Colaboración: El mambo de Patricia en Tánger

por © NOTICINE.com
Patrice Wymore, en su barco con Errol Flynn
Por Sergio Berrocal

En el muelle olía a yodo comprado en una boutique cara y a madera noble ensamblada en alguna lejana playa con olor a azafrán que no tenía nombre en ningún mapa. Sabía quizá a yate de vieja leyenda de gente mala y damas a punto de olvidar sus miriñaques ante el asalto del guapo de turno de la Metro del león o de la discreta Fox. Desde el fondo del barco anclado entre orgullosas lanchas rápidas de contrabandista que lo fueron y que ahora yacían agujereadas por las aduanas, salía una música que había acompañado a Marcello Mastroianni en una playa desierta mientras intentaba hablar con una mujer, la más extraña de esa aventura cinematográfica, Yvonne Furneaux.

Con la sonrisa de vendedor ambulante consciente de que la gente compra cuando se sabe insistir, el cubano Pérez Prado había soltado una vez más a Patricia, que despertaba los sentidos con su olor a a mambo y a sábanas húmedas.

La música llegaba apagada hasta cubierta en una escena en la que Mastroianni de gafas negras y rostro amargado por su eterno papel de perdedor guapo se paseaba por una vita dolce en una Roma en blanco y negro.

Patricia, la Patricia que estaba sentada al otro lado de una mesa de espléndido cedro mojado por la humedad, ya no bailaba el mambo.

Llevaba el drama en los ojos. Atenta únicamente a las incoherencias que yo le decía, como si soltara profecías ineludibles.

Patricia, aquella Patrice Wymore, actriz, estrella, sueño viviente de los que no casi no se perdonaban en el confesionario, cuando había curas, me miraba como si, de pronto, hubiese decidido contarme algún secreto inconfesable.

Su esposo, Errol Flynn,  propietario de aquel yate de ensueño, descansaba en un hospital de la ciudad, ah, olvidaba decirles que este cuento se contaba en Tánger, ciudad internacional del norte de África, con espías y pelagatos odiosos y famosos, geniales y despreciables de todo tipo, color y raza.

Me habló aquella dama de poco más de treinta años de edad, de su Hollywood, de sus películas, de su encuentro con el hombre al que fue fiel hasta el fin.

La única vez que esbozó algo que podía pasar por una sonrisa fue cuando, aupada en el estrellato, me contó que le había conocido en el rodaje de "Cerco de fuego / Rocky Mountain". Las dos estrellas se gustaron, se enamoraron y se casaron.

Seguramente que aquella noche de luna llena como un foco de cine, ella tenía ganas de hablar y yo estaba allí. Para escuchar. Que para eso nacían los periodistas que escuchaban más que opinaban.

Fue un flechazo muy cinematográfico. Otra media sonrisa.

De las profundidades del yate, volvía Patricia con su mambo.

Sonreía la otra Patricia, la de carne y hueso, la actriz hollywoodense, la mujer de Errol Flynn.

Juntos habían cabalgado por las pantallas hasta dejarnos embelesados. Arrastraban la magia de un cine de hombres y mujeres que se enfrentaban a los grandes espacios del Oeste

El cine, aquel de las pantallas estivales te quitaba la desilusión. Y ellos dos, la señora del yate, Patricia, y el ausente Errol Flynn, habían contribuido a crear y a fomentar este cine benefactor, para andar mejor por las neuras.

Un Winchester justiciero te devolvía la fe en la justicia, en la humanidad, probablemente porque eras muy niño para saber que los malos requetemalos tienen siete vidas y nunca mueren. En el cine, el malo siempre moría antes de terminar la sesión.

El malo del maravilloso cine de los dos mil y pico se arrastra por las imágenes, es salvado siempre por otros malvados de turno muchas veces envueltos en patriótica banderas color del dólar, signo redentor. Padre nuestro que estás en los cielos…

Ya no recuerdo si Patricia, la Wymore, no la de Pérez Prado, me habló de la hospitalización de Errol Flynn en una céntrica y aupada clínica de Tánger.

Hasta allí le había llevado una infección en una mano provocada por un mandoble que le soltó a un intruso que quiso visitar su yate, "La Zaca", sin pedirle venia.

Dos días antes, el buque se mecía todavía en la bocana del puerto, un fotógrafo y yo nos habíamos acercado en un bote que parecía salido de "La tormenta perfecta". Desde los arrabales del mar que parecía un caballo enfurecido empeñado en echarnos abajo, le pedimos a Errol Flynn unas declaraciones, no sé de qué, de cualquier estupidez propia de los reporteros que quieren rellenar un cacho de periódico.

Sonrió el astro con aquel bigote que había conquistado al mundo desde el vozarrón de un pirata simpático o desde la sonrisa beatífica de un Robín de los Bosques amigo del mundo.

Volvimos a encontrarnos Errol y yo en el Zoco Chico de Tánger, donde se había organizado tremendo griterío enamorado cuando apareció con su brazo vendado y una sonrisa más espléndida que nunca.

Luego, una tarde, en París, en una piscina repleta de muchachas preciosas cuya única ambición en la vida era ser estrellas de cine, allí estaba un Errol Flynn con cien años menos. Era su hijo, y el de Lili Damita, Sean Flynn, simpático y afable. Ya había rodado varias películas pero no parecía querer contentarse con el papel de estrella guapa que había heredado por línea directa.

De pronto, supimos que Sean había desaparecido poco después de que una revista le contratase como corresponsal de guerra.

Por lo visto andaba por una carretera de Vietnam o Camboya tomando fotos de aquellas guerras cuando una bomba enterrada se acordó de él. Era cuando la guerra de Vietnam, no se olviden, años de 1970, en ese siglo veinte que nos parece tan maravilloso a la vista de este catastrófico siglo XXI, bueno, siglo veintiuno, porque los analfabetos no tienen por qué saber de números romanos.

Corrieron muchos rumores. Pero nunca se supo nada más. Acabó la guerra y Sean no volvió.

Tal vez no hizo más que desaparecer. Como a muchos de nosotros les gustaría hacer un agujero lo bastante profundo como para llegar al centro de la Tierra a lo visto y oído de la crisis político-económica que sólo permite que los países se mantengan de subvenciones, la limosna de los ricos de la Unión Europea.

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