido de la Rusia que luego fue Unión Soviética y más tarde volvió a su apelación de origen. Llegó a Francia como un montador exquisito, de los que tenía el cine del Este cuando el cine necesitaba el toqueteo del montador con guantes blancos deslizándose por los cuadritos.

En Francia, Léonide Moguy se hizo un señor cineasta, con toda su voluntad, lo que le valió mucha envidia, con enorme talento desde el primer momento, lo que le granjeó muchos enemigos, con la exquisitez y algo de altanería en todo cuanto hacía, lo que le sirvió para ganarse también la envidia de los mediocres, que entonces eran muchos y algunos poderosos. Y las venganzas pueden surgir años, muchos años después. Porque la gente es así, sobre todo en el cine, donde el odio al talento es más tenaz que en ninguna otra profesión.

Ya casi nadie se acuerda pero una de sus películas, Mañana será tarde, con la actriz italiana Anna María Pier Angeli, emblema de niña pausada y bonita de toda una generación, fue el centro de un escándalo de envergadura en 1949, hace poco menos que 68 años, casi un museo de almanaque.

La película trataba sobre la educación sexual y él ya arrastraba el tufillo del escándalo de algunos mediocres que no comprendían y sobre todo no querían aceptar cómo aquel emigrante se atrevía a infringir los tabús más celosamente custodiados por la Iglesia Católica, entonces todopoderosa en Francia. Cuando le conocí, unos siete años después del estreno de esta "escandalosa" película, Moguy tenía fama de escandaloso, por supuesto. Se había atrevido a hablar en la pantalla de lo que entonces se llamaba "la sexualidad entre adolescentes". Aquello era un crimen. ¡Que organicen una procesión para limpiarlo de sus horrendos pecados! ¡Que lo quemen en un Salem cualquiera!

En los años cincuenta, Francia era la hija preferida de la Iglesia, así rezaba la propaganda, y hablar de cosas como sexo estaba muy mal visto. Probablemente a él nadie pensó en excomulgarlo porque quizá ni iba a la iglesia.

Era una enciclopedia de cine. Se había formado de una forma muy rigurosa en un país donde no se jugaba ni se trapicheaba entonces con el arte y de donde salían los grandes monstruos barrocos del cine.

Basta un repaso a alguno de sus otros títulos para comprender que arrastrara la etiqueta de tipo escandaloso, buscador de fama fácil. El control de natalidad lo había planteado en 1938 con Prison sans barreaux (Cárcel sin rejas), la prostitución con Le long des trottoirs (A lo largo de las aceras, 1956)… Como para amarlo en una sociedad aleccionada por la Iglesia.

Muchísimo antes de que la explosión nuclear de Chernobyl pusiera sobre aviso al mundo, Moguy había intuido el peligro y rodado Les hommes veulent vivre (Los hombres quieren vivir). Eso era en 1961 y las campañas contra el peligro nuclear no eran entonces el pan nuestro de cada día. Esta película, que le valió elogiosas cartas de jefes de Estado, del Papa, del Secretario General de Naciones Unidas e incluso provocó la creación de un comité que quería proponer a Moguy para el Nobel de la Paz, fue su ruina.

"Perdí con ella hasta su último céntimo, algo así como 300.000 dólares, lo que en aquel entonces era una auténtica fortuna", me confió.

Pero en lugar de considerársele como un autor valiente, progresista o por lo menos comprometido, muchos siguieron considerándolo en voz baja como charlatán.  Otros sabían que sus películas eran necesarias.

Ahora gusta recordar que algunos biógrafos reconocen que por lo menos dirigió una película negra de alto calibre, Tragique rendez-vous (Trágica cita). Era 1938 y gracias a este filme la actriz norteamericana Ava Gardner alcanzó una notoriedad que los estetas del Séptimo Arte reconocen a regañadientes.

Con él no valían las apariencias de las candilejas. Decía lo que pensaba y hacía lo que le daba la gana. Cuando el 21 de abril de 1977, a los 78 años de edad, se fue al otro mundo arrastrado por uno de esos infartos de miocardio tan cómodos, las necrológicas fueron cortas y nadie tuvo la vergüenza de rendirle el homenaje que merecía quien sin duda fue el primer realizador realmente social del cine en los años cincuenta.

Voluntarioso hasta sus últimas consecuencias, combativo como un Voltaire, Moguy iba de un país a otro para escapar de esos modernos monarcas que entonces eran los productores de cine y para quienes una película era ante todo una inversión.

Los que no sabían cómo atacarle, como avergonzarlo de sus éxitos populares, le echaban en cara su presunta pasión por las mujeres. Jean Cocteau mientras tanto había presumido siempre de homosexualidad y nadie le había discutido su importancia como poeta.

Un día que me hablaba de las muchas y muy conocidas actrices que había tenido delante de su cámara se plantó en su salón y señalando un canapé de cuero blanco me dijo: "Todas han pasado por ahí".

Pero estoy casi convencido de que era cinismo de fachada. El día en que su hija Katia, una bonita morena, le dijo que quería hacer cine, estuvo a punto de propinarle un par de bofetadas. Y, como suele ocurrir a menudo con las mujeres, terminó saliéndose con la suya, aunque antes tuvo que tragarse un diploma de estudios comerciales.

Otro de los fenómenos sociales de la Francia de aquellos años que él entendió y trató en la pantalla fue el de las muchachas que a finales de los años cincuenta y en los sesenta no querían más que ser estrellitas del cine. Fue tan agudo el problema que nació incluso un adjetivo para designar a las que querían ser actrices, starlette.

En los estudios de París, las colas de jovencitas de familias de corte social medio eran diarias y multitudinarias. Se arremolinaban en las oficinas de las productoras tratando de que les dieran un papelito de figurantes pero con la secreta esperanza de llegar a ser un día la nueva Brigitte Bardot.

Todas soñaban con aquella muñequita que musitaba en vez de hablar y que otro realizador audaz, Roger Vadim, también mediocre para muchos, lanzó como estrella del cine mundial y de la que el austero General Charles de Gaulle, entonces Presidente de la República, llegó a decir que conseguía más entradas de divisas que las fábricas de automóviles Renault.

Así rodó Moguy Donnez-moi ma chance (Deme una oportunidad) con Michèle Mercier y Nadine Tellier.

Para Michèle Mercier, farmacéutica de Niza que conocí durante el rodaje y que no ensayaba unaq sonrisa ni por caridad, fue el comienzo de una carrera extraordinaria.

Léonide Moguy la había descubierto y lanzado, como tantas otras. Y cuando terminó el filme empalmó con una serie de exitazos populares que fueron las películas que con el título de "Angélique, Marquise des Anges" (Angélica, Marquesa de los Ángeles) dieron la vuelta al mundo en una agradabilísima serie de aventuras de piratas a las que la Marquesa de los Ángeles dominaba como quería.

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