Colaboración: La insoportable somnolencia del ser

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"Spider-Man: Homecoming"
Por Sergio Berrocal      
 
Durante treinta años más o menos, más que menos, que después las cuentas no salen y el banco penaliza, he vivido en la más absoluta de las inopias. Sin enterarme de que en tiempos, tiempos del cuplé, tiempos del Claude François de los 60 y del Gilbert Becaud de siempre, fui un auténtico héroe, tan versátil y estúpido como el Spider-Man que vuelve a las pantallas.

Ya ni siquiera les hablo de aquel querido Superman que tantos delirios eróticos despertó en mí. Porque, por muy puritanos que ustedes sean, me reconocerán que besar a lo loco y hacer el amor a una chica divina de la muerte mientras se cruza el espacio a 200 km/hora sobre una capa roja… Esta película no han llegado a rodarla, lástima, pero podrían haberlo hecho.

Superman, con su uniforme tan indecentemente ajustadito y su novia Lane tan puesta en su actitud de miembro de una parroquia frecuentada por la familia Bush de esquizofrénicos anónimos contribuyeron mucho más a mi educación sexual que la primera edición del Kamasutra que cayó en mis manos. Mi inteligencia de entonces, en plena efervescencia anoréxica, estuvo a punto de producirme serias lesiones cerebrales cuando intenté imitar algunas de aquellas ilustraciones.
Mi novia de entonces todavía no se ha repuesto del todo y hace de esto cuarenta años.

Es cierto que en aquellos tiempos yo podría haber sido rioplatense según la definición de Borges en El zahir: el esnobismo es la más sincera de las pasiones argentinas.

Me curé, gracias a Dios.

La verdad es que siempre he tenido complejo de haber sido un mal padre (creo, vamos estoy convencido, de que los reyes de los tebeos, de Spider-Man a Superman también lo tuvieron y por eso acabaron gateando por las paredes y volando con un caracol en la frente). Hace poco, después de pensármelo durante años, a lo Alejandro Dumas, me he atrevido a preguntarle a mi hija mayor, Monique, qué tal padre había sido cuando ella y sus hermanos me necesitaban. La muchacha, que es una Nicole Kidman con ojos andaluces, me contestó sin pestañear que cuando eran chicas, ella y sus hermanas me consideraban como un padre fantástico. Mi ego se desinfló cuando me explicó el adjetivo: nunca estaba en casa, o cuando estaba no me veían, hacía “viajes misteriosos”, andaba siempre con personajes que ellas conocían únicamente de los informativos televisados. (Es cierto que entonces viajaba tanto que al final de un vuelo Bogotá-Madrid-París me percaté de mi fluidez con el inglés. Aquella misma tarde, en un bar de la Avenue George V (París, bien entendu), una acompañante morena y con acento del cáucaso, eminente lingüista, se quedó apabullada cuando por encima de mi güisqui con Perrier le solté casi sin respirar: “Life Vest Under Your Seat” y acto seguido, con carrerilla: “Fasten Seat Belt While Seated”.

Hasta la mañana del día siguiente, cuando nos despertamos alrededor de croasanes calentitos mi encantadora acompañante no se atrevió a decirme que tenía un acento muy bonito en inglés (le recordaba al de un piloto de Air-Camerún, eso ya era otro negocio), pero que me aconsejaba ampliase mi vocabulario para no tener que repetir “Chaleco salvavidas bajo su asiento” y “Mantenga el cinturón de seguridad abrochado” porque, según ella, que era muy comme il faut habría gente que no entendiese la profundidad de mi mensaje. Fue una desilusión. Una de las muchas que me esperaban en la vida. Sea como fuese, para mis hijas yo era una especie de Peter Pan guapo y a ellas les hubiese gustado ser Campanillas. Aunque tal vez pensaban en mí como el Capitán Garfio.

Todo este cuento para decirles que cuando veo que la gran industria del cine sigue apoyándose en esos falsos héroes tan lejos de una realidad que en 2017 no tiene nada de fantástica, no tengo más remedio que pensar en la insoportable estupidez del ser.

Estupidez que se refleja en el modo de vivir y de pensar en una Europa cada día más aguada, donde los milagros, económicos o sociales, hace tiempo que se acabaron. Y a pocos europeos les gusta lo que ven, con una Gran Bretaña cuyo orgullo le ha echado fuera de la Unión Europea y ahora  busca un alma acabada de perder cuando se puso punto final al bloque comunista, el único equilibrio político frente a unos Estados Unidos que hoy ven a los europeos como vasallos subnormales.

Hace unos años, Milan Kundera me había maravillado con "La insoportable levedad del ser", libro que para mí es casi tan importante como la "Madame Bovary" de Flaubert a la hora de tratar de entender algo sobre el amor y hasta sobre las relaciones entre esos seres misteriosos que andan, comen y hablan sobre dos patas a través del planeta Tierra.

En mi playa del fin de Andalucía, que cada día tiene más pinta de un geriátrico británico de Manchester, mientras me sirven el mañanero descafeinado con leche pienso repentinamente en la Nieve que el escritor turco Orhan Pamuk ha echado sobre ese pueblo perdido en algún lugar de Turquía, donde la gente se esfuerza en busca de la nostalgia del futuro. De regreso a mi casa paso delante de la “boutique” dela verdura donde suelo comprar rábanos (¿han probado alguna vez un bocadillo de rábanos?) y, como siempre, miro los tomates. La cotización del tomate en esta Europa meridional adentrada en el mar Mediterráneo es una de mis más agudas preocupaciones. Estoy convencido de que la forma en que se mueva el precio del tomate será determinante para el futuro de la civilización europea, basada en el culto de las legumbres y de las hortalizas.

Porque los políticos europeos parecen haber sido criados en los mismos invernaderos.

De la ignorancia política nace el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.
Ustedes me perdonarán, pero esta última y asesina sentencia no es mía si no de un tal Bertold Brecht, gran y decidido europeo.