Colaboración: Dos ruedas para soñar

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"Vacaciones en Roma"
Por Sergio Berrocal       

El cine lo ha inventado todo, las modas, los crímenes, las formas de besar, la manera de romper un amor, la forma más elegante de morirse. Si no hubiese habido cine, si a los hermanos Lumière no se les hubiese ocurrido inventarlo, estaríamos todos vagando como los muertos que eran unos vivos de George A. Romero. Qué tipo más estupendo. Y además sonreía en las fotos.

El cine, el puñetero cine, el que alguna vez hizo que nos creyésemos inmortales, irresistibles, capaces de descubrir de nuevo América, ha crecido a nuestra sombra, o nosotros a su sombra, que para el cuento da lo mismo.

Hemos sido felices, nublados o desgraciados de llanto babilónico gracias a lo que nos contaban las películas, rodadas en otro mundo, allá en un lugar llamado Hollywood, donde escritores que ni nos conocían ni sabían de nuestras pobres existencias, inventaban historias para vender película y hacer que la gente tuviese que comprarse una entrada para sentarse en una butaca o en un gallinero --esto ya era cosa de países subdesarrollados—y meterse en una vida de la que no hablabas ni la lengua. Y qué más daba. Ahora andamos por el siglo XXI y seguimos sin entendernos, es como si estuviésemos constantemente viendo películas habladas en finés.

Los que escapamos a las dos terribles guerras de la Europa de la insensatez, la I Guerra Mundial (1914-1918) y la II Guerra Mundial (1939-1945) porque éramos demasiado jóvenes, no habíamos nacido a tiempo para ir a las trincheras rompecorazones observamos el estupor de lo que llaman las posguerras: necesidades de primer grado, como comida, vestido, etc.. Y, sobre todo, una absoluta falta de libertad. Porque tras las guerras europeas hubo la Inquisición de los ajustes de cuentas entre vencedores y vencidos.

Todo esto, algunos tuvimos la suerte de verlo en el cine porque nos había tocado andar en esos momentos en tierras neutrales de África donde, por el contrario, se disfrutaba de la desgracia de los demás. Así es la vida.

Nos contaron esas estrecheces en "El ladrón de bicicletas", esperamos que estés en el cielo, maravilloso Vittorio de Sica, y nos dimos cuenta de que las cosas habían cambiado en Europa. Pero todo terminó por arreglarse y ya por los años cincuenta y sesenta se organizó una vida sin tiros ni cabroncetes para darlos.

Vimos, conocimos las primeras maravillas de transportes de ocio con la Vespa, moto graciosa, deliciosamente desvergonzada e italiana que te llevaba por el mundo con un ruido de motor de gasolina pero surcabas los mares de la ciudad y los vientos alísios siempre te fueron favorables.

Y todo, como siempre, fue por el cine. Porque a un norteamericano, William Willer, se le ocurrió emplear la graciosa Vespa para un enamoramiento, nada de sexo, niño, un enamoramiento más de cine.

Y se sacó de la manga a un periodista como todos o unos cuantos soñábamos ser en el futuro, Gregory Peck, con traje gris y corbata sin color, que buscaba noticias por Roma cuando se tropezó con Audrey Hepburn, una princesa despistada –porque todavía había princesas decentes y no es que yo quiera insinuar nada—en la que encontró, imaginó, el reportaje que le sacaría de la mediocridad, porque ya entonces los hombres querían vivir y los periodistas más porque eran una clase inferior a cualquier secretario de Estado.

Esto ocurría en 1954 y si no la han visto búsquenla y disfruten. Se titula "Vacaciones en Roma / La princesa que quería vivir / Roman Holiday".

La Vespa, con la que te insinuabas por las avenidas, las callejuelas de Roma, esa ciudad que todos imaginábamos tan lejana como inalcanzable, había nacido gracias al cine.

Sí, queridos contertulios, ¿puedo llamarles amigos?, sin el cine la Vespa hubiese quedado como una bicicleta con motor sin gracia ni demasiado valor.

Pero cojan una moto de estas y vístanla sencillamente con un Gregory Peck de conductor y Audrey Hepburn agarrándose a él más que desesperadamente y ya tienen el nacimiento de un fenómeno mundial.

Porque todos hemos sido Vespa, aunque luego viniese la Lambretta, más fuerte, pero menos guapa, y hasta la Harley Davidson con Marlon Brando a los mandos.

Mientras la Davidson tiene una historia bastante sulfurosa desde que el francés Serge Gainsbourg la llevó a una de sus canciones más eróticas con Brigitte Bardot que no se cortaba un pelo a la hora de montarse en una aventura al límite de la decencia sin sostén, la Vespa siempre fue la encarnación de la pureza, porque fíjense que las señoritas no tenían que montarla como desvergonzadas amazonas en busca de placeres prohibidos, sino que sus faldas monjiles podían desplegarse mientras sus deliciosas manos, libres de otros pecados, accionaban los mandos y corrían y corrían hacia donde fuera, pero siempre con una sonrisa de felicidad.

Unos años después, llegó la película de las películas, "La dolce vita", y la modesta moto adquirió cartas de nobleza y aventura con los paparazzi que corrían en ellas en busca de la foto que abriría la primera plana del diario del día después.

Ahora las Vespas están cada vez más envueltas en trapos de chapa y los pasajeros tienen que ir con cascos de seguridad. Se pierde el encanto de aquellas cabelleras al viento, de la sonrisa pícara de Audrey Hepburn para enamorar a Gregory Peck.

Eran otros tiempos. Era otra Vespa. Éramos diferentes. Éramos felices. O lo creíamos.

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