Colaboración: La última feria de Orson Welles

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Orson Welles, en "El tercer hombre"

Por  Sergio Berrocal   

Los andaluces, pueblo del sur de España dicharachero y con más talento del que ellos se atribuyen, inventaron las ferias porque los juegos del circo que los lejanos romanos les habían dejado en algún lugar de España les parecían mortalmente aburrido. Que un tigre de la India se coma a un cristiano nunca tendrá la potencia dialéctica y vaginal de un buen vino fresco o de un güisqui con hielo pacífico e inalterable.

Son celebraciones rituales que de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad se extienden por toda Andalucía en una atmósfera pagano-religiosa donde el vulgarmente llamado vestido de gitana podría ser el hábito festivo de una monja de clausura.

Al fondo de la feria, casi como en aquellos reservados de la Prohibición de un Chicago la mar de peliculero, se encuentran en general las casetas, lugares para el consumo de alcohol y fiesta, por bulerías o por los Bee Gees, qué más da.

Conglomerado de todo tipo de atracciones mecánicas y mil veces coloreadas, destinados a niños y menos jóvenes, los cacharritos (vertiginosos columpios que marearían a un astronauta, montañas rusas que sacude los cerebelos y otros artefactos creados por el placer del vértigo y del ruido) forman un enjambre que contiene todo el ruido que los dioses no permitirían pero aquí vale todo.

Pero la verdadera feria consiste en esperar que caiga la noche y meterse en una caseta para no hablar porque es imposible pero sí para beber hasta que el cuerpo aguante con ricas viandas que se engullen como refuerzo.

A primeras, o a últimas, que de todo hay en el reino de Baco, horas del día siguiente, las casetas expelen gente que busca el reposo del guerrero y hasta la noche si Dios quiere.

Beber como en la antigua Grecia o en la eterna Roma, con la diferencia de que en Andalucía se inventó hace miles de años un acompañante para el licor llamado tapa, un cachito de algo delicioso, desde el jamón de Jabugo a la mojama de Cádiz.

La feria es como una celebración religiosa de esta Andalucía a la que una noche ya tarde un periodista extranjero que no había respetado las normas del buen beber y del buen yantar se dejó llevar por su entusiasmo y bautizó en memorable crónica la California de Europa.

(Habíamos bebido tanto y tan rico aquella tarde de 1992, cuando los reyes de España descendían del cielo en un helicóptero azul sobre una pista en la que doce empleados municipales terminaban de poner la alfombra roja de rigor. Fue allí donde conociste a aquella azafata pelirroja de Kansas City, que de todo había en la Exposición Universal de 1992 en Sevilla City, empeñada en que le explicases allí mismo los últimos movimientos de la última película de Akira Kurosawa que ella había visto con su novio local en un cine al aire libre mientras el cielo andaluz se desplomaba bajo 40 grados centígrados de calor sin playa).

Fuera de Andalucía, no hay feria que pueda compararse a la furia, los decibelios desperdiciados con voluntad y esmero de las ferias andaluzas.

Los europeos tienen una versión light, los parques de atracciones, donde se bebe mucha Coca-Cola y alcohol en botella bajo la gabardina, eso sí, porque en el norte de Europa el calor lo reemplaza habitualmente el frío, razón por la cual sus habitantes destinan una parte de sus presupuestos anuales a viajar a esa misma Andalucía para apoderarse del sol que les sobra a los nativos.

Son cosas menos bullangeras, más aburridas, y a veces un pelín angustiosas como cuando un día nos metimos en aquel parque de atracciones que Orson Welles había montado para su "Tercer Hombre" y no sé qué más.

El delirante norteamericano nos dejó con aquella película la prueba de que el infierno puede estar al bajar las escaleras de tu casa aunque no vivas en Viena y no hayas atravesado un cacho de Europa a bordo de un tren más o menos apañado pero que nada tiene que ver con el Orient Express donde Hercule Poirot, uno de los personajes más odiosos de la cinematografía mundial, hacía frente a inquietantes pasajeros que más que el amor en sus literas de primera clase practicaban el refinado asesinato como aquellas angelicales viejecitas de Arsénico por compasión.

Después de la Exposición Universal de 1992 en Sevilla, feria de ferias, cuando España aprendió a comer a 200 kilómetros por hora en un tren inventado por los franceses, la muchacha pelirroja de Kansas City, sección sus rodeos, compartió contigo mantel en el Hotel du Palais de Biarritz, donde las olas de un mar eternamente cabreado se metían en el comedor. El maître os pergeñó una salsa au beurre para extender, como el visón que nunca tuvo Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, sobre un pescado que todavía parecía pez.

Aunque todo eso fue quizá en la alcoba de muebles Imperio que la Emperatriz Eugenia de Montijo acarició mientras su esposo, Napoleón III, fumaba un purito en la inmensa terraza que se asomaba al océano.

Tuviste que contarle a la moza de Kansas City, entre los tesoros de Doña Eugenia, el cómo y el por qué y hasta qué profundidad de la película "El último tango en París", que a ella no le habían dejado ver. Y entonces surgió la deliciosa salsa al beurre que ella quiso probar de nuevo entre las sábanas de seda salvaje donde olvidó que tenía novio en Kansas City y, sobre todo, que era mocita, de las de antes.

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