Colaboración: Casablanca de los olvidados

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"Casablanca"
Por Sergio Berrocal    

Encogidos por la falta de comunicación, el abandono, el me importa un carajo y no se detenga que no tengo nada que darle. El lugar es un bar-café situado en un pueblo de la costa sur de España, la más próxima a África, continente al que se podría llegar desde la playa con unas brazadas. Última parada antes del final de nada. Al bar Esperanza llega gente de toda España pero también de toda Europa o al menos de la Europa septentrional preferentemente. Finlandeses, noruegos, ingleses, alemanes, irlandeses, algún belga, un francés y medio. El personal conoce la dirección antes de llegar. En sus países saben que aquí tendrán buena acogida, café y bebidas a precios imbatibles, una copa por un euro cuando en cualquier otro lugar cobran por lo menos cincuenta por ciento más.

Son los nuevos olvidados, que Luis Buñuel habría podido contarnos ya sin el tremendismo mexicano, en un país del primer mundo pero que cuando llega las once de la mañana y la sombra calienta humedad, cuando las primeras copas a un euro el tiro se han sucedido modestamente, suficiente para calentar el estómago primero, luego el alma, aunque hay mañanas que las agallas no se calientan ni con el fuego del infierno.

Una tarde de luna llena, uno de mis compañeros de tertulia se sonrió y dijo: "Esta noche he soñado que estábamos en el Café Casablanca". Entonces imaginamos que el propietario, un socarrón hijo de una de las regiones más áridas de España, Don Roberto, así se hace llamar, había tenido la ocurrencia de forrar la fachada del bar Esperanza (Hope, decía él para dar más autenticidad a la faena) de carteles auténticos de la película "Casablanca" en sus diferentes versiones nacionales y distintas lenguas. Daba un colorido inusitado a aquellas pobres paredes y Don Roberto había completado la transformación presentándose todas las tardes-noches en el bar-café con una impecable chaqueta de smoking blanca y su correspondiente pajarita. Para completar el recuerdo de Humphrey Bogart no dejaba de fumar ni un momento, pese a la prohibición de hacerlo en locales públicos.

Y no soltaba el cigarrillo, que empalmaba con alegría de cáncer de pulmón, hasta que aparecían en el horizonte, ya muy entrada la madrugada, los primeros elementos de la flota de camiones cisterna municipales que refrescaban las calles con enormes mangueras.

Pero por mucho que pusimos nuestros sueños en común nunca vinieron oficiales alemanes para pedirnos nuestros documentos y hasta deportarnos. Y tampoco se dejó caer por allí Ingrid Bergman, posiblemente porque no había piano que tocar.

Alguno de los comensales sentados a mesas cojas y caprichosas aprovechan para desayunar también por unas monedas de nada antes de empezar a comulgar con el cuerpo de Jesús que ellos creen sin saberlo ni haberlo pensado que está en el aguardiente oloroso que le sirve la mocita, que probablemente hace años que dejó de serlo, entre dos imprecaciones. Se grita, hasta se chilla, porque hay multitud para un espacio tan pequeño y la gente quiere alimentarse con el pan, tomate, jamón serrano y del otro, abundante y sabrosa mayonesa sin huevo para evitar pandemias veraniegas, porque el calor no perdona.

Hubo un tiempo en que algunas ratas asomaban sus hocicos en el culo de los árboles. No era del gusto de todos aunque algún que otro finlandés disfrazado con la sonrisa y la elocuencia del europeo del sur les echaban algunas migajas. Diligentes empleados municipales cementaron las salidas de las ratas y ya no quedan más que avispados pajarillos callejeros que se las saben todas y que almacenan, como hormiguitas diligentes, todas las migajas que un viejo les echa. Son gorriones que siempre han vivido en la calle, por eso en Francia les llaman los piaf, y que no conocen el dulce gusto del alpiste. Una migaja de pan es lo más suculento que encuentran entre las piernas de las turistas con celulitis que se frotan con las mesas y eventualmente con algún comensal y dejan olores varios a potingues contra el cáncer del sol.  

Jon, otros dicen que John y él asegura que le importa un carajo, anda siempre con un cuaderno y un lápiz en la mano. Es probablemente el único ser vivo de la asamblea que sabe leer y hasta escribir. Quienes le conocieron entre renos en interminables heladas de Islandia cuentan que allí, en el fin de Europa donde no se pone el sol ni se pone nada, donde los turistas sureños afirman que han encontrado la vida soñada aunque al rato de dos días y cuatro horas de helarse las posaderas y de deprimirse por la oscuridad no sueñan más que regresar a las playas del sur profundo.

Jom, que así también le llaman quienes más le conocen, fue un gran escritor cuando apenas tenía cuarenta años. Se puso a escribir novelas negras escenificadas en el hielo eterno y a los europeos caprichosos les dio por decir que era genial. El editor se forró y Jom se quedó con lo suficiente para emborracharse todas las mañanas que amanecían, y en el sur todas las malditas mañanas sale el sol, hasta que hacia mediodía pedía una cazuela de pollo, cachos con una salsa de no se sabe qué pero a él le importaba menos y reponía fuerzas. Había que estar listo para la tarde-noche, que era cuando las copas no cesaban de trasegar.

Tom era otro personaje que se destacaba por méritos propios, por principios que le hacían ingurgitar por la mañana únicamente coñac español, brandy que llegaron a llamarle los británicos de cuando en Gran Bretaña no se ponía el sol porque nunca lo había habido. A Tom se le descacharraba el pericardio cuando contaba cómo sus pares se habían salido por chulería de la Unión Europea, en aquella operación llamada Brexit.

Tom había sido francés, británico y hasta europeo, abstracción para significar que ya no era nada. Contaban sus amigos, el último se había ahorcado hacía seis meses en la vecina Plaza de la Iglesia una noche de luna llena, que era un caso.

Tom, como Jom sabían que estaban protegidos por la insuperable barrera de analfabetismo militante que rodeaba a las mesas.

Porque el Esperanza no solo era refugio de algunos intelectuales perdidos sino que daba cobijo, con el vaso de agua incluido por ley, a millonarios labriegos que hoy, ya retirados, esperaban morirse cerca de las arenas de la playa. Les parecía más elegante que hacerlo en un surco recién trazado.

Aquella misma mañana de agosto cuajado de vientos huracanados de altas temperaturas nació el primer jazmín del año en una maceta abandonada en un rincón del bar. Era la Esperanza.

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