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Colaboración: París, sin Gene Kelly

por © NOTICINE.com
"Un americano en París"
Por Sergio Berrocal         

Hace un montón de años, un joven Gene Kelly, el de “Cantando bajo la lluvia”, se inventaba unos Campos Elíseos, un Montmartre de pintores en busca de fama para gritar al mundo su pasión por París, esa ciudad de la que todos hemos estado enamorados, algunos más de una vez, aunque ninguno hayamos logrado hacerla nuestra.

En 1951 se entusiasmaba el mundo con “Un americano en París”, conducido por Gene Kelly en una fantasía que sólo Vincente Minnelli podía traducir en imágenes. Era la consagración de ese punto del mundo donde la gente está eternamente malhumorada, pero donde las calles son decorados de cine, de ópera, donde las mujeres nacen con algo diferente que hubiese confundido al mismo Ulises entre sirenas dicharacheras y brujas en cuevas principescas.

Mujeres que en los años difíciles se vestían en los Monoprix, pequeñas y baratas tiendas donde los modistas caseros fabricaban verdaderas monerías, algunas parecidas al vestidito de flores y algunos trazos surrealistas que lució Melania Trump en su intento de conquistar París. No, no creo que lo hubiese comprado en un Monoprix.

Vestidos sencillos dentro de la sofisticación con la que deslumbraba Leslie Caron cuando trataba de enamorar a Gene Kelly en aquel París de Minnelli.

Se puede soñar simplemente abriendo la puerta de los Campos Elíseos, entrando por esa plaza de la Concorde que podía haberse llamado Place de la Guillotine, tantos fueron los nobles, empezando por Luis XVI y su esposa Maria Antonieta, los que dejaron allí la cabeza arrancada de cuajo.

Este 14 de julio, fiesta nacional francesa, cuando se conmemora la toma de la Bastilla, la siniestra prisión parisiense que ya hoy no es más que un recuerdo de unas cuantas piedras, quizá apócrifas, una americana singular, a la que acompañaba un americano todavía más particular, aprovechó los fastos del día para descubrir París.

No creo que Melania Trump lo consiguiera porque para que París se deje amar –muy pocos, muy pocas, lo han conseguido—hay que merecerlo. Y no solo vestir un despampanante Dior rojo que se puso cuando cenaron en el restaurante estrella de la Torre Eiffel la más deliciosa de las langostas. No, los animalitos lujosos y sofisticados no venían del Sena.

Indolente, como cansada, la ex modelo de Eslovenia, país europeo que antes fue de la Yugoslavia socialista, contemplaba este viernes la joya de los Campos Elíseos desde una tribuna oficial donde su esposo, Donald Trump, compartía honores con el presidente francés y su señora, Brigitte en el festivo 14 de julio.

La dama del Este, que probablemente ya conociera París cuando era una modelo llamada Melanija, que debe de sonar mejor con un trago de vodka y un bocado de pepino ruso que nunca rompe el paladar, no abrió la boca para contar sus aventuras de cuando era joven en el lugar del mundo donde hubo un tiempo que se prolongaba la vida, aunque fuera por un rato, por un baile.

Y seguramente habría paseado ya por alguna de las avenidas suntuosas que rodean al Arco del Triunfo de los héroes y de un soldado desconocido. En una de esas calles donde solo se escucha el suspiro de los Rolls Royce y otros cochecitos de gente pudiente, me enseñaron hace miles de años que un perfume puede servir a algo más que a perfumar.

Aplaude Trump a los soldados, probablemente con el mismo entusiasmo un poco pasivo con que aplaudió la primera vez que vio a Melania desfilar por una pasarela. Aunque quizá ni eso. No todo es tan romántico como en el cine.

Los locutores se desgañitan describiendo particularidades de los militares que pasan delante de la tribuna oficial pero uno tiene la impresión de que el oyente, el televidente, hubiese preferido una crónica rosa. Que nos explicasen por qué Melania respiraba tristeza cuando no ocultaba sus ojos indiferentes con negras gafas de sol.

De pronto, una banda de música que baja por los Campos Elíseos se detiene ante la tribuna y Trump y compañía asisten bastante atónitos a música de vals, de jazz. No faltaban más que Gene Kelly y Leslie Caron.

Pero ellos ya hace mucho tiempo que abandonaron la avenida más célebre del mundo.

Nosotros también. Todo el mundo se ha ido. Ha dejado en camino sus ilusiones, sus sueños.

Pero los músicos uniformados siguen convertidos en una orquesta popular y lanzan C’est la fête, una canción muy conocida de un cantante francés popular, Michel Fugain.

Pero Gene Kelly no canta, ni baila, ni siquiera sonríe. Se ha acabado la película que ya nadie volverá a rodar, porque París ya no tiene nada que ver con aquellos años en los que hasta Ernest Hemingway decía que era una fiesta. Y eso que fiestas había visto, vivido y hasta soñado.

En realidad, ese París donde todos teníamos cabida, donde podías imaginar una vida nueva, diferente, más bella, se lo llevaron los sueños de los que tuvieron tiempo y razón de soñarlo. A los demás no nos queda más que el perfume de un Chanel 5 derramado en una avenida de la periferia lujosa de los Campos Elíseos.

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